El soldado Bradley Manning entró a la sala del consejo de guerra de Fort Meade con su uniforme de gala. Aquel muchacho con cara de adolescente sorprendido parecía ahora, a los 24 años y luego de 20 meses de una poco piadosa detención en condiciones de extrema aislación, un hombre decidido a enfrentarse con su destino. Por consejo de sus abogados, prefirió no responder si se consideraba culpable o inocente de haber filtrado más de 700 mil documentos secretos sobre la ocupación estadounidense en Irak al sitio WikiLeaks. Lo acusan de 22 cargos, el más grave, de connivencia con el enemigo. Esto es, traición a la patria. Por haber revelado la forma en que las tropas estadounidenses maltrataban y humillaban a los nativos iraquíes tras la ocupación de 2003.
En Londres, mientras tanto, el actor Sean Penn explicaba a través de una columna en el diario The Guardian que cuando habló en Buenos Aires en defensa de las negociaciones entre Argentina y el Reino Unido para resolver la cuestión de la soberanía de Malvinas: “Como ciudadano estadounidense, cuya posición (o incluso cualquier derecho a tener una posición) ha sido puesta en duda en forma muy transparente por la máquina de propaganda corrupta y no diligente de gran parte de la prensa británica, que tergiversó mis palabras en una flagrante manipulación a pesar de contar con un registro completo de video.”
Los medios británicos lo habían tratado como un entrometido izquierdista extranjero que nada sabía sobre el tema y quería aprovecharse de la situación con fines ideológicos. Un mero simpatizante filocomunista que pretendía que los habitantes de Malvinas fueran deportados o reubicados del archipiélago que reclama Argentina.
Penn señaló, en cambio, que había cuestionado el viaje del príncipe Guillermo, porque la zona es un “área de operaciones donde muchas madres británicas y argentinas perdieron sus hijos e hijas”. Y porque, además, con el príncipe llegarían como es de protocolo, buques de guerra. Pero el protagonista de Río Místico y Mi nombre es Sam fue más incisivo al criticar los vínculos de Londres con Pinochet y las dictaduras sudamericanas. Gente que, escribió Penn, “ponía ratas vivas en los genitales de mujeres y torturaba con descargas eléctricas los testículos de hombres”.
Desde Buenos Aires, un grupo de 17 intelectuales y periodistas argentinos presentaba al mismo tiempo un documento que busca fijar una posición diferente a la del gobierno nacional en torno de la disputa por la soberanía en el Atlántico Sur. Un manifiesto cuya idea central es el pedido al gobierno nacional de que tenga en cuenta el principio de autodeterminación de los isleños.
“Un análisis mínimamente objetivo demuestra la brecha que existe entre la enormidad de estos actos (reivindicativos de las autoridades) y la importancia real de la cuestión-Malvinas, así como su escasa relación con los grandes problemas políticos, sociales y económicos que nos aquejan”.
Cierto es que el grupo del que forma parte Beatriz Sarlo no habla de renunciar a la soberanía y aporta argumentos que pueden resultar incluso atendibles. Habría que decir que esos planteos –sin dudas inspirados en la fuerte oposición que todos los firmantes no ocultan con el gobierno kirchnerista, y hasta un notorio antiperonismo– en otros contextos menos democráticos o liberales (en el buen sentido) bien podrían ser acusados de connivencia con el enemigo.
Porque en el encuadre de la recuperación de las islas como cuestión de Estado coinciden el oficialismo y la mayoría de la oposición representada en el Parlamento. Con el radicalismo, que ostenta como su orgullo haber logrado la resolución 2065 de la ONU del año 1965, que pide negociar la soberanía entre ambos países. Y tal vez eso sea lo que molesta en algunos sectores políticos argentinos más vinculados con el mitrismo explícito a través de los medios hegemónicos que con el sistema de partidos políticos.
Hacen recordar a aquellos exiliados porteños que desde Montevideo conspiraban contra Juan Manuel de Rosas, sin que les temblara la pera por hacer alianzas con Francia o Gran Bretaña.. Para los rosistas eran traidores a la patria. Cabría decir que del mismo modo fue catalogado el general Felipe Varela y tantos otros que se negaron a luchar en la guerra genocida contra el Paraguay de Solano López. Pero ellos invocaban la patria latinoamericana, que ahora se encolumna detrás del reclamo argentino.
Sucede que tanto los exiliados de la generación de 1837 como los mitristas en 1866 y, más acá en la historia nacional –tan rica en ejemplos de estas disputas internas en que uno de los sectores necesita de la ayuda de “amigos” del exterior para resolver las diferencias– ahora con el documento “Malvinas: una visión alternativa”, no se hace mención de un hecho insoslayable. No se trata de posiciones meramente ideológicas las que están en disputa. No es sólo por la libertad como hecho filosófico que luchaban aquellos argentinos, sino por cuestiones económicas y hasta geopolíticas. Cuestiones de poder, de influencia y distintas visiones sobre el país que intentaban construir.
Tenía que ser el actor y director estadounidense quien lo pusiera en blanco sobre negro: “es difícil imaginar que no hay correlación entre el posible descubrimiento de reservas de petróleo y este mensaje de intimidación preventiva (el viaje del príncipe y su comitiva de naves de guerra) de Gran Bretaña a la Argentina”.
El documento de los émulos del unitarismo –grandes divulgadores aquellos de la explotación de la mano de empresas británicas de los recursos mineros, por otro lado– se reconoce como la expresión de “miembros de una sociedad plural y diversa que tiene en la inmigración su fuente principal de integración poblacional”, por lo que “no consideramos tener derechos preferenciales que nos permitan avasallar los de quienes viven y trabajan en Malvinas desde hace varias generaciones, mucho antes de que llegaran al país algunos de nuestros ancestros”. Y agrega a continuación que “la sangre de los caídos en Malvinas exige, sobre todo, que no se incurra nuevamente en el patrioterismo que los llevó a la muerte ni se la use como elemento de sacralización de posiciones que en todo sistema democrático son opinables”.
El problema es que esa sangre caída en Malvinas fue, en su gran mayoría, de soldaditos con varias generaciones más de raíces en esta tierra que los intelectuales. Lo que seguramente no da derechos en la vida democrática, como señala el documento, pero algo dice en el contexto de la historia argentina.
Porque esos hijos de la tierra que, como se sabe, también fueron humillados y maltratados por los pulcros oficiales que los mandaban en esos terribles días de 1982, son descendientes directos de los mismos que lucharon en las guerras de la independencia. Y estaban emparentados con los soldaditos paraguayos que acompañaron hasta su último combate a Solano López el 1 de marzo de 1870.
Tiempo Argentino
Febrero 25 de 2012
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