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La balsa de piedra

Iberoamérica es un vocablo con el que en su momento los países de la península ibérica buscaron marcar le cancha al resto de sus socios europeos sobre la pertenencia cultural de esos pueblos del otro lado del océano, alguna vez colonizados desde el extremo pobre del Viejo Continente. Para oponerse al más amplio de Latinoamérica que pretendían los franceses para abarcar a los territorios francoparlantes, o Hispanoamérica, que deja afuera nada menos que a Brasil, con una población que es casi el 40% del resto del continente.
Si bien el concepto tiene un tinte colonial –ya que después de todo es la expresión del europeo de una determinada región que cruzó el océano para apropiarse de tierras y haciendas que pertenecían a los pueblos originarios– no deja de ser bastante claro para definir la pertenencia de esos casi 600 millones de habitantes que hablan dos lenguas hermanas en una región del mundo que se extiende sobre cerquita de 20 millones de kilómetros cuadrados.
Por estos días el mundo sufre los temores de la orgullosa Europa a un estallido terminal en la crisis griega que acabe de una vez con el sueño de una moneda común y de un conglomerado de naciones atadas a un destino común. Y recibe con desconfianza la oferta de ayuda de los BRICS, los países que se erigen en la vanguardia del siglo XXI.
Pero Europa también mira con recelo una crisis en el mundo árabe que no termina de cristalizar entre una primavera democrática o los estertores del “antiguo régimen” que no acaban de irse, y por las dudas cruza el Mediterráneo para ocupar Libia como lo hizo en Costa de Marfil no hace tanto. Y teme por lo que pueda ocurrir en Medio Oriente luego del pedido de reconocimiento del Estado palestino, un tema que preocupa no sólo a Israel sino a su aliado más firme, Estados Unidos, que a pesar de todo habla de buscar una salida pacífica a un conflicto que parece irresoluble.
Si es que las casualidades existen, todo este panorama coincide con el desarrollo del IV Congreso Iberoamericano de Cultura en la ciudad de Mar del Plata. Un encuentro en el que se habla, claro, de cultura y de Iberoamérica. Pero fundamentalmente, de política y de economía en el sentido más exquisito de esos términos.
Por esta razón, el secretario de Cultura argentino, Jorge Coscia, aclaró en su discurso de inauguración que “es imposible pensar la cultura sin la política y a la política sin el pueblo”. El funcionario destacó luego en su discurso que “no hay países más grandes o más chicos, porque no hay pueblos mejores ni peores”.
María Emma Mejía Vélez, secretaria general de Unasur, resaltó a continuación que “somos una unión que nació con pronóstico reservado, pero que a tres años y cuatro meses de su llegada puede reconocer una serie de victorias”, entre las que destacó la coordinación de estrategias comunes en defensa y alfabetización, en temas económicos y, aunque no lo mencionó explícitamente, en el diseño de un camino común.
“En una crisis que no sólo es económica y que abarca lo ético y lo moral, sabemos que estamos capacitados para convertirnos en una brújula”, aseguró Mejía Vélez. La colombiana había dicho unos días antes que los países iberoamericanos tuvieron “mayor imaginación y audacia en la toma de medidas”, que los desarrollados para enfrentar la crisis. Ellos “necesitan mucho más que sacar un comunicado, los bloques que representan ensayaron casi todo, pasaron leyes muy duras para los ciudadanos en los congresos, y no sirvieron. En cambio, nuestros países que integran el G-20 y el BRICS tuvimos mayor imaginación y audacia en la toma de medidas, por lo aprendido de las décadas del ’80 y ’90.”
Alguna vez en la península ibérica floreció una formidable cultura. Eran tiempos de dominación árabe, pero con un impresionante desarrollo del universo judío. Cuando convivieron el árabe Averroes junto con el judío Maimónides, por mencionar sólo a los filósofos más conocidos de la época. Pero eso fue antes de que unos y otros fueran desplazados por los cristianos de Al Andalus, como se llamaba ese territorio peninsular, y que viajaran cada vez más a Occidente para ocupar el nuevo continente.
A cuatro años del “¿Por qué no te callas?” del rey Juan Carlos de Borbón al presidente venezolano Hugo Chávez, en una Cumbre Iberoamericana en Chile, y a seis de otra en la misma ciudad de Mar del Plata, donde se le puso punto final a las aspiraciones de George W. Bush de implantar el libre comercio de Alaska a Tierra del Fuego, mucha agua corrió debajo de los puentes.
Porque quién sabe si en estos dos desplantes no está el origen de la crisis económica que hace exactamente tres años se desató con todo su vigor a partir de la quiebra del banco Lehman Brothers. ¿De qué modo?
Se conoce desde la escuela secundaria que el capitalismo engendra crisis cíclicas, en las que los períodos de bonanza devienen en épocas de derrumbes a todo nivel. Europa y Estados Unidos se habían acostumbrado demasiado a una relativa estabilidad. A la sensación de que habían encontrado la fórmula para burlar los tiempos de vacas flacas que contradecían la teoría económica. Un método que consistía en “exportar” la crisis a través de mecanismos financieros o la atadura a directivas de los organismos de gobernanza económica mundial.
Sin embargo, desde que un puñado de presidentes iberoamericanos decidió seguir hablando y decirle No al Alca para construir un destino común, la crisis estalla en su lugar de origen. Y ahora los ciclos recesivos no les resultan tan fáciles de trasladar a los mercados emergentes.
Curiosamente fue en Mar del Plata, alguna vez emblema de la oligarquía argentina, y luego, del ascenso social que produjo el peronismo. Cuando un simple obrero podía darse el lujo de veranear donde lo hacía el ricachón de la otra cuadra.
No debe ser casual que Europa, en medio de la desesperación, se encierre en medidas cada vez más estrechas que llevan a la destrucción de puestos de trabajo pero sobre todo de esperanzas, al punto que desde el FMI avizoran una generación perdida por primera vez en décadas, sin que medien guerras ni enfrentamientos internos.
En 1986 –el mismo año en que Portugal y España ingresaban a la Unión Europea– el genial portugués José Saramago publicó una inquietante novela, que se tradujo como La balsa de piedra. Inquietante porque cuenta las vicisitudes de un grupo de ibéricos de ambos lados de la difusa frontera hispano-portuguesa que comparten el momento en que, intempestivamente, la península se desprende del resto de Europa y comienza a navegar como una enorme balsa hacia el poniente. Y en su navegar se acerca cada vez más al continente americano. Son 583.254 km² que llevan a 52.353.914 de personas con rumbo incierto, pero en todo caso fuera de Europa.
Al cabo de un cuarto de siglo, el notable escritor aparece como un adelantado y, de releerlo, los ibéricos –atosigados por una crisis que los tiene como primeros en la lista de los futuros quebrados– podrían reflexionar con más detalle en el hondo significado de la alegoría saramaguiana. Escuchar más el latido de la tierra y en lugar del “por qué no te callas” ensayar un “dime cómo hacer para navegar juntos”.
Porque nos guste o no reconocerlo, todos estamos en la misma balsa.

Tiempo Argentino
Setiembre 17 de 2011

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