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El incendio y las vísperas

Entre los meses de enero y febrero de 1943, en las arenas de Sidi Bouzis, en el centro de Túnez, se desarrolló una de las batallas fundamentales para el control de África del Norte, entre los tanques de la 10ª y la 21ª División Panzer, que comandaba el legendario Erwin Rommel, y efectivos de la Primera División Blindada y del Regimiento 168° de Infantería de los Estados Unidos. Allí mismo, en ese distrito que hoy no tiene más de 40 mil habitantes, comenzaría el 17 de diciembre pasado un levantamiento de imprevisibles consecuencias para el futuro de Medio Oriente y, quién sabe, del resto del mundo.
Esta vez, el protagonista inicial fue un humilde vendedor callejero de 26 años que encendió la llama para que la región se incendiara como no lo había hecho en décadas, envolviendo a gobiernos que hasta ahora garantizaron una estabilidad acorde con los intereses de los Estados Unidos y Europa.
Mohamed Buaziz había nacido en 1984, en un hogar extremadamente pobre que pronto vio agravada su situación cuando murió el padre, sostén de la atribulada familia. El chico tenía tres años y la mala nueva coincidió con el ascenso de Zine El Abidine Ben Ali al poder, tras derrocar a Habib Bourguiba. Mohamed nunca conoció otro gobernante y según dicen sus hermanos, ni falta que le hacía, porque no tenía militancia política y ni siquiera era un fervoroso creyente.
Su única aspiración era, según parece, llevar un bocado para sus hermanos y su madre. Quiso estudiar, claro, pero en su situación esa era una elección insostenible. Así que luego de pasar por varios empleos de poca monta, descubrió que la opción más conveniente sería cargar cotidianamente su carrito hasta el mercado, llenarlo de frutos del país, y llevarlos hasta el pueblo donde, al cabo de un día de suerte, podía sumar alrededor de diez dinares, poco más de cinco dólares.
Poco, pero suficiente como para soñar con que alguno de sus hermanos pudiera llegar a la universidad. Eso si es que la policía no se ponía pesada y exigía más de la cuenta por hacer la vista gorda ante un vendedor ilegal. Porque en todo el mundo estas cosas se arreglan con alguna moneda. Y eso hacía Mohamed. “No tenía permiso, y gestionarlo es muy caro. No podía hacer otra cosa”, relataron a cronistas de los medios británicos los compañeros de desventuras del verdulero ambulante. Ellos conocen del asunto porque también, cotidianamente, hacen el mismo recorrido y pagan los mismos “peajes”.
El 17 de diciembre, como cada mañana, Mohamed estacionó su carrito repleto y, según cuentan testigos del acontecimiento, estaba dispuesto a dar su contribución diaria para que lo dejaran trabajar en paz. Pero esa vez ocurrió algo inesperado: Mohamed, por quién sabe qué cuestión banal, discutió con una policía femenina. El régimen que sostenía a Ben Alí es laico, así que en esas regiones no extraña una mujer uniformada. Y quizás eso tampoco hubiese sido molestia para el joven Mohamed, de no ser porque, en medio de la porfía, la dama le pegó un sonoro cachetazo y luego llamó a dos compañeros de armas para destruir literalmente el carrito frutero e incautarle las mercancías.
Indignado, humillado, Mohamed fue hasta el edificio de la alcaldía a plantear su protesta ante las autoridades, que se negaron a recibirlo. Poca cosa para ellos sería el caso. Pero Mohamed les demostró que se equivocaban. Compró un bidón de combustible, se lo derramó encima y se prendió fuego. Murió el 4 de enero. Diez días más tarde, Ben Alí huyó a la desesperada de Túnez, en medio de las fuertes protestas populares. Poco tardó en extenderse el incendio sobre toda la región.
Así fue que pusieron sus barbas en remojo el rey Abdalá II, de Jordania, que reemplazó a su primer ministro y ahora promueve “medidas rápidas y claras para efectuar reformas política reales”. El presidente yemení Alí Abdalá Saleh, en el gobierno desde hace 32 años, aprovechó que El Cairo estaba casi tomada por manifestantes en contra de Hosni Mubarak para anunciar que renunciaba a disputar un nuevo mandato. Mientras tanto, en Túnez la justicia prometía investigar por malversación de fondos públicos al fugado ex mandatario y a su familia.
El desesperado método de la autoinmolación se hizo conocido a partir de Hoa Tuong Thích Quang Duc, un monje budista vietnamita que en junio de 1963 se quemó en una calle céntrica de Saigón en protesta contra la persecución que sufrían del gobierno de Ngo Dinh Diem, aunque desde la ocupación francesa de ese extremo asiático otros sacerdotes de esa confesión −bonzos− habían practicado ese método de inmolación.
El fotógrafo Malcolm Browne ganó un Pulitzer por la toma que hizo del monje incendiado. La imagen sirvió para poner en el tapete la violencia de un régimen avalado por Washington sólo porque le servía como freno para la expansión del norte comunista. Pero no fue una opción sostenible en el tiempo y en noviembre de ese mismo año Ngo fue derrocado y terminó asesinado.
La prueba de que por entonces en todo el mundo se cocían habas la dio un estudiante checo que protestaba por la ocupación de las tropas soviéticas en su país para abortar lo que se conoció como la Primavera de Praga de 1968, un intento por liberalizar el férreo modelo digitado desde Moscú desde el fin de la guerra. Jan Palach no había cumplido 21 años cuando el 16 de enero de 1969 se prendió fuego en la Plaza de Wenceslao. El entierro de Palach se transformó en una protesta inédita en contra de la ocupación. El vigésimo aniversario de este hecho fue el detonante para la caída final del comunismo en ese país, a fines de 1989.
Los regímenes que gobernaron durante décadas buena parte del mundo árabe fueron en su momento también un freno para el “eje del mal”, identificado con la amenaza soviética. Posteriormente lo serían para aventar el temor al extremismo islámico, encarnado por Al Qaeda desde el 11-S y, en el caso del Egipto de estos días, por la Hermandad Musulmana.
Hay una frase, contundente por lo gráfica, que los historiadores no terminan de corroborar si fue pronunciada alguna vez por el ex presidente Franklin D. Roosevelt y si, en caso afirmativo, la dijo en referencia al dictador anticomunista de Nicaragua Anastasio Somoza padre o al mandamás de República Dominicana Rafael Trujillo: “Ese tipo puede ser un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.”
La sentencia calza perfectamente para cualquiera de los gobernantes ahora cuestionados en el mundo árabe. El problema es que sostener a personajes de este talante con tal de evitar otros males no resulta una política sostenible, ni debería ser una salida aceptable para la civilización.

Tiempo Argentino
Febrero 5 de 2011

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