Los ingleses siempre se salen con la suya, como bien sabemos los argentinos, que no logramos sentar a sus representantes en la mesa de negociaciones por Malvinas a pesar de los reclamos en Naciones Unidas.
El primer ministro David Cameron ya había avisado que no pensaba firmar ningún acuerdo paneuropeo que implicara poner en riesgo a la principal joya de la corona británica: Londres, que comparte con Wall Street el privilegio de ser las dos mayores plazas financieras internacionales. La cocina donde se adoban los negociados especulativos más importantes del planeta.
Por más que la canciller alemana Angela Merkel diga que el acuerdo alcanzado en Bruselas la deja satisfecha y que el francés Nicolas Sarkozy sostenga que el documento de consenso recoge las exigencias planteadas en la previa por ambas naciones, la tercera economía más grande del continente fuera del acuerdo debilita bastante la propuesta de rigidez presupuestaria y la señal que se quería dar a los mercados ante la crisis, con lo que el Reino Unido se aísla del resto de la comunidad. No por nada el poeta Novalis dijo que cada inglés es una isla.
En una conferencia de prensa al amanecer tras un día agitado, el primer ministro insistió en que había hecho lo correcto para Gran Bretaña. De vuelta a su país, encontró una mayoría de adhesiones a su decisión. De acuerdo con sondeos del grupo conservativehome.com, el 76% de casi 2000 encuestados piensa que la cumbre fue una oportunidad histórica de establecer nuevas relaciones con el continente y el 57% apoyó que no se firmase ningún acuerdo para rescatar al euro. Más aun, opinan que lo mejor sería favorecer la ruptura de la moneda única. Lo que podría preocupar a la coalición gobernante es que el 84% declaró su interés en que se haga un referéndum para reformar el Tratado de Lisboa que incluya cambios sustanciales en la relación entre los distintos países de la región. Algo que, como ya se vio con la tímida intentona del premier griego, no entra en los cánones de la actual dirigencia europea.
Las voces favorables al conservador provinieron en primer lugar de su aliado liberal-demócrata, Nicholas Clegg. “Las demandas de salvaguardas que hizo el Reino Unido eran modestas y razonables. Lo que queríamos era asegurar que se mantenía un terreno de juego justo en los servicios financieros y el mercado único en su conjunto, lo que hubiera permitido tomar medidas de regulación de su sistema bancario más duras aún”, argumentó el viceprimer ministro.
Pero los más entusiastas del veto cameronista fueron los llamados euroescépticos. Un diputado conservador, por ejemplo, pidió mostrar un “espíritu bulldog” y directamente romper con la Unión Europea. Para Douglas Carswell, “Gran Bretaña se dirige ahora hacia una relación de tipo suizo con la zona euro.” Es decir, una neutralidad aséptica.
Desde el otro rincón, los hermanos Milliband, que se disputan con fiereza el control del Partido Liberal, no fueron tibios en la crítica. “El Reino Unido saltó a un bote con Hungría (que pidió plazo para firmar el acuerdo) al lado de un superpetrolero de 25 naciones”, ironizó David, ministro de Relaciones Exteriores de Gordon Brown. “La actuación de Cameron refleja debilidad”, señaló Ed, actual líder laborista. “¿Por qué no construyó alianzas antes de la cumbre?”
El senador lib-dem Lord Oakeshott, en tanto, acusó a Cameron de socavar la influencia de Gran Bretaña en Europa y poner los intereses de la city financiera por encima de la economía en general. “Es un día negro para nosotros. Ahora quedamos en la sala de espera mientras los demás toman las decisiones fundamentales en otro lado”, dijo.
Más allá de estas divergencias internas, hay que reconocer que por algo el ex presidente francés Charles De Gaulle desconfiaba de los anglos, como despectivamente solía llamar a británicos y estadounidenses. Y por algo también, mientras fue gobierno, se negó a que Gran Bretaña ingresara en el entonces Mercado Común Europeo, en un tiempo en que el viejo general también había retirado sus tropas de la OTAN. Porque De Gaulle, con perspicacia, veía a los británicos como lo que nunca dejaron de ser: aliados, socios irrefutables de Washington en sus apetencias imperiales.
Detalles también al margen, recién cuando De Gaulle dejó el poder, a pocos meses del emblemático Mayo Francés de 1968, el Reino Unido pudo entrar en la comunidad de naciones europeas, que todavía integraban seis miembros. El ingreso formal se produciría en 1973.
Pero siempre franceses y alemanes se mostraron desconfiados de los dirigentes de las islas, que dieron otra muestra de aislacionismo cuando se negaron a abandonar su moneda histórica, la libra esterlina, al nacer el euro. Podrían sintetizarse los argumentos de entonces en que “todavía lo tenemos que pensar, no están dadas las condiciones, el país no está preparado”. Y cada tanto suelen hacer un test para determinar la conveniencia de adherir a la moneda común. Que hasta ahora siempre dio negativo.
El rechazo a cambiar el Tratado de Lisboa tiene mucho que ver con un repudio al nuevo liderazgo de París y Berlín, el plan Merkozy, como sarcásticamente se lo llama. Una coalición en la que los ingleses tienen mucho más que perder en las actuales condiciones, ya que los ajustes presupuestarios también están en la agenda de Cameron. Sin embargo, con una moneda propia y manteniendo las actuales reglas, los conservadores quizás esperen que la city, en lugar de responderles con el bolsillo, lo haga con el corazón, una esperanza que en la historia del capitalismo nunca se cumplió.
Pero quién sabe, también Londres tema que si se abre esa Carta Magna pocos días después de que los países latinoamericanos y del Caribe dieron su adhesión al reclamo argentino sobre las islas del Atlántico sur se elimine la cláusula que en Lisboa reconoció a las “Falkland” como territorio británico de ultramar. Y los tiempos no están para correr esos riesgos.
Tiempo Argentino
Diciembre 10 de 2011
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