martes

En busca de un trono vacante

El emperador Constantino, ese nativo de la actual Serbia que a los 40 se convirtió en cristiano y luego haría lo propio en el año 313 con todo el Imperio Romano, se quedó con el cargo de Pontifex Maximus que desde Augusto unificaba la jerarquía divina con la terrenal en el paganismo. Arrastrada a una lenta decadencia, Roma sufriría el acoso de Atila, el rey de los Hunos, en 452 y caería en manos de Genserico, el rey de los vándalos, en 455.

Las desabridas tropas del que fuera el imperio más importante de Occidente durante cerca de medio milenio no tenían ánimo para defender su historia. En ambas ocasiones apareció un obispo que supo cómo detener las ansias destructivas de los invasores y utilizarlas en su favor. Desde entonces, el toscano León I, conocido luego con el apelativo de León Magno, es el símbolo de la resurrección romana, aunque cubierta con el halo de la religión nacida en Belén. Y con el cargo de Sumo Pontífice que antes usaban los emperadores.

Sólo así se entiende que 1000 años más tarde el valenciano Rodrigo de Borgia –miembro de una familia famosa por su ansia irrefrenable de poder– desde la Santa Sede y como Alejandro VI, emitiera, en 1493, las bulas con que repartió la conquista del continente americano entre España y Portugal.

Una institución dos veces milenaria como la Iglesia Católica sabe leer los tiempos que corren, por más que sea heredera de quien respondiera al romano Pilatos "mi reino no es de este mundo".

Por eso entendió que nuevos vientos soplan desde América Latina y designó al frente de la grey a un nativo de esta parte del planeta, un jesuita que entiende como pocos qué cosa es el poder. El polaco Juan Pablo II sabía que el Imperio Americano necesitaba de la ayuda que pudiera brindarle Roma para asestar un golpe mortal al comunismo soviético. Francisco entendió que ahora el que tambalea es el poderío de Washington. Lo terminó de percibir cuando las conversaciones de paz que quería apurar el gobierno de Barack Obama en Medio Oriente iban camino al fracaso.

El argentino Jorge Bergoglio intenta ocupar ese espacio vacante para forzar un nuevo renacer de Occidente buscando un acercamiento entre Israel y Palestina. Si lo logra será más que Gardel y Perón juntos.

Tiempo Argentino
Mayo 27 de 2014

viernes

Los señores de la guerra en el patio trasero

Siendo secretario de Estado, John Quincy Adams elaboró el 7 de noviembre de 1823 la minuta de una reunión de gabinete del gobierno del presidente James Monroe en la que revelaba las preocupaciones del aún incipiente imperio estadounidense ante la situación europea, y sobre todo, en torno de las recién liberadas naciones latinoamericanas. Según ese informe, se sometió a consideración del cónclave una proposición confidencial del canciller británico George Canning, un viejo conocido de los argentinos.
"El objetivo de Canning parece haber sido obtener alguna promesa pública del Gobierno de los Estados Unidos, ostensiblemente contra la interferencia por la fuerza de la Santa Alianza entre España y Sur América; pero realmente o especialmente contra la adquisición por los Estados Unidos mismos de cualquier parte de la posesiones de España en América", revela Adams. Para agregar luego, crudamente sincero: "Mr. Calhoun (secretario de Guerra) se inclina a dar poder discrecional a Mr. Rush (secretario de la Armada) para unirse en una declaración contra la interferencia de la Santa Alianza, aunque sea necesario obligarnos a no apoderarnos de Cuba o de la provincia de Texas; porque el poder de Gran Bretaña es mayor que el nuestro para apoderarse de ellas, debemos tomar la ventaja de obtener de ella la misma declaración que debemos hacer nosotros". De hecho, como ya se ha publicado en estas páginas, Texas se separó de México en 1835 y su incorporación a la Unión se demoraría unas década más. La de Cuba llegaría a fin del siglo.
El solícito Adams pulió un poco más esa estrategia –que lo llevaría un par de años más tarde a ocupar la Casa Blanca- y en su intervención ante el congreso del 2 de diciembre de 1823, Monroe pudo explicar tres puntos de la doctrina que lo haría famoso: no a cualquier futura colonización europea en esta parte del mundo, abstención de los Estados Unidos en los asuntos políticos de Europa y no a la intervención de Europa en los gobiernos del hemisferio americano. Resumida en una frase que se muestra ambigua al sur de la frontera, pero no del otro lado: América para los americanos. La historia demostraría a quiénes se refiere la palabra americana.
En febrero del año pasado, el presidente Barack Obama cambió a su secretaria de Estado, Hillary Clinton, por John Kerry. El hombre, que perdió las elecciones de 2004 contra George W. Bush, está casado en segundas nupcias con Maria Teresa Thierstein Simões-Ferreira Heinz, nativa de Mozambique cuando era colonia portuguesa y heredera del emporio Heinz, la fabricante de kétchup vendida a Warren Buffet y un grupo inversor brasileño en 2013. Con una carrera dentro del partido Demócrata que puede considerarse como sólida –fue senador por Massachussetts por 28 años- Kerry suele mostrar comportamientos de elefante en un bazar.
Esto quedó claro cuando en un discurso ante la Cámara baja, a casi dos meses de haber asumido, se refirió a Latinoamérica como el patio trasero de Estados Unidos. Desempolvando la misma frase despectiva con que mencionaron a nuestras naciones los líderes más retrógrados de ese país. Esos que, al mismo tiempo, no dudaban en aplicar lo que el mexicano Raymundo Riva Palacio llama el “Corolario Roosevelt”, por Theodore, conocido por su empleo del “Gran Garrote” a principios del siglo XX.
Aquel día de abril de 2013, Kerry pronunció esta frase que lo pinta de cuerpo entero: "El hemisferio occidental es nuestro patio trasero (sic), es de vital importancia para nosotros. Con demasiada frecuencia, muchos países en el hemisferio occidental consideran que Estados Unidos no les da la suficiente atención y, a veces esto es probablemente cierto. Tenemos que estar más cerca y tenemos la intención de hacerlo. El Presidente (Obama) viajará pronto a México y luego hacia el sur, no recuerdo qué países, pero él irá a la región".
El revuelo fue tan grande que en noviembre pasado, en un discurso ante la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington, debió explicar que "la era de la Doctrina Monroe ha terminado". Luego fue más específico: "La relación que buscamos, y para cuyo impulso hemos trabajado duro, no se trata de una declaración de Estados Unidos acerca de cómo y cuándo va a intervenir en los asuntos de otros estados americanos. Se trata de que los países se perciban unos a otros como iguales, de compartir responsabilidades, de cooperar en cuestiones de seguridad”.
En esa ocasión el tema Venezuela no estuvo ausente, y tampoco el bloqueo a Cuba. En ambos casos, Kerry se desmintió de inmediato, manteniendo las justificaciones tradicionales de los gobiernos habidos en Washington desde Monroe. El problema es que el Capitolio obedece a los mismos paradigmas. Solo que ahora los más firmes defensores del intervencionismo son gentes de origen latino como Bob Menéndez o Marco Rubio, demócrata uno, republicano el otro, los más enfervorizados anticastristas y, en consecuencia, los más furibundos antichavistas. 
Fueron Menéndez y Rubio quienes impulsaron la votación en sendas comisiones del congreso estadounidense que abre la posibilidad de sanciones a dirigentes venezolanos, a quienes acusan de atentar contra la democracia ante la ola de protestas desatadas desde febrero pasado. En un viaje a México que culminó anteayer, Kerry habló de la "impaciencia" en la región por la situación en Venezuela y del "fracaso total" del gobierno de Nicolás Maduro para resolver la crisis. Luego de reunirse con su par mexicano, José Antonio Meade, Kerry abundó en que la batería de sanciones contra Venezuela están a la espera de que "haya movimientos en la mesa", pero negó que todas estas consideraciones fueran, como sostiene Caracas, "una actividad injerencista” en el país sudamericano. El propio Meade había confiado meses antes que en su primer encuentro con el secretario de Relaciones Exteriores de Obama notó que "no estaba enterado de los asuntos bilaterales".  No se sabe si el mexicano cambió de idea.
Este fin de semana será muy ajetreado en regiones clave del planeta, en algunas de las cuales Monroe había jurado que no se meterían. En Ucrania se enfrenta Europa con el renacido poderío que representa el gobierno de Vladimir Putin. El mandatario ruso fue hasta Beijing a firmar un acuerdo con China para la venta de gas que le despeja el camino ante la pérdida de sus clientes europeos por la situación en territorio ucraniano, en la fortificación de una alianza que parecía destinada a cuestiones comerciales pero promete más.
Pero Europa también tendrá sus propios problemas. Y la elección de europarlamentarios aparece en medio de dudas que preocupan a más de cuatro por el avance de sectores de la ultraderecha que como el viejo Jean Marie Le Pen, hasta se atreven a reclamar la intervención de un virus mortal como el Ébola para terminar con el problema de la inmigración africana. Lo peor es que el partido que regentea ahora su hija marcha en primer lugar en las encuestas.
En el Patio Trasero, en tanto, las fichas de Washington están puestas en la disputa que enfrenta en Colombia a dos postulantes de la derecha. Uno, el actual presidente Juan Manuel Santos, de una derecha acuerdista que ofrece como principal argumento la posibilidad muy concreta de poner fin a más de medio siglo de matanzas mediante un acuerdo de paz con la guerrilla. El otro, delfín de Álvaro Uribe, que cuestiona las negociaciones y solo ofrece como opción el exterminio del rival.
La brutalidad y falta de ética de la campaña electoral- campaña delincuencial, la llamó Santos- es una muestra de lo que se juega en el país de García Márquez. Un territorio en que Estados Unidos tiene siete bases militares, tras los convenios firmados entre Obama y Uribe en 2009, desde donde sus tropas amenazan a toda la región.
En Venezuela, en tanto, los cancilleres de la Unasur anunciaron una reunión en Galápagos para tratar de estas primeras y difíciles negociaciones entre la oposición y el gobierno de Nicolás Maduro. También acá los señores de la guerra apuestan al conflicto, que justificaría las sanciones que los Rubio y Menéndez pretenden desde Washington. Un fracaso en la intervención de Unasur será pagado políticamente por el organismo sudamericano y también por Maduro. Eso a es lo que se juega la oposición,incapaz de terciar en la política venezolana sin ayuda foránea.
Se refería Canning a los proyectos de la Santa Alianza –aquel tratado de 1815 de los monarcas de Austria, Rusia y Prusia firmado tras la derrota de Napoleón– para la reconquista de Sudamérica por los borbones españoles, un operativo en favor de la testa coronada de otro conocido nuestro, Fernando VII.

Tiempo Argentino
Mayo 23 de 2014

Con el agrdecimiento a Sócrates por la ilustración

Nuevas anexiones en el escenario de otro día D

El portavoz de la Cancillería rusa, Alexander Lukashevich, fue bastante preciso: No hay ninguna petición de los distritos rusoparlantes que el domingo pasado aprobaron su independencia de Ucrania. "En los medios se escribe mucho sobre eso, pero oficialmente no llegó ninguna petición de ese tipo", recalcó el funcionario desde Moscú. Mientras tanto, el gobierno provisional de Kiev confirmó la realización de elecciones presidenciales el 25 de mayo, a pesar de que el este del país es una zona de conflicto a punto de estallar. ¿Qué ocurrirá en esa zona del mundo tan sensible? ¿Habrá una inminente anexión a Rusia o el presidente Vladimir Putin preferirá esperar acuerdos gasíferos con Europa y demorarse hasta que las aguas se aquieten para actuar en consecuencia? Preguntas por ahora sin una respuesta razonable.
Mientras tanto, y si bien nadie garantiza que una mirada a la historia permita prever lo que ocurrirá, al menos como ejercicio lúdico no está mal ver cómo actuaron algunas de las potencias involucradas en este entuerto en un pasado no tan remoto. Y en sus propias fronteras.
Por lo pronto, el nacimiento de Rusia está tan íntimamente vinculado con el de Ucrania que no está mal decir, a la manera de José Mujica en relación a Argentina y Uruguay, que son hijos de la misma placenta. En efecto, el que con los siglos sería uno de los territorios imperiales más extenso bajo la dinastía de los Romanov, nació en el llamado Rus de Kiev, alrededor del año 880 de nuestra era. De hecho, algunos historiadores traducen la palabra eslava "krajina", de la que derivaría Ucrania, como "región de la frontera".
La expansión rusa crece de manera asombrosa desde Iván el Terrible, a mediados de 1500, y se consolida luego del 1700 con el zar Pedro el Grande, llamado así porque realmente medía poco más de dos metros, según las crónicas. Entre esos años y en el próximo siglo los zares llegarían a administrar un territorio de más de 21 millones de kilómetros cuadrados -casi como toda Latinoamérica- que iba desde Polonia, en Europa, hasta Alaska, en América del Norte. Ya era una potencia que amenazaba las ansias imperiales de Francia y Gran Bretaña en el corazón de Europa.
La guerra de Crimea, en 1854, significó un límite inesperado para el imperio zarista, sin embargo la batalla de Sebastopol representaría un hito para la nacionalidad rusa por el valor con que tropas menos pertrechadas resistieron a los ejércitos mejor preparados de los imperios occidentales.
Las consecuencias de la contienda perdida se hicieron sentir económicamente en Moscú y esa sería una de las razones para que en 1867 el zar Alejandro II decidiera aceptar la oferta del secretario de Estado norteamericano, William Seward, de comprar Alaska por 7,2 millones de dólares de entonces.
Estados Unidos acababa de terminar la guerra civil dos años antes, y continuaba con una política expansionista que en algunos casos se desarrolló a través de la compra de territorios, como había ocurrido en 1803 con la región central del país, conocida como la Luisiana, al gobierno del propio Napoleón Bonaparte, en 15 millones de dólares. Como se escribió en otra columna, el sobrino nieto del Corso, Napoleón III, había ordenado la invasión de México en 1862 con las tropas remanentes de Crimea, en un intento por interceder y, quién sabe, tomar ventaja en medio del conflicto que devastaba a Estados Unidos desde 1860.
Con sólo haber visto un par de películas, cualquier latinoamericano sabe que la guerra civil estalló en torno del deseo de los estados sureños por mantener la esclavitud como modo de producción económica. El gran Arturo Jauretche la llamó "la guerra de las camisetas", porque decía con bastante buen tino que se luchó para determinar si el algodón cosechado en el sur iba a alimentar la industria textil del norte o terminaría en los talleres de Gran Bretaña. Lo que suele olvidarse de un modo igualmente puntilloso, es que el esclavismo había sido un problema en toda esa amplia región desde cerca de medio siglo antes.
Bajo el dominio español, Texas y Coahuila formaban un mismo territorio dependiente de México. Mayormente despoblado, hacia allí fueron a parar las tribus indígenas de comanches, kiowas y apaches, cuando los estadounidenses comenzaron a perseguirlos para colonizar Luisiana.
Hubo entonces un fenomenal crecimiento de la flamante república federal asentado en un detalle que desde estas pampas anotó Domingo Faustino Sarmiento y llegó a publicar en las polémicas con Juan Bautista Alberdi en torno de la Constitución de 1853.
Señala el sanjuanino que el estado central dictó leyes para la entrega gratuita de tierras a inmigrantes en las regiones incorporadas, con la salvedad de que no podían ser demasiado extensas. El promedio rondaba menos de una milla cuadrada, algo así como 260 hectáreas. Dice Sarmiento –en un texto que la oligarquía terrateniente no suele resaltar como aquel en que pedía no ahorrar sangre de indios– que la cifra "puede chocar con nuestras ideas de ocupación de tierras y división de las leguas por esa mezquindad y pequeñez de las propiedades de los Estados Unidos, pero con aquella pequeñez sabiamente calculada se aviene las riquezas pasmosa de aquel país, su rápido engrandecimiento y el acrecentamiento instantáneo de la población". Interesante reflexión que además fue escrita antes de la mal llamada "conquista del desierto".
Esta percepción sarmientina también había seducido a las autoridades españolas en la primera década del siglo XIX y a los gobiernos criollos posteriores, que para 1820 aceptaron el petitorio de un inversor estadounidense, Moses Austin, para poblar y explotar amplias extensiones en Texas en términos que se prometían tan exitosos como los del otro lado de la frontera. Su hijo Stephen sería el encargado de negociar la concesión con el gobierno mexicano del efímero emperador mexicano Agustín de Iturbe. Los colonos debían convertirse al catolicismo, hablar castellano, ser hombres probos moralmente, obtener nacionalidad mexicana y "traducir" sus nombres a su versión hispana. Cada uno recibió 1600 hectáreas y se puso manos a la obra.
Hubo un par de pequeños problemas: nunca se asimilaron realmente al mundo hispánico y para colmo, la Constitución mexicana de 1824 prohibió la esclavitud y daba libertad de vientres. Luego de ingentes esfuerzos, negociadores aceptaron cambiar el modo de contratación: en lugar de esclavitud, un contrato por 99 años. Que es lo mismo.
Como consecuencia de nuevos cambios en la situación mexicana, los colonos angloparlantes se declararon independientes en 1836, tras una breve guerra. Al mando de Antonio López de Santa Anna, las tropas mexicanas debieron enfrentar las milicias de los colonos, reforzadas con mercenarios que por paga recibían ricas y amplias parcelas. Pidieron la pronta anexión a Estados Unidos, pero en Washington interpretaron que esa medida crearía problemas con las potencias de entonces y no vieron prudente embarcarse en una nueva contienda.
No habían pasado diez años cuando fue elegido presidente James Knox Polk, un ferviente partidario de la expansión territorial hacia el Pacífico, quien asumió en 1845 con el mandato de repartirse el Oregón con Gran Bretaña y de sumar a Texas. En 1846, el Congreso aceptó el pedido de los texanos, lo que desató la guerra con México, que todavía esperaba la forma de recuperar un territorio que le pertenecía. Dos años más tarde, Estados Unidos se quedaba además con la Alta California, Arizona, Nevada, Utah, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. El sueño imperial se hacía realidad, aunque como parte del arreglo con Texas, el tema de la esclavitud fue barrido debajo de la alfombra.
Si de algo conocen los gobernantes rusos es de historia de su país. Saben, por lo tanto, del valor de la paciencia. Lo mismo ocurre con la dirigencia estadounidense. Desde la caída de la Unión Soviética, Moscú fue cediendo poder real y, como se sabe, en política no hay espacios vacíos. La OTAN, la Unión Europea y sobre todo Estados Unidos fueron ocupando rápidamente esos rincones.
Hace algunos meses Putin decidió que es tiempo de mostrar los dientes. El conflicto en Ucrania es, por supuesto, una jugada mucho más grande que involucra a los mismos que vienen disputando el poder mundial en los últimos dos siglos. Por un lado está Rusia, que reclama su lugar en las grandes ligas, al igual que China y la India, socios mayores del grupo BRICS junto con Brasil y Sudáfrica. Por el otro la alianza occidental, que el 6 de junio conmemora el 70 aniversario del desembarco en Normandía. Pero que antes tiene otro Día D en las europarlamentarias, cruciales para el futuro de la unidad continental.


Tiempo Argentino
Mayo 16 de 2014
(La ilustración es gentileza del gran Sócrates)

lunes

Una sorpresa en Costa Rica

Costa Rica es un país plagado de peculiaridades que, fiel a esa tradición, inicia este 8 de mayo una nueva etapa en su vida institucional. A partir de ese día, un presidente –hasta fines del año pasado desconocido para la mayoría de la población, y que como irónicamente dicen «le ganó a un fantasma»– gobernará por fuera del bipartidismo que rigió los destinos de esa nación en los últimos 60 años. Y enfrentará el desafío de fijarle, si cabe, un nuevo objetivo a una población que se mostraba orgullosa de ser la democracia más sólida al sur del Río Bravo, sin fuerzas armadas, y hasta se permitía el lujo de ser mediadora en conflictos regionales por el prestigio de sus dirigentes.
Pero, como todo en la vida, el desgaste y la falta de horizontes renovados llevaron a que el gobierno de Laura Chinchilla, el segundo en continuado del Partido Liberación Nacional (PLN), terminara con tal descrédito que arrastró a todo el sistema político, y ni siquiera su natural oposición, el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), logró la alternancia. Es así que el favorito para los comicios que se desarrollaron el 2 febrero pasado fue el izquierdista José María Villalta, por sobre el oficialista Johnny Araya Monge, alcalde de San José desde 1998.
Pero la primera vuelta fue toda una sorpresa, porque alguien que para los encuestadores aparecía en cuarto lugar en los sondeos y representaba el «relleno» que todo proceso electoral suele presentar terminó en primer lugar, con casi 31% de los votos. Luis Guillermo Solís Rivera, un historiador y especialista en ciencias políticas, se instaló así como la gran revelación, al superar por más de un punto al Lord Mayor de la capital costarricense y al aplastar al candidato izquierdista, la promesa de los sectores más progresistas del país. Lo que vino después no dejó de sorprender tampoco. Sacudidos por el inesperado resultado, los sectores más conservadores y el establishment de la pequeña nación centroamericana buscaron de inmediato reposicionarse para no quedar mal parados ante lo que se venía. Y lo que se venía, según los nuevos análisis –también las encuestadoras tuvieron que afilar el lápiz tras tildar al representante del PAC de ser el «candidato del margen de error»– era un triunfo importante de Solís.
Fue tal el espasmo, y tan acelerado, que de inmediato Araya salió a anunciar que se bajaba del balotaje; algo imposible en los términos de la Constitución de Costa Rica, que obliga a dar batalla a los dos más votados hasta el final. Sucede que los grupos económicos más concentrados decidieron retirar el apoyo no sólo verbal sino monetario al oficialista, que solapadamente denunció la «traición» al declarar que se había quedado sin fondos para proseguir la campaña. Cuando la Corte ratificó que le gustara o no habría segunda vuelta, «aclaró» que en realidad se bajaba de la campaña pero no de la pelea. Fue entonces que desde la derecha se dijo que el representante del Partido Acción Ciudadana (PAC) competía con un fantasma. Como fuera, el 6 de abril Solís fue votado por casi 1,3 millón de ciudadanos, un par de puntos menos que el 80% del total del electorado, aunque con una abstención del 43%. Fue el candidato más votado en la historia de la Segunda República y el primero en superar el millón de sufragios en un país que hoy tiene 4,8 millones de habitantes. La sorpresa se trasladó a los medios de comunicación internacionales, que se preparaban para un triunfo de la izquierda por pocos puntos, pero no tenían en la mira al académico. Y recién allí salió a la luz quién es Solís Rivera, ex jefe de Gabinete de la cancillería durante el primer mandato de Oscar Arias Sánchez, del PLN, entre 1986 y 1990. Desde ese lugar participó del proceso de pacificación en Centroamérica, atravesada por la guerra civil en Guatemala y los ataques contra la revolución sandinista en Nicaragua. Luego, desencantado por el perfil de las sucesivas dirigencias y los oscuros procedimientos para la elección de candidatos en el partido que en 2010 puso en el poder a Chinchilla, se alejó en 2005 mediante una carta que hoy resulta reveladora. «Creemos en la empresa privada como instrumento legítimo y necesario para la generación de riqueza, pero en la obligación de que ésta contribuya solidariamente con el desarrollo nacional. Creemos en un Estado eficaz y eficiente, pero también en un Estado fuerte, regulador y capaz de neutralizar los efectos perversos del libre mercado». Luego se integraría al PAC, fundado poco antes.
Solís Rivera, que asumirá el cargo a poco de cumplir los 56 años, es hijo de Vivienne Rivera Allen, que integró el núcleo fundador de la Facultad de Educación de la Universidad de Costa Rica (UCR). Su padre, Freddy Solís, heredó una zapatería familiar y gracias a la política estatal durante los años 50 pudo erigir una pequeña industria del calzado en San Pedro de Montes de Oca. Allí, en el simbólico barrio Roosevelt, creció el nuevo presidente costarricense. El flamante mandatario se recibió de historiador en la UCR, luego hizo una maestría en Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Tulane, Estados Unidos. Allí trabó relación con sectores de la intelectualidad «latinoamericanista» y, ya como docente, dictó cursos en la UCR y en las universidades norteamericanas de Michigan y de Florida, y también en FLACSO. Su extenso currículum agrega tareas en el consejo editorial de las revistas Foreign affairs y Global governance.

Los desafíos
Tras haber estado en contra de la firma de los Tratados de Libre Comercio con Washington en 2006, ahora dice que es hora de volver a analizar ventajas y desventajas. Hizo campaña prometiendo hacer el esfuerzo de bajar el costo de la electricidad en un país que tiene empresa estatal y que genera la energía por medios hidroeléctricos casi en su totalidad.
Entre los desafíos que le esperan está también el de resolver una cuestión limítrofe con Nicaragua que se ventila en La Haya y la firma de un concordato con el Vaticano. Es que la Constitución, tan progresista en muchos aspectos, establece como religión del Estado al catolicismo y la firma de un acuerdo con la Santa Sede permitiría ir hacia un Estado laico, como también prometió.
Pero quizás su mayor problema vendrá por el lado de resolver los problemas económicos. El país creció menos de lo previsto y la pobreza se plantó en un 20%, sin avances durante la gestión Chinchilla; una presidencia acusada además de no haber combatido la corrupción, o incluso de haberla tolerado.
Por si fuera poco, la empresa Intel, fabricante de microchips instalada en Belén de Heredia desde 1996, con un plantel de 3.000 trabajadores y que representa el 20% de las exportaciones costarricenses, anunció que cerrará su planta para trasladarla a Vietnam.

Revista Acción
Mayo 2 de 2014

viernes

La frontera de América Latina cruza el Río Bravo

Cuando el presidente Barack Obama habló este lunes ante representantes de la comunidad hispana, no hizo más que cumplir con un objetivo estratégico de largo plazo para el país que dirige. Un objetivo que desde los rincones más retrógrados del Tea Party se niegan a aceptarle y que en esta parte del mundo no alcanza demasiada relevancia, a pesar de los lazos en común con aquel confín americano.
Obama festejó el Cinco de Mayo, una fecha clave para la historia de México, y pidió que el Congreso le apruebe la demorada ley de inmigración, que legalizaría la situación de más de once millones de indocumentados que ingresaron "por izquierda" a un territorio que cada vez más les resulta más propio. También el mandatario mexicano Enrique Peña Nieto celebró del otro lado de la frontera, pero acosado por los opositores a las reformas de la ley energética, encarnados en la demanda de debate del ganador del Oscar Alfonso Cuarón, que prefiere no ver el petróleo mexicano en manos privadas.
El 5 de mayo de 1862 se produjo la Batalla de Puebla, entre los ejércitos de México y tropas francesas. Milicias precarias y mal armadas, las unas, y soldados fogueados en mil contiendas y con los mayores adelantos bélicos, los otros. No hace falta aclarar quién es quién. Esta batalla significó un triunfo para el orgullo de los mexicanos, que venían golpeados tras la derrota en la Guerra de Texas, que implicó la renuncia a todo el norte del país, una superficie de más del 50% del total, alrededor de 1,2 millones de kilómetros cuadrados "cedidos" por el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848. Es el territorio que ocupan los actuales estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, y partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma.
Había dos razones de peso para la intervención francesa: una, que el gobierno de Benito Juárez anunció la suspensión de pagos de la deuda externa, en 1861. Francia, Gran Bretaña y España decidieron entonces un castigo militar contra el deudor, que finalmente sólo encaró Napoleón III. La otra cuestión de peso fue que los estados esclavistas del sur se habían embarcado en una guerra de secesión contra el gobierno federal de Abraham Lincoln. El sobrino nieto del Gran Corso venía de probar suerte en la Guerra de Crimea y quería  intentar una jugada geopolítica ante una posible partición del que ya se perfilaba como el imperio del próximo siglo.
Pero un general que había nacido en los territorios perdidos de Texas, Ignacio Zaragoza, les propinó una sorpresiva derrota. En la arenga a sus tropas había dicho: "Nuestros enemigos son los primeros soldados del mundo, pero ustedes son los primeros hijos de México y nos quieren arrebatar nuestra patria." Y era cierto. Al igual que la Batalla de la Vuelta de Obligado en el Río de la Plata tiempo antes, no fue el fin de la guerra, pero demostró que no se la iban a llevar tan fácil. Para no abundar demasiado, en unos años los franceses, un poco por la resistencia y otro porque los federales ganaron la guerra civil en el norte, se terminaron retirando.
En el lejano sur, buques anglofranceses pudieron cruzar ese pliegue del Paraná al norte de San Pedro, en 1845. Para esa época ya Texas había pasado de mano, tras una declaración de independencia un tanto forzada porque la hicieron colonos angloparlantes que nunca habían pensado en ser ciudadanos de México. Esa primera intervención francesa en el país norteamericano fue llamada la Guerra de los Pasteles –por unos delicatessen no pagados a reposteros galos– y ocurrió en simultáneo con la escalada contra el gobierno de Juan Manuel de Rosas. También en el norte, fueron batallas por conseguir privilegios comerciales en detrimento de las economías de jóvenes naciones latinoamericanas.
Andando el tiempo, dentro del territorio de los actuales Estados Unidos quedaron millones de pobladores de habla y cultura hispanoamericana, además de una prolífica toponimia que bastante trabajo les cuesta pronunciar a los angloparlantes. En alguna época se los conocía como chicanos. La frontera del Río Bravo fue luego la puerta de ingreso para millones de empobrecidos latinoamericanos venidos principalmente de Centroamérica. Distinta es la inmigración cubana –fundamentalmente exiliados de la Revolución y furiosos anticastristas– o puertorriqueña –una isla colonizada por EE UU– de la de los países del Mercosur. Los emigrantes argentinos, brasileños o uruguayos son en su mayoría individuos de clases medias o medias altas. Los venezolanos comparten este perfil, además de un irremediable antichavismo. Se entiende que cruzar desde México resulta más accesible en términos económicos y fácticos para gentes de pueblo desesperadas.
El Cinco de Mayo es, por lo tanto, una celebración de la "mexicanidad", y suele ser más recordado en Estados Unidos que en su propio país. No es casual que Obama haya querido estar presente con los latinos que celebraban. Tampoco es casual que el 31 de marzo pasado haya querido decir presente para conmemorar el Día de Chávez. No por el fallecido presidente venezolano, por cierto, sino por César Estrada Chávez, un "chicano" nacido en San Luis, Arizona, en 1927, que protagonizó memorables luchas por los derechos civiles para los campesinos y que junto con otra militante social, Dolores Huerta, originaria de Nuevo México, fundó la Asociación Nacional de Trabajadores del Campo (NFWA, por sus siglas en inglés) luego devenida en Unión de Trabajadores Campesinos (UFW), organización afiliada a la AFL-CIO, la principal central sindical estadounidense, tradicionalmente vinculada al Partido Demócrata. Se recuerda aún la huelga de los recolectores de uva de 1965 en demanda de mejores salarios, que derivó en un generalizado boicot de uvas. El actor Diego Luna dirigió un film aún no estrenado en Argentina sobre la vida de este Chávez –quien murió en 1993– con las actuaciones de John Malkovich, Wes Bentley y Rosario Dawson.
"Cuando nos organizamos contra la desigualdad y luchamos para elevar el salario mínimo (...) tomamos nuestra fuerza de su visión y ejemplo", dijo Obama al recordar a Chávez. ¿A qué viene tanta adulación al pueblo mexicano? Sin dudas,  la asociación comercial que tienen ambos países en el NAFTA es un dato a tener en cuenta, lo mismo que la extensa frontera común. Por más de que, a pesar de esa declarada amistad, se haya construido un paredón de más de 1100 kilómetros que se comenzó a levantar hace 20 años para evitar la "silenciosa invasión hispana".
Hay motivos económicos para mantener el statu quo: un inmigrante indocumentado está obligado a venderse por pocas monedas ante el riesgo de ser expulsado. Hay razones electorales para legalizarlos: esos once millones y medio de personas inclinarían la balanza en cualquier comicio. Pero hay sobre todo razones estratégicas para acercarse a la comunidad hispanohablante. Según la Oficina de Censos de Estados Unidos, en la actualidad hay más de 50 millones de latinos residentes en ese país entre los que tienen papeles en regla y los que no, el 14,3% del total. Para 2042 se estima que tres de cada diez estadounidenses serán de origen hispanoamericano –alrededor de 130 millones–, mientras que para 2050 se calcula que el 39% de los niños tendrán como lengua madre el castellano. Para entonces, los WASP (las siglas en inglés para Norteamericano Blanco Sajón y Caucásico) no superarán el 43 por ciento.
El actual congreso estadounidense es el que tiene más hispanos, con 31 miembros. Pero entre ellos están los legisladores más relevantes en términos políticos de cara al futuro de la dirigencia del país. Entre ellos figura el demócrata por Nueva Jersey Robert Menéndez y los republicanos Marco Rubio, por Florida, y Ted Cruz, por Texas. Rubio y Cruz, sobre todo, destacan por su conservadurismo antediluviano. No más ver sus posiciones en relación con la ley de salud de Obama o la defensa de los fondos buitre que litigan contra Argentina. A la derecha de ellos ni siquiera quedó una pared.
Los centros de difusión ideológica más tradicionales de Estados Unidos, verdaderos "tanques de ideas" a nivel continental, alimentan este "latinoamericanismo con capital en Miami" y muy afín a las oligarquías locales. Se entiende que los Rubio y los Cruz promuevan la fe del converso a niveles fanáticos. Pero la mayoría de la población hispana debería ser una cantera donde los sectores más progresistas de la región deberían sembrar otra visión del mundo. Es decir, considerar que América Latina no termina en el Río Bravo sino bastante más al norte.
Por los que no perdieron sus raíces a pesar de la "cesión" territorial y también por esa enorme masa que no dejó familia ni historia personal de este lado del muro por voluntad propia, sino por leyes de mercado que ellos no habían podido evitar.

Tiempo Argentino
Mayo 9 de 2014

Amenaza de sanciones y tensión geopolítica

http://tiempo.infonews.com/advf/imagenes/2014/05/5362fa9af3381_275x198.jpgDesde 1931 Japón mantenía bajo su control la región de Manchuria, en el noreste de China, donde dejaron al último emperador, Pu Yi, en la única ocasión que tuvo el póstumo descendiente de la dinastía Qing de aparecer gobernando, aunque fuera como títere. Para 1940, a la belicosa dirigencia nipona se le hacía imprescindible ocupar el sudeste asiático, cosa de garantizar la provisión de suministros y petróleo.
Estados Unidos ya se había expandido hacia el Pacífico y en simultáneo con la guerra contra España que terminó con la ocupación de Cuba y Puerto Rico, en 1898 se anexionó al archipiélago de Hawaii. No podía demorarse mucho el estallido de un conflicto entre ambas potencias. Algo de eso percibió el Imperio del Sol Naciente cuando en 1941 el gobierno de Franklin Roosevelt ordenó trasladar la Flota del Pacífico de San Diego a Pearl Harbour.
Los bárbaros crímenes cometidos por tropas japonesas en Nankin –cuarto de millón de personas asesinadas entre diciembre de 1937 y febrero del '38– no habían despertado mayores prevenciones de Washington, que seguía vendiendo petróleo a Tokio. Recién en julio del '41, unos días después de que la Alemania nazi iniciara la invasión a la Unión Soviética, la Casa Blanca embargó las ventas de combustible a Japón. En diciembre de ese año, el fulminante ataque a Pearl Harbour fue la excusa perfecta para que Estados Unidos le declarara la guerra al Eje, lo que terminó de inclinar la balanza a favor de las Naciones Unidas –como se autodenominaron los Aliados– en la Segunda Guerra.
En unos días se van a cumplir 20 años de la jura de Nelson Mandela a la presidencia de Sudáfrica. Un triunfo aplastante en las primeras elecciones libres en la historia del país pusieron en el gobierno al líder de la población negra, que había pasado 27 años preso durante el régimen del apartheid. Había sido condenado a cadena perpetua por traición en junio de 1964 en un juicio que se proponía demostrar la fortaleza de la minoría blancoeuropea ante la mayoría de la población negra. La ONU, que ya no sólo representaba a las cinco potencias involucradas en la contienda, condenó la sentencia contra Mandela y la dirigencia de la Congreso Nacional Africano (CNA) y pidió sanciones contra el régimen. Pero en plena Guerra Fría el castigo resultó difícil de implementar. Los afrikaners, como se denomina a los criollos sudafricanos, podían ser racistas y antidemocráticos, podían incluso pretender desarrollar un proyecto atómico, pero eran anticomunistas convencidos. Y además, en ese año crucial, los negros de Estados Unidos también tenían que enfrentar la brutal discriminación dentro de su  propio territorio.
Para colmo, el reciente golpe en Brasil abrió las puertas a una alianza furiosamente anticomunista que incluiría en los '70 a las dictaduras argentina y chilena con Pretoria. Del apoyo de estas naciones y de Israel y Estados Unidos se nutrió el régimen supremacista para zafar de penalidades en la Asamblea de la ONU. Porque además, en 1974, la Revolución de los Claveles había liberado a las colonias portuguesas de Angola y Mozambique, y las tropas sudafricanas fueron imprescindibles para sostener la contrarrevolución en el sur del continente. Los países árabes quisieron ser consecuentes y le decretaron un embargo petrolero, pero Pretoria recibió el combustible de Irán, que todavía estaba en manos del Sha Reza Pahlevi, otra pieza de colección en el rosario de los delitos de lesa humanidad y al mismo tiempo un sólido bastión de los intereses occidentales.
La revolución islámica en Irán trastocó el escenario en el centro de Asia a principios de 1979. En diciembre de ese mismo año el Kremlin decidió la invasión a Afganistán, que se convertiría en el Vietnam de los soviéticos. Esa vez, Estados Unidos, ya bajo la administración de Jimmy Carter, se acordó de sancionar al ocupante y la medida más estridente sin dudas fue el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980. No todos los aliados naturales de Washington estuvieron de acuerdo en ausentarse de lo que serían las primeras olimpíadas en un país comunista. Algunos jugaron a dos bandas: aceptaron plegarse a la medida punitiva pero dejaron en libertad de acción a sus deportistas. El caso de Argentina fue curioso. En esa época, el principal mercado para las exportaciones locales era el soviético, tras los acuerdos firmados durante el gobierno democrático de Perón. Pero la dictadura debía declarar un anticomunismo irreductible, de modo que siguió vendiendo trigo, aunque los atletas se quedaron en casa. En total 58 países adhirieron al boicot.
No llegó a haber sanciones contra el hitlerismo en 1936, cuando se disputaron los Juegos de Berlín. Y razones había, porque los nazis ya habían dictado las leyes antisemitas, un preanuncio de la barbarie que desataría luego. Las olimpíadas habían pretendido ser una carta de presentación de las virtudes alemanas y en tal sentido descolló el trabajo creativo de la propagandista oficial, la cineasta Leni Riefensthal. Pero la historia le daría una estocada a Hitler y el estadounidense Jesse Owens se convertiría en el símbolo de ese certamen. El atleta negro se llevó cuatro medallas y les hizo morder el polvo a los representantes del hombre ario.
Tampoco hubo sanciones contra los militares argentinos en el Mundial de 1978, que había sido programado cuando el país se encaminaba hacia la democracia luego de las dictaduras sesentistas. Por eso los verdugos apuraron el exterminio, algo que también exigió el secretario de Estado Henry Kissinger, aunque por otras razones. Es que cada día le resultaba más difícil a la Casa Blanca hacer la vista gorda ante las atrocidades de la dictadura.
Ante la escalada en Ucrania, una de las ex repúblicas soviéticas, la Unión Europea y Estados Unidos aplicaron sanciones al gobierno de Vladimir Putin. Son medidas punitivas más que nada centradas en personas ligadas al gobierno pero de dudosa efectividad. Las sanciones en general tienen esa característica: son más que nada medidas simbólicas. Que tanto muestran actitudes principistas como son el avance para justificar intervenciones posteriores.
Europa y Washington avanzaron así sobre el gobierno de Muhamar Khadafi en Libia y el de Bachar al Assad en Siria, con suerte dispar. El "canciller" norteamericano John Kerry también amenaza con sanciones a Sudán del Sur ante lo que, dijo, pueda convertirse en una nueva matanza en tierras africanas, a 20 años del genocidio en Ruanda (que nadie evitó, por cierto). El bloqueo a Cuba, que nació en 1960, supone consecuencias incalculables en términos sociales y económicos a los cubanos y les complica la vida a los estadounidenses que quieren viajar o comerciar con la isla. Pero no logró cambiar el sistema.
Si algo muestra este pequeño recordatorio es que a pesar del cambio de siglo y de que algunos de los conflictos del siglo XX se extinguieron, lo que subyace es una disputa entre los de siempre por el dominio de una región clave en términos geopolíticos y también de un insumo vital para la marcha de la economía de cualquier nación, el combustible.
Ya no existe la Unión Soviética, las tropas rusas se fueron de Afganistán y ahora quedan algunos uniformados norteamericanos luego de que una vuelta de campana histórica que el Pentágono aprovechó tras los atentados a las Torres Gemelas. Irán, que recibió ingentes sanciones en estos años, está intentando negociar una salida elegante a su proyecto nuclear.
El presidente Barack Obama, por un lado, acaba de hacer una gira por Asia en la que prometió apoyos y ventajas comerciales, continuando con una estrategia que comenzó hace más de un siglo. Vladimir Putin, por el otro, planta bandera montado en los temores a una nueva invasión desde el oeste, siguiendo una herencia genética que viene de más lejos aún. A su vez, la canciller germana Angela Merkel intenta quedar bien con Dios y con el Diablo. No sea cosa de verse envuelta en otra guerra en ese peligroso sector de la Europa central donde tanta sangre corrió por siglos.
Al mismo tiempo se abroquelan, en distinto grado, los países emergentes que están llamados a ser el polo de atracción principal del siglo XXI: Brasil, Rusia, China y Sudáfrica, los BRICS. Si Estados Unidos no logra interponerse en su camino, como pretende. Por eso preocupa la amenaza de Kerry de aplicar sanciones al gobierno de Nicolás Maduro si no avanza el diálogo de paz con la oposición en Venezuela.

Tiempo Argentino
Mayo 2 de 2014 
(Gracias a Sócrates por la ilustración)