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Francisco, un reformista en su salsa

En poco más de dos meses, Jorge Mario Bergoglio cumplirá dos años como Francisco. Se dijo y publicó aquel 13 de marzo de 2013 que era el primer jesuita (aunque eligió el nombre de otra orden, menos beligerante, quizás porque la Compañía de Jesús no tiene como premisa aceptar cargos relevantes), también que era el primer latinoamericano y que por primera vez irían a convivir dos papas en el Vaticano. Muchas inauguraciones para el que fuera cardenal de Buenos Aires y que provenía "de los confines de la Tierra", como dijo en su primer arenga en la plaza de San Pedro.
Era un momento dramático para la Iglesia Católica, por la andanada de escándalos sexuales y económicos que la atravesaban desde hacía años y que estallaron con toda la furia en los últimos durante el papado de Joseph Ratzinger, aunque muchas de esas iniquidades se conocían  desde los tiempos de Karol Wojtyla.
 En estos 21 meses, Francisco demostró una pericia y un olfato político que en Argentina nadie le negó jamás pero que en el resto del mundo resultó sorpresivo. El Obispo de Roma tuvo el buen tino suficiente como para comprender qué caldos se estaban cocinando en el mundo actual, con una superpotencia en declive pero aún con capacidad militar y de daño que nadie podría igualarle por décadas, y un puñado de emergentes llamados a liderar los tiempos que vienen. Uno de ellos, Brasil,  con la mayor población católica del planeta, nada menos.
Fue así que intentó dar el salto ecuménico con otras religiones, lo cual no está fuera de los márgenes que la Santa Sede se impone desde épocas pasadas. Lo intentaron Paulo VI, Juan Pablo II y hasta con una falta de sensatez garrafales, Benedicto XVI.  Pero en el juego de las grandes ligas, desde el polaco Wojtyla nadie se había arrimado tanto al poder real como Francisco.
La caída en dominó de los países del área socialista y luego de la propia Unión Soviética no hubiese sido posible sin la Santa Alianza entre el tándem Wojtyla-Ratzinger y el gobierno de Ronald Reagan y la CIA, comandada entonces por Bill Casey. Como acción colateral imprescindible, los sectores más progresistas dentro del catolicismo, enrolados en la Teología de la Liberación –de presencia predominante en Latinoamérica– sufrieron en carne propia la persecución dentro de la grey por Ratzinger al frente de la Inquisición.
Cuando arreció la crisis en el catolicismo y los cardenales optaron por el argentino para remplazar a Benedicto, se deslizó la sospecha de que podría repetir aquella vieja coalición anticomunista, en este caso enfocada a socavar a los gobiernos populares surgidos en lo que va del siglo en esta parte del mundo.
Había reuniones y encuentros secretos entre Washington y el Vaticano. Son dos estados con poder innegable aunque en merma. En un caso, como se dijo, acosado por las potencias emergentes y especialmente China. En el otro, porque las iglesias evangélicas están encontrando huecos por donde sumar fieles. No es el caso debatir los intereses que subyacen bajo algunas de estas confesiones, pero ocupan espacios determinantes en sitios como Brasil, donde nadie puede llegar a la presidencia sin contar con cierta anuencia de líderes evangelistas.
Francisco entró como una tromba en la Curia y uno de los exonerados por Ratzinger, el brasileño Leonardo Boff, le había dicho a este analista en noviembre de 2013 que temía por la suerte del pontífice. Tomar el toro por las astas en los oscuros recovecos vaticanos podría significar un final como el de Juan Pablo I, el efímero Albino Luciani, muerto en circunstancias confusas a 33 días de su pontificado, en septiembre de 1978. De allí el beneplácito de que ocupara la habitación 201 de la Casa de Santa Marta, más seguras para su persona que las del Palacio Vaticano.
La tensión que provocó el argentino se refleja en un libro de reciente aparición, El gran reformador, una biografía escrita por el británico Austen Ivereigh, ex subdirector en el Reino Unido de la revista católica The Tablet y fundador de Voces Católicas, quien vivió en Buenos Aires en los '90 y compartió tertulias con el entonces cardenal. Entrevistado por el chileno Juan Paulo Iglesias en el diario La Tercera, Ivereigh reconoció las presiones que el Papa debe soportar de una burocracia demasiado acostumbrada a disfrutar de los beneficios eclesiales y poco adictos al esfuerzo.
La idea central es que, como toda burocracia, los curiales prefieren la previsibilidad y se irritan con lo inesperado. "A los burócratas les gusta saber dónde están y Francisco ha introducido cierto grado de inseguridad en el Vaticano, que es parte de su reforma", sostiene Ivereigh. Eso explica el constante alegato de Francisco por sacar la iglesia a las calles y el apelativo a la militancia y en contra de la molicie.
Porque quiere captar nuevos feligreses. Pero también porque le quiere dar lugar a las voces que fueron acalladas en estos últimos 40 años de Iglesia. Eso implica "pisar callos", lo que se manifiesta  a través de críticas solapadas dentro de la Curia. "Lo que Francisco quiere es una Iglesia construida para su misión y lo que quieren sus críticos es una Iglesia construida para la claridad. Creo que son dos modelos de Iglesia y el Papa incomoda a ese grupo de personas para el cual el gran logro del Pontificado de Juan Pablo II y de Benedicto XVI fue precisamente dar cierta claridad en cuanto a doctrina y en cuanto a la verdad", dice el británico.
Sin embargo, en una institución con más de 2000 años que se ufana de que los temas seculares no son de su incumbencia, fue en el ámbito mundano donde Francisco produjo los mayores logros. Intentó laudar en el conflicto palestino-israelí sin éxito, en una gira que despertó más expectativas de las que sensatamente podía resolver. Pero cuando arreció la crisis política en Venezuela y el  gobierno bolivariano de Nicolás Maduro tropezaba con la violencia opositora al precio de más de 40 muertos, ofreció su mediación a través de su secretario de Estado, Pietro Parolin. Al terminar el año, la gran noticia fue que casi desde el inicio de su "gestión", el Papa había buscado canales diplomáticos para acercar a Cuba y Estados Unidos.
No era un desafío menor. La Revolución Cubana fue un grano en las asentaderas estadounidenses desde 1960 y en medio de la Guerra Fría, los países latinoamericanos sufrieron todo tipo de amenazas para dar la espalda a uno de los países hermanos. Un imperio no puede recular tan fácilmente luego de décadas de ruptura. Pero el presidente Obama no tenía demasiadas opciones. Cuando la situación en Oriente Medio y Ucrania se fue poniendo cada día más tensa y los países de eso que despectivamente su secretario de Estado John Kerry llama "patio trasero" le daban la espalda, el gobierno demócrata necesitaba una señal firme de que quiere las paces con la región.
Al cabo de un año en que los distintos países refrendaron en elecciones un curso alejado de las premisas de Washington –Colombia avaló en las urnas el proceso de paz de Juan Manuel Santos con las FARC en La Habana– y cuando las voces antichavistas del congreso estadounidense forzaban sanciones a las autoridades venezolanas, aparecía como una buena jugada arreglar en parte la "cuestión cubana" para congraciarse con los vecinos del sur, tras liberar presos de Guantánamo hacia Uruguay.
El opositor Henrique Capriles anunció que el domingo irá a una reunión con Maduro. Oficialmente poco se avanzó en el diálogo promovido por Francisco para evitar un incendio en Venezuela. Pero la sociedad se fue apaciguando. Un poco por el rol de la iglesia, otro por las políticas del oficialismo y algo más por la inoperancia opositora.
Alguna vez los cristianos, perseguidos por los romanos, convirtieron un emperador a su fe y luego al mismo imperio, que devino en sede de la iglesia. Luego se dividiría el mundo romano entre Occidente y Oriente. Hoy ese mismo Oriente, de raigambre más griega que romana, y que tuvo en Constantinopla a su capital, es un foco de tensión.
Un chiste que circuló estas semanas muestra al Che Guevara con Fidel, preguntándose cuándo se reanudarían las relaciones entre La Habana y Washington. "Cuando Estados Unidos tenga un presidente negro y la Iglesia un papa argentino", es la respuesta, un absurdo para aquel 1961. ¿Quién sabe si la forma de terminar con los desaguisados de la curia que tanto atormentan a Francisco sea una histórica mudanza a América? Estados Unidos ya le debe dos a la Santa Sede, bien podría anotarse en la lista. 

Tiempo Argentino
Enero 2 de 2015

Ilustró: Sócrates

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