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La Guerra Fría no terminó

Hace apenas tres años el entonces presidente ruso, Dmitri Medvedev, y el estadounidense Barack Obama se acomodaban en una mesa del Ray's Hell Burger de Washington DC para comerse una hamburguesa como dos viejos amigos que recuerdan tiempos idos. Fue el 23 de junio de 2010 y la Casa Blanca informaba que se trataba de otra muestra de que entre Estados Unidos y Rusia se había puesto fin a las diferencias que mantenían desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La foto recorrió el mundo pero apenas unos días más tarde esa supuesta distensión pegaba un vuelco peligroso, según gustan de expresar los halcones de la política exterior estadounidense. Fue cuando el FBI anunció, con bombos y platillos, que se había desarticulado una amplia red de espías al servicio de Rusia que operaba en Estados Unidos desde hacía una década. Entre la decena de presuntos agentes había una periodista peruana, Vicki Peláez, que durante años publicó una columna en un diario anticrastrista de Miami; su marido, un fotógrafo uruguayo que se hacía llamar Juan Lázaro; y una Mata Hari que operaba en Gran Bretaña, Anya Kushchenko, más conocida como Anna Chapman, de insinuantes curvas, roja cabellera y se dice que un historial de varios protagónicos en films porno.
El viernes 9 de julio de ese año, y rememorando cuanta película de espionaje de la Guerra Fría hay en el mundo, un avión Jakolev Jak-42 blanco con bandera rusa descendía sobre Vienna-Schwechat, el aeropuerto de la capital austríaca. Poco después aterrizaba un chárter de la Vision Airlines que se acomodó a su lado, bien a resguardo de las cámaras. El incidente se resolvió con un intercambio de espías, diez que habían reconocido operar para la inteligencia rusa por cuatro que estaban presos en Rusia por haber pasado información a EE UU.
Como un mecanismo de relojería, no habían pasado diez días de este entuerto cuando el diario The Washington Post comenzaba la publicación de un extenso y profundo trabajo de investigación sobre las agencias secretas que operan en Estados Unidos al que titularon "Top Secret America". Algo así como Los Estados Unidos Secretos. La investigación había demandado dos años de trabajo a un equipo integrado por 16 periodistas, diseñadores y fotógrafos. La publicación revelaba que había en ese momento 786 sitios donde el Departamento de Defensa desarrollaba tareas de inteligencia, repartidos entre 535 del Departamento de Seguridad Nacional y 449 de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI). Además, había 234 despachos dependientes del Departamento de Justicia, 92 de la Dirección de Control de Drogas, 36 de la Agencia Central de Inteligencia, 34 de otras agencias civiles relacionadas con la "seguridad nacional", y 20 de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, ahora en el tapete repentinamente. En total había 854 mil personas involucradas en esta área, 265 mil de ellos contratistas.
Por esos mismos días se conocía la primera gran filtración de WikiLeaks. El autor del "desliz" había sido el analista Bradley Manning, que a esa altura ya estaba en prisión acusado de haber entregado al sitio creado por el australiano Julian Assange miles de documentos secretos sobre las tropelías de las tropas estadounidenses en las invasiones en Irak y Afganistán. El gobierno de Obama recién había cumplido un año y medio y su flamante premio Nobel todavía brillaba en la estantería. Estas revelaciones aparecían para los más optimistas como señales de nuevos tiempos en la principal potencia militar de la tierra.
Mucha agua corrió debajo de los puentes para que ahora –parece mentira que hayan pasado solamente tres años de estos tiempos– la visión que se tenga del "inquilino" del Salón Oval sea una diametralmente opuesta. Mucho más emparentada con un giro irrefrenable por el que terminó fomentando no sólo los asesinatos selectivos sino las prácticas más oscuras de los organismos de vigilancia crecidos como metástasis al amparo de leyes surgidas tras el 11-S.
Y como las casualidades suelen ser permanentes, cuando se iniciaba el juicio contra el soldado Manning, otro analista, esta vez de una de las empresas contratistas de la NSA, detalló ante la prensa la forma en que los organismos de seguridad estadounidenses revisan las comunicaciones de gran parte de la humanidad. Este escandalete salía a la luz mientras Obama se reunía con el presidente chino Xi Jinping en un intento por limar asperezas luego de denuncias cruzadas de ciberataques en organismos oficiales de ambos países.
El estruendo posterior apenas fue opacado por la capacidad de marcar agenda política que mantiene la Casa Blanca, que logró imponer en los medios masivos internacionales la culpabilidad del técnico informático Edward Snowden y no de la avidez por hurgar en los secretos de la ciudadanía de la burocracia del aparato de inteligencia estadounidense.
El joven whistlerblower (soplón, en la jerga) para esos días ya se había refugiado en Hong Kong sin, en apariencia, tener un plan Bluego de su revelación. A los pocos días, Snowden se coló en medio de las relaciones entre Washington y Moscú, cuando bajó en el aeropuerto moscovita y pidió asilo.
Ahora el presidente ruso es Vladimir Putin, pero el núcleo del gobierno es el mismo, ya que el ex agente de la KGB viene intercambiado roles con Medvedev cada vez que se termina un período de gobierno constitucional. Ya no hay visos de que pueda haber intercambio de espías, fundamentalmente porque se trata de un caso que no sólo envuelve a Snowden y a Rusia sino al resto de los habitantes de la Tierra, que son las verdaderas víctimas del espionaje.
Son otros tiempos, y la prueba más evidente es que el diario que publicó el profuso informe sobre la incidencia del espionaje en la vida de los estadounidenses cambió de dueño. El Post venía de perder el 44% de sus lectores en los últimos seis años y la familia Graham –que lo había comprado hacía 80 años luego de otra quiebra, durante la gran crisis de los años '30– lo vendió en 250 millones de dólares al fundador de Amazon.com, Jeff Bezos. Una bicoca, si bien se lo mira. Las señales ahora son bien diferentes no sólo para la prensa de Estados Unidos sino para el sector liberal de ese país, que tenía en el diario capitalino a uno de los principales baluartes.
Ayer Obama dio una conferencia de prensa para explicar los últimos incidentes con Rusia. Dijo que se debía "recalibrar" la relación y reconoció que con Medvedev se llevaba mejor, pero se cuidó bien de no quemar las naves. El problema Snowden es sólo un grano de arena en el engranaje, pero no el único, ya que también pesa la posición de Rusia sobre Irán y Siria. Eso sí, acusó a Putin de "comportarse a veces como si todavía existiera la Guerra Fría".
Pero a continuación se explayó sobre el refugiado como si esos buenos viejos tiempos todavía estuvieran vigentes. "No, no creo que el señor Snowden sea un patriota", dijo sin despeinarse. "Existían otros canales para alguien cuya conciencia estuviese inquieta (para plantear sus quejas)", consideró el presidente. Luego, prometió revisar las polémicas leyes Patriot y FISA, que legalizan el espionaje y pidió a sus conciudadanos que confíen en que los programas de vigilancia respetarán los derechos civiles. Habrá que ver si le hacen caso, teniendo en cuenta de que viene reaccionando detrás de los acontecimientos que no genera.

 Tiempo Argentino
Agosto 10 de 2013

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