Murió en su ley. Con las botas puestas. Porque no había nacido para ser viejo. No se cuidaba, era como un chico grande. Creía que iba a ser eterno. Tenía la enfermedad del poder. No todas estas frases fueron dichas por admiradores del ex presidente con la garganta estrujada de dolor. No todas fueron dichas por enemigos que vivaron a la muerte, pero todas, de algún modo, reflejan las primeras horas de estupor por la noticia de que Néstor Kirchner había dejado de existir a las 9,15 del 27 de octubre de 2010.
Todas, de algún modo, proyectaron el perfil de quien acababa de irse de este mundo, pero –como el modelo de país que comenzó a delinear desde que asumió el poder–, este es un trazo aún provisorio. A partir de ahora, cuando su vida física concluyó definitivamente, comenzará a construirse el rasgo definitivo de quien protagonizó los últimos siete años de la lucha política argentina.
Poco agregará a ese dibujo precario que Néstor Carlos Kirchner Ostoic nació el mismo día que José de San Martín, 25 de febrero, pero de 1950, centenario de la muerte del Libertador. En la inhóspita Río Gallegos, de padre de origen suizo alemán y madre chilena de familia croata. Que, ya militante político, coincidió con otra integrante de la Juventud Peronista, Cristina Fernández, en la facultad de Derecho de la Universidad de La Plata.
Él tenía 25 años, ella 23, y muy pocos meses después de casaron con la marcha peronista de fondo, para instalarse –tiempos difíciles– en Santa Cruz, ya abogados. Desde entonces consolidaron, a lo largo de 35 años, una sólida pareja con la que construyeron una familia y un espacio político de una firmeza que no cuenta con tantos antecedentes en el mundo.
Esa fortaleza permitió que con muy poco, casi nada, Néstor ganara la intendencia de la capital santacruceña en 1987. Fue desde esa debilidad que edificó su plataforma para ganar la gobernación cuatro años más tarde. Paralelamente, Cristina era elegida diputada provincial, con lo que iniciaría un camino que la llevaría luego al Senado de la Nación.
Kirchner fue dos veces gobernador y también con muy poco, casi nada, llegó a la presidencia para suceder a Eduardo Duhalde, cuando todavía faltaban algunos meses para completar el período de Fernando de la Rúa.
Dicen los encuestadores que esa vez, segundo de Carlos Menem por centésimas, pero ganador por huida del riojano, quedó relegado en votos no tanto porque no lo quisieran como porque no lo conocían. Cristina se había ganado un espacio en los medios como hábil polemista y ácida antimenemista. Kirchner aparecía como «el Chirolita de Duhalde» y, con más mordacidad, bajo las polleras de su esposa.
La gestión desde la Casa Rosada fue mostrando un rostro diferente a medida que iba desplegando su proyecto político. No importa en estas líneas tanto lo que hizo sino el cómo lo hizo, porque los hechos trascendentes de su presidencia siempre estuvieron marcados por ese toque de fervor, de riesgo, de audacia que lo caracterizó hasta el final. Desde esa primera imagen de su frente ensangrentada por una cámara de fotos inoportuna cuando se arrojaba sobre la multitud, el mismo 25 de mayo de 2003.
Al principio, los medios y la clase a la que representan, acompañaron esas muestras de empuje y vitalidad. Y apoyaron –bien que a regañadientes– el cambio en la Corte Suprema, las primeras medidas para estabilizar la economía, la negociación por la deuda externa, el acercamiento a los países latinoamericanos.
Pero luego, discretamente, el vigor empezó a ser interpretado como crispación, la insistencia como empecinamiento, los éxitos económicos como un viento de cola favorable, y de hombre dominado por los compromisos políticos viró en autoritario hegemónico.
Kirchner fue mostrando entonces que había nacido para la guerra. «Si querés cambiar algo, tenés que enfrentarte a los poderosos. No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos», parafraseaba al creador de su partido.
Desde ese momento, su sistema de alianzas se fue modificando. Y los enemigos fueron dibujando al otro Kirchner: en su intento de limar sus logros, fueron fortaleciendo su camino hacia certezas desempolvadas de aquellos setentas casi olvidados.
Muchos, entonces, se alejaron, temerosos de una vuelta a un pasado al que temían; pero otros se fueron acercando, esperanzados en que algo se podía construir desde aquellas derrotas, incluso sin ser peronistas y sin haber creído demasiado en él.
El momento del quiebre fue, claro, la crisis de 2008 por la resolución 125, cuando ya había dejado el cargo en manos de Cristina. Y el cierre irreversible con el primer Kirchner fue un año más tarde, cuando por muy poco perdió en las legislativas.
Desde ese momento, a Néstor se lo encontró en la urdimbre política del día a día para remontar la cuesta, pero sin renunciar a lo conquistado. Pudiendo pactar con los medios y el establishment para permanecer, se la jugó por enfrentarlos, por seguir poniendo sangre y vena a su apuesta por un futuro diferente.
No habían pasado dos horas de la noticia de su muerte cuando esos medios a los que había combatido comenzaron a enviar sus mensajes solapados de venganza. Y en Wall Street, donde ni siquiera intentan la elegancia, fueron contundentes: las acciones y los bonos argentinos subieron su valor porque ahora perciben tiempos de cambio y «la oposición es más amistosa con los mercados», según declaró un analista al Financial Times.
A esa misma hora, otros descubrieron con pavor que era una enorme pérdida. Que no era simplemente la muerte de un ex presidente. Que no lo votaron ni lo hubiesen votado, pero que queda un hueco y un interrogante intranquilizador.
Quién sabe quién fue el Néstor Kirchner de carne y hueso, ese que desoyó los consejos de cuidarse cuando su cuerpo abundaba en señales de que no podía más. Aunque ahora, con esos retazos de su paso por este mundo, y cuando en la Plaza de Mayo todavía resuenan las voces de una muchedumbre dolorida pero firme, comienza la construcción de ese otro perfil.
El que talla el cincel de la historia.
Revista Acción
1 Noviembre 2010
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