sábado

Real Politik latinoamericana

Mañana seguramente el presidente Porfirio Lobo ocupará el lugar que corresponde a Honduras en la Asamblea General de la OEA en El Salvador. Y hablará loas de los pactos que permitieron el retorno de Manuel Zelaya a su país, luego de 23 meses de exilio, de la vuelta al redil continental, y de la construcción de la democracia en Honduras.
Pero son más que dudas las que persisten luego del inesperado Acuerdo de Cartagena, que lograron congeniar los presidentes de Colombia y Venezuela con el mandatario surgido de las cuestionadas elecciones hondureñas de 2009 y su derrocado antecesor. Un documento con un puñado de cláusulas sobre cómo manejar una situación explosiva que creció en la Nación centroamericana desde que un grupo de militares digitados por una de las oligarquías más retrógradas del continente emprendió una nueva aventura golpista con la excusa de salvar una Constitución que, parafraseando un viejo chiste de los hermanos Marx, en uno de sus artículos prohíbe modificar los demás.
La cronología que devino en aquel domingo en que Zelaya fue sacado en pijamas de su dormitorio y puesto de patitas en la frontera revela la profundidad de una crisis institucional que habrá que ver si se puede resolver sin más derramamiento de sangre.
El mandato del presidente –nacido en las filas liberales pero que a esa altura mantenía una estrecha relación con el progresismo sudamericano, y sobre todo con Hugo Chávez– finalizaba en enero de 2010, y las elecciones generales estaban convocadas para noviembre de 2009, sin posibilidad de reelección. En ese contexto, Zelaya impulsaba un plebiscito para aprobar la posibilidad de colocar una urna complementaria, destinada a consensuar un llamado a una Constituyente que modificara la Carta Magna.
Nada iba a cambiar en el corto plazo, era un voto para decidir si se votaba una convocatoria. Más complicado que explicar este galimatías sería contar cómo los acontecimientos derivaron en que el entonces jefe de las Fuerzas Armadas, Romeo Vásquez, se fuera convirtiendo en un hombre clave. Tanto que se negó a que sus tropas repartieran las urnas para el referéndum que se iba a hacer el 28 de junio de 2009. El presidente le pidió la renuncia –el 24 de junio– el mismo día en que el Tribunal Supremo de Justicia, de rancio conservadurismo, declaró la anticonstitucionalidad del llamamiento, en virtud de las cláusulas “pétreas” que impiden reformar así como así la ley fundamental, ni aunque fuera con el apoyo mayoritario de la ciudadanía.
La acusación contra Zelaya es que pretendía modificar los artículos que le impedían ser reelegido. Él argumentó que su intención era adecuar la normativa a las necesidades de cambio que expresaba la sociedad y los nuevos tiempos en el mundo. Honduras es uno de los estados bananeros eternamente víctimas de la codicia estadounidense. Luego de una seguidilla de gobiernos de facto, y bajo el impulso del presidente Jimmy Carter, en 1980 retornó a prácticas democráticas, aunque bajo seguridades de que el poder real siempre quedaría en los mismos grupos económicos, que casualmente son los más vinculados con Estados Unidos. La Constitución en vigencia data de 1982.
En otro escenario, las modificaciones que planteaba Zelaya hubieran pasado sin pena ni gloria, porque después de todo es miembro de esa clase dominante. Pero en algún momento de su presidencia se cruzó con Chávez y decidió apostar por nuevas relaciones internacionales. Conviene tener en cuenta que la crisis económica se extendía en el mundo desarrollado y Honduras es un pequeño país donde la pobreza estructural supera el 75 % y la expectativa de vida se ve reducida cotidianamente por una tasa de homicidios que sobrepasa los 67 por cada 100 mil habitantes por año.
Zelaya adhirió al ALBA, el organismo que el venezolano inventó para contrarrestar el ALCA, y también se sumó a Petrocaribe, una institución que le permitía acceder a petróleo de PDVSA a precio conveniente. Pecado mortal en una Nación donde el discurso dominante está alineado sin fisuras con la doctrina de la Defensa Nacional. Zelaya + Venezuela = Cuba fue la ecuación para que la propuesta fuera estigmatizada sin más.
El resto es otra historia. Los países latinoamericanos mostraron los dientes en forma casi unánime, mientras el recién asumido Barack Obama juraba que su administración era diferente, que venía a expresar el rostro amable de la civilización, que no tenía nada que ver con el putsch, pero negándose a tildarlo de golpe de Estado. El resultado fue que los EE UU siguieron brindando “ayuda” a Honduras, mientras que el resto del continente expulsaba al país de todos los foros regionales.
Porfirio Lobo resultó ungido presidente en unas elecciones que se parecieron mucho a las que se celebraban en la Argentina cuando el peronismo estuvo proscripto. Pero como las razones de Estado nutren la real politik, poco a poco los países que le cerraron la puerta por más de un año y medio fueron entreviendo que la situación se hacía insostenible. Y la asombrosa alianza entre Juan Manuel Santos y Chávez, que desde Buenos Aires pergeñara Néstor Kirchner para poner punto final a una chicana filobélica de Álvaro Uribe, fue dando frutos.
En estas crisis el organismo regional fue consolidando su perfil y justificando la necesidad de su existencia. Y aceptó que para tener continuidad es preciso sumar a todos los gobiernos sin distingos. Cosa de que incluso la derecha se vea en la obligación de sostener la institucionalidad y sea funcional a un proceso de integración entre los pueblos. Por eso el periodista de derecha y el militar socialista impulsaron, a la muerte de Kirchner, un esquema de remplazo en la Secretaría de la Unasur entre una colombiana y un venezolano. Toda una demostración de confianza y pragmatismo.
Pero nada es gratis, y esta real politik le cuesta a Chávez fuertes críticas por izquierda, a raíz de la extradición del periodista Joaquín Pérez Becerra y la captura de Guillermo Torres Cueter, acusados por Colombia de pertenecer a las FARC. El Acuerdo de Cartagena también recibió cuestionamientos de militantes del Frente Nacional de Resistencia Popular hondureño y de organismos de Derechos Humanos, que se niegan a olvidar los cientos de muertes desde que Zelaya fue expulsado del poder, entre ellos once periodistas.
Y razones no les faltan, porque si bien finalmente la Constitución podrá tocarse –lo que podría permitir la reelección de Lobo, vaya paradoja– y hay plafond para otras demandas zelayistas, deja impunes a los autores del golpe. Entre ellos el general Romeo Vásquez, hoy retirado y con un suculento sueldo como gerente de la empresa estatal Hondureña de Telecomunicaciones (Hondutel). Y sobre todo, no castiga a los medios golpistas, que ahora acusan a Lobo de haberse vendido a Chávez, que le vuelve a vender petróleo subsidiado a Honduras.
El ex secretario de Asuntos Hemisféricos estadounidense, el ultramontano Roger Noriega, fue muy claro desde las páginas de La Prensa, de Tegucigalpa: “El gobierno de Venezuela está dispuesto a invertir cantidades millonarias con tal de ampliar sus influencias en Honduras, y una de sus tácticas para lograrlo es promover una Asamblea Constituyente para convertir a ese país en el nuevo bastión del socialismo del siglo XXI y poner en marcha su modelo autoritario populista.”

Tiempo Argentino
Junio 4 de 2011

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