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Nuevas anexiones en el escenario de otro día D

El portavoz de la Cancillería rusa, Alexander Lukashevich, fue bastante preciso: No hay ninguna petición de los distritos rusoparlantes que el domingo pasado aprobaron su independencia de Ucrania. "En los medios se escribe mucho sobre eso, pero oficialmente no llegó ninguna petición de ese tipo", recalcó el funcionario desde Moscú. Mientras tanto, el gobierno provisional de Kiev confirmó la realización de elecciones presidenciales el 25 de mayo, a pesar de que el este del país es una zona de conflicto a punto de estallar. ¿Qué ocurrirá en esa zona del mundo tan sensible? ¿Habrá una inminente anexión a Rusia o el presidente Vladimir Putin preferirá esperar acuerdos gasíferos con Europa y demorarse hasta que las aguas se aquieten para actuar en consecuencia? Preguntas por ahora sin una respuesta razonable.
Mientras tanto, y si bien nadie garantiza que una mirada a la historia permita prever lo que ocurrirá, al menos como ejercicio lúdico no está mal ver cómo actuaron algunas de las potencias involucradas en este entuerto en un pasado no tan remoto. Y en sus propias fronteras.
Por lo pronto, el nacimiento de Rusia está tan íntimamente vinculado con el de Ucrania que no está mal decir, a la manera de José Mujica en relación a Argentina y Uruguay, que son hijos de la misma placenta. En efecto, el que con los siglos sería uno de los territorios imperiales más extenso bajo la dinastía de los Romanov, nació en el llamado Rus de Kiev, alrededor del año 880 de nuestra era. De hecho, algunos historiadores traducen la palabra eslava "krajina", de la que derivaría Ucrania, como "región de la frontera".
La expansión rusa crece de manera asombrosa desde Iván el Terrible, a mediados de 1500, y se consolida luego del 1700 con el zar Pedro el Grande, llamado así porque realmente medía poco más de dos metros, según las crónicas. Entre esos años y en el próximo siglo los zares llegarían a administrar un territorio de más de 21 millones de kilómetros cuadrados -casi como toda Latinoamérica- que iba desde Polonia, en Europa, hasta Alaska, en América del Norte. Ya era una potencia que amenazaba las ansias imperiales de Francia y Gran Bretaña en el corazón de Europa.
La guerra de Crimea, en 1854, significó un límite inesperado para el imperio zarista, sin embargo la batalla de Sebastopol representaría un hito para la nacionalidad rusa por el valor con que tropas menos pertrechadas resistieron a los ejércitos mejor preparados de los imperios occidentales.
Las consecuencias de la contienda perdida se hicieron sentir económicamente en Moscú y esa sería una de las razones para que en 1867 el zar Alejandro II decidiera aceptar la oferta del secretario de Estado norteamericano, William Seward, de comprar Alaska por 7,2 millones de dólares de entonces.
Estados Unidos acababa de terminar la guerra civil dos años antes, y continuaba con una política expansionista que en algunos casos se desarrolló a través de la compra de territorios, como había ocurrido en 1803 con la región central del país, conocida como la Luisiana, al gobierno del propio Napoleón Bonaparte, en 15 millones de dólares. Como se escribió en otra columna, el sobrino nieto del Corso, Napoleón III, había ordenado la invasión de México en 1862 con las tropas remanentes de Crimea, en un intento por interceder y, quién sabe, tomar ventaja en medio del conflicto que devastaba a Estados Unidos desde 1860.
Con sólo haber visto un par de películas, cualquier latinoamericano sabe que la guerra civil estalló en torno del deseo de los estados sureños por mantener la esclavitud como modo de producción económica. El gran Arturo Jauretche la llamó "la guerra de las camisetas", porque decía con bastante buen tino que se luchó para determinar si el algodón cosechado en el sur iba a alimentar la industria textil del norte o terminaría en los talleres de Gran Bretaña. Lo que suele olvidarse de un modo igualmente puntilloso, es que el esclavismo había sido un problema en toda esa amplia región desde cerca de medio siglo antes.
Bajo el dominio español, Texas y Coahuila formaban un mismo territorio dependiente de México. Mayormente despoblado, hacia allí fueron a parar las tribus indígenas de comanches, kiowas y apaches, cuando los estadounidenses comenzaron a perseguirlos para colonizar Luisiana.
Hubo entonces un fenomenal crecimiento de la flamante república federal asentado en un detalle que desde estas pampas anotó Domingo Faustino Sarmiento y llegó a publicar en las polémicas con Juan Bautista Alberdi en torno de la Constitución de 1853.
Señala el sanjuanino que el estado central dictó leyes para la entrega gratuita de tierras a inmigrantes en las regiones incorporadas, con la salvedad de que no podían ser demasiado extensas. El promedio rondaba menos de una milla cuadrada, algo así como 260 hectáreas. Dice Sarmiento –en un texto que la oligarquía terrateniente no suele resaltar como aquel en que pedía no ahorrar sangre de indios– que la cifra "puede chocar con nuestras ideas de ocupación de tierras y división de las leguas por esa mezquindad y pequeñez de las propiedades de los Estados Unidos, pero con aquella pequeñez sabiamente calculada se aviene las riquezas pasmosa de aquel país, su rápido engrandecimiento y el acrecentamiento instantáneo de la población". Interesante reflexión que además fue escrita antes de la mal llamada "conquista del desierto".
Esta percepción sarmientina también había seducido a las autoridades españolas en la primera década del siglo XIX y a los gobiernos criollos posteriores, que para 1820 aceptaron el petitorio de un inversor estadounidense, Moses Austin, para poblar y explotar amplias extensiones en Texas en términos que se prometían tan exitosos como los del otro lado de la frontera. Su hijo Stephen sería el encargado de negociar la concesión con el gobierno mexicano del efímero emperador mexicano Agustín de Iturbe. Los colonos debían convertirse al catolicismo, hablar castellano, ser hombres probos moralmente, obtener nacionalidad mexicana y "traducir" sus nombres a su versión hispana. Cada uno recibió 1600 hectáreas y se puso manos a la obra.
Hubo un par de pequeños problemas: nunca se asimilaron realmente al mundo hispánico y para colmo, la Constitución mexicana de 1824 prohibió la esclavitud y daba libertad de vientres. Luego de ingentes esfuerzos, negociadores aceptaron cambiar el modo de contratación: en lugar de esclavitud, un contrato por 99 años. Que es lo mismo.
Como consecuencia de nuevos cambios en la situación mexicana, los colonos angloparlantes se declararon independientes en 1836, tras una breve guerra. Al mando de Antonio López de Santa Anna, las tropas mexicanas debieron enfrentar las milicias de los colonos, reforzadas con mercenarios que por paga recibían ricas y amplias parcelas. Pidieron la pronta anexión a Estados Unidos, pero en Washington interpretaron que esa medida crearía problemas con las potencias de entonces y no vieron prudente embarcarse en una nueva contienda.
No habían pasado diez años cuando fue elegido presidente James Knox Polk, un ferviente partidario de la expansión territorial hacia el Pacífico, quien asumió en 1845 con el mandato de repartirse el Oregón con Gran Bretaña y de sumar a Texas. En 1846, el Congreso aceptó el pedido de los texanos, lo que desató la guerra con México, que todavía esperaba la forma de recuperar un territorio que le pertenecía. Dos años más tarde, Estados Unidos se quedaba además con la Alta California, Arizona, Nevada, Utah, Nuevo México y partes de Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. El sueño imperial se hacía realidad, aunque como parte del arreglo con Texas, el tema de la esclavitud fue barrido debajo de la alfombra.
Si de algo conocen los gobernantes rusos es de historia de su país. Saben, por lo tanto, del valor de la paciencia. Lo mismo ocurre con la dirigencia estadounidense. Desde la caída de la Unión Soviética, Moscú fue cediendo poder real y, como se sabe, en política no hay espacios vacíos. La OTAN, la Unión Europea y sobre todo Estados Unidos fueron ocupando rápidamente esos rincones.
Hace algunos meses Putin decidió que es tiempo de mostrar los dientes. El conflicto en Ucrania es, por supuesto, una jugada mucho más grande que involucra a los mismos que vienen disputando el poder mundial en los últimos dos siglos. Por un lado está Rusia, que reclama su lugar en las grandes ligas, al igual que China y la India, socios mayores del grupo BRICS junto con Brasil y Sudáfrica. Por el otro la alianza occidental, que el 6 de junio conmemora el 70 aniversario del desembarco en Normandía. Pero que antes tiene otro Día D en las europarlamentarias, cruciales para el futuro de la unidad continental.


Tiempo Argentino
Mayo 16 de 2014
(La ilustración es gentileza del gran Sócrates)

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