domingo

Avidez energética

Detalle más, detalle menos, como quien dice, la empresa Tepco dio su explicación oficial: “El sismo, que ha obligado a dejar fuera de servicio a todos los reactores de la planta, tuvo un impacto significativo en Tepco en términos de ingresos y del entorno empresarial, al igual que en nuestra misión como suministradores de electricidad. Ahora nos enfrentamos a un desafío de magnitud sin precedentes.” Y explica luego que ese impacto justamente hizo cambiar los parámetros de seguridad en la empresa. “Nos enfrentamos ahora a desafíos de magnitud sin precedentes”, resume el texto colgado en su página web corporativa.
Podría decirse que la explicación de la Tokyo Electric Power Company refleja, con premura, su toma de conciencia acerca de la necesidad de adecuar su política futura en relación con las plantas nucleares que administra en Japón, luego del desastre que provocó el terremoto de 9 grados Richter que se abatió sobre las islas del sol naciente la semana pasada. Sin embargo, es la respuesta que dio hace cerca de dos años, cuando volvió a poner en funcionamiento en forma completa a la planta de Kashiwazaki-Kariwa –la mayor del mundo y con una potencia equivalente a casi tres veces al total actual de Yacyretá– severamente dañada luego del sismo de 6,8 grados Richter que azotó el territorio nipón en las costas de Chuetsu en julio de 2007. Daños que la empresa había tratado de minimizar, hasta que le fue inevitable admitir una fuga radioactiva importante que en ese momento puso en alerta a la OIEA, entonces dirigida por el egipcio Mohammed Al-Baradei.
El cierre de aquella central, como es de prever en un país superindustrializado como Japón, que sobrevive en gran medida gracias a sus exportaciones, provocó pérdidas económicas graves. En su momento, se anunció que las 12 principales fábricas de automóviles habían tenido que reducir su producción en unas 120 mil unidades, según destacó El País de España. Diplomáticos estadounidenses habían dicho entonces –y aparece en las filtraciones WikiLeaks– que “aunque la industria parece haber esquivado la bala esta vez, el terremoto ha revelado la inesperada vulnerabilidad de la cadena de suministro industrial”.
Justamente este es el punto central en el drama que por estos días vive no sólo el archipiélago japonés, sino gran parte del planeta, temeroso de que la radiación emanada de la planta de Fukushima, la que se dañó hace una semana con el terremoto y el posterior tsunami, termine por expandirse de alguna manera por cada rincón del globo terráqueo.
Porque no fue este el único incidente grave en la historia de Tepco, la empresa privada que nació en 1951 como proveedora de energía eléctrica para el área que rodea a la capital japonesa, la más densamente poblada y con mayor desarrollo industrial, por si hiciera falta aclararlo.
La compañía es propietaria del complejo nuclear de Fukushima y de otras dos megacentrales más en ese territorio, donde atiende a cerca de 45 millones de personas en un área de cerca de 40 mil km², el doble del tamaño de la provincia de Tucumán. Declaró ingresos operativos por 60 mil millones de dólares al cierre del año fiscal que cerró en julio de 2010. Pero no es tan explícita a la hora de contar en detalle otros hitos en su historial, que la llevó en estos 60 años a convertirse en la cuarta empresa de electricidad del mundo.
Según la información brindada a las Bolsas de valores, sus acciones están mayoritariamente en manos del Japan Trustee Services Bank y de The Dai-ichi Life Insurance Company. Pero también son accionistas otros bancos como el The Master Trust Bank of Japan, el Sumitomo Mitsui Banking Corporation, el Mizuho Corporate Bank, y la aseguradora Nippon Life Insurance Company. Un dato no menor es que el gobierno de la ciudad de Tokio es un socio menor de la firma, con apenas un 3,2% de acciones, aunque de un peso político indudable.
Porque Tepco, a pesar de haber sido sancionada por falsear información en torno de anteriores incidentes nucleares, y tuvo que cambiar un par de veces sus máximos cargos gerenciales por esa razón, siguió funcionando como si nada.
El caso que más resuena en los organismos internacionales es el de 2007, cuando el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) pidió cerrar Kashiwazaki-Kariwa hasta que se pudiera garantizar la seguridad de sus siete reactores.
“Cuando se decide poner en marcha una central de este tipo, es necesario estudiar minuciosamente la intensidad máxima que se espera de un terremoto. Esa es una de las tareas a realizar en los próximos meses, o quizás en el próximo año, antes de reactivar la planta”, dijo entonces Philippe Jamet, jefe de la misión del OIEA, tras inspeccionar la central ubicada en la provincia de Niigata, en el oeste de Japón. El francés le elevó el informe a Baradei, todavía director del OIEA. La central estuvo fuera de servicio por 21 meses.
Mucha agua corrió por los reactores de las plantas de Tepco desde entonces. Al-Baradei, por ejemplo, se retiró de la OIEA para reaparecer por estas semanas ofreciéndose como salida democrática en Egipto y candidato a presidente. Dejó su lugar al japonés Yukiya Amano, un diplomático no relacionado directamente con la firma nipona. Pero el recuerdo de aquel grave incidente quedó en los archivos del mundillo atómico. Por eso André-Claude Lacoste, presidente de la Agencia de Seguridad Nuclear gala, se apuró a declarar que desconfiaba de la información que pasaba Tepco sobre el estado real de Fukushima. Se le sumaron, claro, las autoridades tokiotas, a pesar de su parte en la composición de la compañía.
No se trata, por supuesto, de cuestionar el uso del átomo para producir electricidad, ni mucho menos de cuestionar la industrialización de un país. Sobre todo viviendo en uno que aspira a desarrollarse generando ambas cosas: energía y trabajo para sus habitantes. Pero sí es bueno advertir el riesgo de que la necesidad energética imperiosa haga olvidar el cuidado de las elementales normas de seguridad –en países altamente sísmicos, como es el caso– y de la convivencia sustentable y pacífica en todos los confines del mundo.
Hace un par de días el arqueólogo estadounidense Richard Hansen informó en un congreso en Yucatán, México, que la civilización maya se extinguió fundamentalmente por la deforestación y otros atentados contra el medio ambiente. La hipótesis no es nueva, pero el experto de la Universidad del Estado de Idaho afirmó haber reunido pruebas incontrastables de que los mayas, una civilización superior que vivió entre el 1000 a. C. y el 150 d. C., utilizaron en demasía madera de los bosques circundantes a sus poblaciones en áreas de la actual frontera entre Guatemala y México. “La excesiva tala para la quema de cal y la producción de estuco con el que se recubrían los edificios” habría causado una crisis letal para esa civilización.
La avidez por los recursos energéticos también está fogoneando el intento de desplazar a toda costa a Muammar Khadafi del poder en Libia. La misma codicia que llevó a los países industrializados a apoyar su régimen con tal de obtener petróleo, ahora los lleva a intentar quitarlo del medio, porque ya no les resulta fiable en el actual contexto regional. Con argumentos que bien podrían utilizarse para intervenir en Bahrein y Yemen, dos regímenes que no se caracterizan precisamente por sus aspiraciones democráticas ni por cuidarse de atacar a la población civil con tal de permanecer en el poder.

Tiempo Argentino
Marzo19-2011

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