El RMS Titanic, el orgullo de la White Star Lines, era un buque monumental que nunca podría hundirse, construido en un momento muy particular para una Europa que mostraba varias décadas sin guerras y cuyas clases privilegiadas ostentaban una prosperidad sin límites, sustentada en los imperios de ultramar (para quien los tenía) y la bonanza del libre mercado y de la globalización. El transatlántico era, entonces, una especie de Arca de Noé del siglo XX que albergaba en su interior a 1364 pasajeros y 860 tripulantes. Estaban representadas todas las clases sociales: desde los ricos muy ricos de las cubiertas A y B, hasta los asalariados más humildes que atendían las máquinas y oficiaban de personal de servicio, en la cubierta F.
Ismay, hombre elegante y de bigote tipo manubrio de bicicleta, había nacido en Lancashire, Inglaterra. Heredero de una familia de armadores de barcos, se subió al RMS Titanic al mediodía del 10 de abril de 1912 en el puerto de Southampton para alojarse en el más lujoso de los camarotes, el B-52, al lado de la escalera de la primera clase.
Comandaba el transatlántico el también inglés capitán Edward John Smith, heredero, en cambio, de una gran pobreza –padre alfarero, madre costurera– pero de sólida fe metodista, nacido en Stoke-on-Trent 62 años y cuatro meses antes. Había comenzado su carrera como simple aprendiz en la línea de los Ismayl y escaló en base a perseverancia y sentido del deber, en una carrera que lo llevó a la cumbre en aquel viaje que los medios del momento resaltaron como impactante.
Cuenta la historia que el Titanic era fruto de un desafío de Ismay para destronar a su competidora más importante, la Cunard Line, que había botado dos soberbios transatlánticos poco antes y se llevaba las palmas en el recorrido desde Europa hasta Nueva York, la frutilla del postre de cualquier negocio de navegación. El caso es que aquel mediodía las expectativas estaban depositadas en ese conglomerado de almas que disfrutarían de un momento especial. Un pequeño paso de un puñado de hombres en el contexto de un gran paso para la humanidad, podría decirse, parafraseando al primer hombre en pisar la Luna, Neil Armstrong.
Ismayl contempló los avatares de la partida por el ojo de buey, sin mucho contacto con el resto del pasaje. Cuatro días después, estaba a punto de dormirse cuando sintió un gran alboroto en los pasillos y se abrigó apenas para salir a averiguar qué ocurría. También fue despertado a las apuradas el capitán Smith, que había dejado a cargo a su primer oficial, de apellido Murdoch. El capitán supo desde el primer momento que el choque con el iceberg había averiado seriamente a la nave. Ismay aparentemente quiso creer que las bombas de achique podrían evitar la catástrofe. El empresario tenía, de todas maneras, un dato de importancia crucial: no habría botes suficientes para salvar a todos. Si bien no se violaba ninguna disposición vigente entonces, había salvavidas para no más de 1100 personas y en el transatlántico había más de 2200.
A la hora de la verdad, y a pesar de que la orquesta, como dice la leyenda, seguía tocando para que el pánico no corriera por el interior del buque, Ismay se subió a un bote desplegable C junto con otro pasajero de primera clase, William Carter, otro ricachón, pero de Filadelfia, y se lanzaron al mar. Todos lo recuerdan como el primero en escapar y en salvarse. Y también que ni se dio vuelta para no mirar lo que ocurría en el Titanic. Cargó el resto de su vida con el brulote de ser un cobarde y egoísta hasta su muerte, en 1937.
Smith, mientras tanto, pasó sus últimos minutos llamando con un altavoz a los que escapaban en los botes. Pudieron haberse salvado muchos más, pero los salvavidas partían antes de que se llegaran a completar, por lo que fueron rescatados apenas 707 náufragos. Smith, cumpliendo a rajatabla con el precepto de que un capitán debe hundirse con su barco, se quedó en la cubierta y terminó en el fondo del mar en ese paraje perdido del Atlántico norte, camino a Nueva York.
La metáfora del Titanic no es nueva para ilustrar la crisis económica que sacude a Europa y los Estados Unidos, curiosamente la misma línea que cubría la White Star, empresa que finalmente se fusionó con su archirrival en 1934 para desaparecer ambas en 2005 a manos de la Carnival Corporation. También es un buen ejemplo de cómo funciona el sistema capitalista. Como recuerda el bloguero gallego José Ramón Fernández de la Cigoña en
El presidente Barack Obama, que va por la reelección, volvió a desempolvar su viejo proyecto de que los ricos paguen más impuestos. Algo a que los republicanos se oponen fervientemente. Aun cuando un multimillonario, Warren Buffet, demostró fehacientemente que él, con toda su fortuna, aporta menos al fisco que su secretaria. Del otro lado del océano la crisis sigue golpeando a España y a la quebrada Grecia. En ambos países la desocupación entre los menores de 25 años es de más del 50%. Es decir, que son más los jóvenes desempleados que los que tienen trabajo.
Dicen que el capitán Smith sabía que navegaba aguas turbulentas, por la gran cantidad de hielo que flotaba en el camino elegido. Pero que el oficial a cargo no pudo ver la cercanía del iceberg fatal porque había olvidado los prismáticos en el puerto.
En el Atlántico norte de estos días también hay un problema de visión a corto plazo. Y mientras la orquesta sigue tocando en cubierta, cada vez más cerca de otro iceberg, quizás piensen que Europa no se puede hundir nunca.
Resulta incomprensible por qué razón desechan el ejemplo de países que salieron de encrucijadas similares, como la Argentina. Podría pensarse que olvidaron el largavistas en algún puerto. O que las clases ricas saben dónde están los salvavidas y cómo ubicarse a tiempo. Porque siempre hay millones de Smith que hacen el trabajo heroico. O secretarias que pagan los impuestos.
Tiempo Argentino
Abril 14 de 2012
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