Mohamed Merah nació en Francia y era hijo de inmigrantes argelinos (como Zinedine Zidane, acotación al margen). Tenía antecedentes como simple ratero de poca suerte hasta que, luego de una breve temporada en prisión, según una versión sobre su vida, se le dio por ir a Afganistán y Pakistán, donde también habría estado entre rejas. De allí, de acuerdo a informes que ahora desempolvan los investigadores, vino convertido en un duro salafista e intransigente militante de Al Qaeda dispuesto a todo. Pero quedó como un criminal sin demasiada sustancia que masacró, en una mezcla indigesta de ideología radical y locura homicida, a soldados musulmanes que defendían la bandera francesa, a chicos de una escuela judía y a un rabino.
Las autoridades francesas no tienen respuestas demasiado profundas para explicar este horror. Podrían hablar de la crisis económica y social que desde años golpea sobre todo en las primeras generaciones de hijos de emigrantes, sobre todo del norte de África. O de extremismos enfermizos en un continente atravesado por una cruza de culturas, como no se veía desde hace siglos. Para lo que le podría venir como anillo al dedo el caso del noruego Anders Behring Breivik, que asesinó a 77 personas en julio del año pasado, con un perfil igualmente intoxicado de ideología y delirio, aunque de otra clase social y de otra composición racial.
Pero el eje del debate se inclinó a las responsabilidades de los que comandan los destinos de un país sumergido en el último tramo de la campaña presidencial. Por lo pronto, así como en Noruega las agencias gubernamentales disponían de información que podría haber llevado a adelantarse a lo que se proponía el rubio Breivik –según la lectura fácil del diario del lunes por supuesto–, también en el caso del franco-argelino su ficha personal lo hacía candidato a algún disparate. Por lo que trascendió, ni bien el joven de 23 años cayó baleado desde el balcón de su casa, el FBI tenía a Merah en una lista negra como un peligroso mujaidin que fugó de una prisión de Kandahar, al sur de Afganistán, para reaparecer en Francia. “Tenemos constancia documental de que ingresó bajo nuestra custodia en 2007 por colaborar con los insurgentes, pero no podemos precisar con exactitud cuándo se fugó”, declaró el director del presidio, Ghulam Farouq. El funcionario fue desmentido por un portavoz de la provincia afgana, Zalmai Ayubi, quien habló de una confusión de nombres en los papeles oficiales.
El discurso oficial ahora pide endurecer leyes y defender la actuación policial. Nicolas Sarkozy lo planteó así, deseoso de mostrarse operativo ante la crisis. El empuje en las encuestas ante el socialista François Hollande lo justifica, pero en este esquema de respuesta fácil, las fuerzas de seguridad, se sabe, deberían extremar precauciones ante cualquier sospecha, sin importarles que se pierdan libertades civiles.
En un trabajo publicado por Global Research, el think tank canadiense, James Tracy analiza la noción de represión elaborada por Sigmund Freud en función de los grandes dramas que estremecen a una sociedad, como sin dudas lo es la matanza de Toulouse en la Francia actual. Tracy explica que las experiencias de vida colectivas quedan registradas en el inconsciente “y aquellas que son especialmente inquietantes y socialmente inadmisibles, son voluntariamente suprimidas para emerger más tarde como neurosis”. El estudioso registra sobre todo el cambio en la sociedad estadounidense luego de los atentados del 11 de setiembre de 2001, donde las grandes mayorías aceptaron la pérdida de gran parte de las garantías constitucionales con la excusa de la seguridad pública. Y le agrega luego el detalle no menor de que la sociedad quedó tan conmovida como con el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy, el 22 de noviembre de 1963.
Es que el caso de Merah tiene características que recuerdan a Lee Harvey Oswald, el solitario “asesino oficial” de Kennedy. Un joven de origen humilde de Nueva Orleans que primero se enroló como marine pero luego terminó emigrando a la Unión Soviética, donde estuvo seis años y se casó con una rusa. Envuelto en el misterio, un buen día vuelve a Estados Unidos con su nueva familia y aparece metido en una conspiración que años después Oliver Stone reflejaría una obra monumental como su JFK, basada en las investigaciones del fiscal Jim Garrison. Oswald siempre negó haber disparado desde un edificio en Dallas contra Kennedy, y juró que no tenía nada que ver con el asunto, que era un perejil. Pero daba el perfil conveniente –¿o cayó en una trampa muy bien elaborada?– para cerrar el caso ante la opinión pública a pocas horas de un magnicidio que perturbó a la nación. Oswald fue asesinado dos días más tarde por un hombre vinculado a la mafia, durante un traslado. Tenía 24 años.
Casualmente en Kandahar se registró un hecho que en otro marco debería haber generado la misma sensación de horror. Allí el 11 de marzo fueron asesinados 17 civiles a manos de un efectivo de los EE UU en un demencial raid nocturno por los alrededores de su cuartel de Panjwai. Las tropas occidentales ocuparon Afganistán como primera reacción de la gestión George W. Bush por los atentados a las torres gemelas. La excusa fue perseguir a Al Qaeda y sobre todo ponerle fin a la vida de su líder Osama bin Laden, finalmente eliminado durante la administración Barack Obama.
El sargento estadounidense Robert Bales fue acusado de aquellas 17 muertes y espera en una base de Kansas el juicio por el que podría ser condenado a la pena de muerte.
El diario The New York Times, en una biografía bastante detallada, sindica al militar como un hombre de 38 años, casado, con dos hijos y una residencia familiar en Lake Tapps, Washington, muy comprometida por una hipoteca. Que llegó a Afganistán en diciembre pasado, pero es veterano de Irak, donde perdió en combate parte de un pie y fue malherido en la cabeza. Este es uno de los argumentos de su abogado defensor para hablar de problemas mentales. “Él no recuerda nada de lo ocurrido”, afirma John Henry Browne.
El diario neoyorquino encuentra que Bales dijo haberse alistado en el Ejército luego del 11-S como una contribuir con la patria. Sin embargo, venía de fracasar como asesor financiero, había sido enjuiciado por fraude, y se salvó por poco de terminar preso, aunque perdió la licencia para trabajar en ese rubro. Incluso fue acusado de haber intentado abusar de una mujer en un bar de Tacoma para la misma época.
Hay sospechas de que el soldado que actuó en aquella noche trágica no iba solo. Pero su defensor confía en que no podrán sustanciarle cargos: “No hay escena del crimen, no hay ADN, no hay confesión. Va ser un caso difícil de demostrar para el gobierno.” También ahora se investiga si Merah actuó en solitario o formaba parte de una organización terrorista. O si simplemente fue otra víctima de un ataque de locura criminal, la explicación más sencilla y a mano para estos casos.
Tiempo ArgentinoMarzo 25 de 2012
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