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Estados Unidos, elecciones y giro a la derecha

La elección del compañero de fórmula del republicano Mitt Romney es toda una definición sobre el cariz de este final de campaña para los comicios nacionales de noviembre, en los que el presidente Barack Obama se juega por la reelección. Ex gobernador de Massachusetts, Romney –que hizo su fortuna con fondos de inversión y no muestra demasiada claridad en sus cuentas fiscales–, eligió como aspirante a vice a un católico de 42 años de Wisconsin, Paul Ryan, experto en recortes presupuestarios.


Los estadounidenses que votan –que usualmente no llegan a ser ni la mitad de los ciudadanos habilitados para hacerlo, en un universo de por sí restringido por impedimentos legales a grandes porcentajes de la población– deberán elegir presidente y definir de ese modo el rumbo que seguirá el país en los próximos 4 años. El actual ocupante de la Casa Blanca, Barack Obama, va por un nuevo mandato en un marco particularmente hostil, dominado por la profunda crisis económica que afecta al país del norte desde el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008. A su favor puede mostrar la aprobación de la reforma a la ley de salud, recientemente avalada por la Corte. En la columna del debe, no faltan quienes señalan como su principal promesa incumplida, no haber desmantelado la base militar de Guantánamo. Otras críticas se focalizan en que no pudo cambiar el rumbo decadente de la economía ni reducir el índice de desempleo a menos del 8%.
«Hemos creado 4,5 millones de nuevos puestos de trabajo en los últimos 29 meses y 1,1 millón de empleos nuevos este año», se justificó a principios de agosto el presidente para admitir a continuación que «aún hay muchos compañeros allí afuera que están buscando trabajo».

Manos de tijera

Pero muchos de esos «compañeros», curiosamente, se inclinan por supuestas soluciones cada día más afines al discurso de la derecha, un dato no menor que se refleja en el candidato elegido por los republicanos y también en quien lo secunda en la oferta electoral. Porque Ryan, joven, atlético y de ojos azules, es el niño mimado del mayor grupo de presión dentro del partido conservador, los ultramontanos del Tea Party, quienes se encargaron de bloquear todo intento progresista de Obama. Del compañero de fórmula de Romney admiran especialmente su apego por las tijeras como único modo de resolver la crisis que envuelve al país, pero sobre todo por el lugar hacia adonde apunta el filo: los planes sociales.
A finales de junio, la Corte Suprema convalidó la constitucionalidad de la única modificación fuerte que hizo Obama desde que, pleno de expectativas, llegó a Washington en los albores de 2009: la reforma del sistema de salud. Una retahíla de gobernadores republicanos y fundaciones neoconservadoras habían presentado demandas contra la reforma sanitaria porque entendían que alteraba un principio básico de la Constitución como es el de la libertad individual. Es que la ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, según su denominación técnica, penaliza a quien no tenga un seguro de salud, ya sea personal o estatal, es decir, lo obliga a estar cubierto.
El espaldarazo judicial a la ley fue aprobado con el voto positivo de cinco magistrados contra cuatro. Sonó a triunfo rotundo, pero poco duró el envión y las encuestas reflejaron que no cambiaba demasiado el humor de los votantes de cara a noviembre.
«La reforma del sistema de salud, que para estándares europeos es una medida tímida, para los Estados Unidos es lo más cerca que estuvieron de una experiencia revolucionaria en los últimos años», acota Gabriel Puricelli, presidente del Laboratorio de Políticas Públicas y uno de los pocos invitados argentinos a la Convención Demócrata, la ceremonia donde formalmente es ungido el candidato a la presidencia por el partido, que este año se desarrolla en el edificio Time Warner Cable Arena de Charlotte, Carolina del Norte. Efectivamente, como señala este especialista en el entramado político estadounidense, el proyecto fue presentado con pompa y circunstancia ni bien Obama se asentó en su despacho, pero encontró rechazo incluso entre muchos legisladores demócratas y tuvo que negociar a la baja la mayoría de sus artículos.
«Esta es realmente una gran victoria para nosotros, a pesar de todas las dudas que me genera esta ley», festejó Michael Moore, el cineasta que con su documental SickO alertó sobre la inhumanidad que subyace en el sistema sanitario que en los 70 impuso Richard Nixon.
Sin embargo, no es sólo por razones ideológicas que esta apocada ley está en el centro del debate de la campaña. Una de las explicaciones de las resistencias de la derecha a la tímida reforma de Obama, según el sociólogo estadounidense James Petras, es que el poder real de su país defiende una clara política de recorte a los programas sociales para solventar el aparato represivo, con énfasis en «contratistas (mercenarios) policiales y militares privados y operaciones clandestinas en todo el mundo».
Petras viene advirtiendo en los últimos años –desde los 90, pero particularmente luego de los atentados a las Torres Gemelas– acerca de un notable crecimiento de lo que llama el «Estado policial», con la creación vertiginosa de agencias, organismos y departamentos de vigilancia y control sobre millones de personas que en forma totalmente secreta son catalogados como virtualmente peligrosos para las instituciones estadounidenses. Petras pone en la misma bolsa a todos los gobiernos, desde George Bush padre hasta Obama y aporta datos para demostrarlo. «El presupuesto militar pasó de 359.000 millones de dólares en 2000 a 544.000 millones en 2004 y 903.000 millones en 2012», recalca el docente universitario y autor de decenas de libros donde desnuda el sistema imperial de su país.
Pablo Pozzi es otro conocedor de lo que ocurre al norte del Río Bravo. Titular de la cátedra Historia de los Estados Unidos en la Universidad de Buenos Aires, pone el dedo en la llaga de Guantánamo, como ejemplo de lo que Obama prometió, que podría haber hecho «en los primeros cien días de gobierno y no hizo» y representa un punto débil ante su electorado de centroizquierda.
«Votantes de las grandes ciudades, jóvenes que no son evangélicos, liberales y sectores progresistas, son muy críticos de la política exterior de Obama, ellos esperaban más. Esperaban efectivamente que Guantánamo se cerrara, que se volviera al Estado de Derecho, que se pusiera fin a la Patriot Act (ley que con la excusa de combatir el terrorismo avanza sobre las libertades individuales), que hubiera algún tipo de propuesta más coherente y más inmediata de retirada de Irak y Afganistán».
La guerra y la paz

«¿Es una masa importante de gente la que piensa como esos sectores progresistas?», pregunta Acción. «Es gente relativamente influyente, personas que en Nueva York manejan medios de comunicación y poder económico», dice Pozzi.
En coincidencia, Puricelli destaca que en este punto el presidente se quedó a mitad de camino, porque «el cierre de Guantánamo era totalmente consistente con el retiro anticipado de Irak. No cerrar Guantánamo tiene costos para Obama. Hay un sector de la izquierda del partido demócrata, particularmente de la sociedad civil, de la academia, que se movilizó muy fuertemente en su primera campaña y que priorizaba el cierre de Guantánamo. A nivel simbólico lo veía casi como más importante que retirarse de Irak, porque Guantánamo daña la legitimidad internacional de los Estados Unidos y es absolutamente contrario a los mejores principios constitucionales a los que adhiere la izquierda realmente existente de los Estados Unidos».
El cineasta Moore representa a ese sector y ni bien la Academia Sueca la otorgó a Obama en 2009 un sorpresivo Premio Nobel, le escribió una carta personal a Obama en la que le dijo: «Usted está realmente en una encrucijada. Puede escuchar a los generales y expandir la guerra (sólo para dar lugar a una previsible derrota) o puede declarar terminadas las guerras de Bush y traer todas las tropas a casa, ahora. Eso es lo que un verdadero hombre de paz haría. No hay nada malo en que usted haga lo que el último tipo no pudo hacer –la captura del hombre o los hombres responsables de los asesinatos en masa de 3.000 personas el 11 de setiembre–. Pero no puede hacerlo con tanques y tropas».
Que no iba a cumplir con lo que se espera de un Nobel de la Paz ya lo habían advertido otros intelectuales de Estados Unidos. El lingüista y docente del MIT, Noam Chomsky, desconfiaba incluso desde antes, de cuando ganó la interna demócrata. Pero fue más duro en una reciente entrevista con Democracy now, el programa de Amy Goodman. «Si a la administración Bush no le gustaba alguien, lo secuestraban y lo enviaban a las cámaras de tortura. Si la administración Obama decide que no le gusta alguien, lo asesinan, por lo que no tiene que tener cámaras de tortura por todas partes». La referencia es clara hacia los asesinatos selectivos y la utilización de drones, los aviones no tripulados que hacen estragos en Pakistán, Afganistán y se extienden ahora a otros países árabes.
¿Quiso Obama hacer algo distinto y no pudo? Según Puricelli, «en su política exterior hay una intención y algunas medidas prácticas para posicionarse de una manera distinta, sobre todo en Oriente Medio y a partir de su discurso en el El Cairo, al principio de su mandato, de jugar un rol muy cauteloso como lo hizo frente a la Primavera Árabe, que ha dado mucho más margen a Arabia Saudita y Catar. Hubo una reorientación de la política exterior con una línea mucho menos intervencionista, de respetar un poco el proceso doméstico de cada país pero, al mismo tiempo, todos los programas que tiene en marcha el Complejo Militar Industrial y el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas han seguido su curso como si no hubiera cambiado el gobierno. Yo creo que con Guantánamo encuentra una correlación de fuerzas que no le permite hacerlo. El retiro de Irak lo hace y Guantánamo no lo hace».
Por eso, lo que Obama pudo exhibir como un triunfo puertas adentro de Estados Unidos, como el homicidio de Osama bin Laden, en mayo de 2011, no alcanzó para levantar el crédito en una gestión que no pudo bajar el índice de desocupación de forma significativa y peor aún, hacer crecer la esperanza respecto a que la economía funcionará mejor con él. La crisis económica pone en riesgo empleos y la esperanza de un futuro para millones de votantes que aceptarían cualquier promesa, según reflejan las encuestas, a pesar de que ya conocen la medicina de la restricción presupuestaria.
Malas influencias

Para Pozzi, «hay una escisión profunda en la sociedad norteamericana, entre los que tienen y los que no tienen; evangélicos y no evangélicos; grandes ciudades y ciudades del interior. Hay un corrimiento de la sociedad hacia la derecha que explica el ascenso de Romney. Y es una cantidad de gente muy grande de jóvenes seducidos por las tendencias evangélicas o fundamentalistas cristianas, incluyendo a una cantidad de gente pobre o humilde».
Cabría acotar que esa tendencia no comienza con el actual mandatario. Y que incluso Obama es consciente del laberinto en que está metido. «El resultado concreto de su administración ha sido una política centrista si somos buenos, y de ciertos corrimientos hacia la derecha si somos malos. O sea, él se para y dice que él personalmente está a favor del matrimonio igualitario para captar el voto de la comunidad gay que es muy importante, pero al mismo tiempo no hace nada al respecto», señala Pozzi, que se autodefine como único historiador de Estados Unidos en la Argentina.
Resulta relevante, por cierto, la influencia de fundamentalistas como el movimiento Tea Party y los sectores ultrarreligiosos que no sólo condicionan al conservadurismo más retrógrado dentro de la sociedad, sino al propio seno de los dos partidos con chances de ganar las elecciones. Inserción manifiesta, como es obvio, entre los republicanos, que en las primarias eligieron entre Rick Santorum, un católico antiabortista y antigay, o Mitt Romney, un mormón igualmente antiabortista y antigay, y que ahora logró unir ambas tendencias con el dúo Romney-Ryan. Además, como señala la lúcida Bryce Covert en The Nation, defiende una política que afectará principalmente a las mujeres, porque eliminar los ya escuálidos programas sociales repercutirá en primera instancia en ellas, que son beneficiarias de un 70% de los planes. Habrá que ver entonces si los ojos azules le alcanzan.

Los próximos 4 años
Se supone que un Obama ganador tendría posibilidades de concretar lo que no pudo lograr en su primer mandato, debido a que otros 4 años le permitirían no estar tan pendiente de complacer a un electorado que será necesario para quedarse en el Salón Oval. Pero si en los primeros días de su gestión, cuando tenía todo el viento a favor y el empuje del triunfo electoral, no hizo nada fuera del esquema habitual de los mandatarios estadounidenses, sería poco esperable que haga algo diferente ahora. Y, además, su campaña no cambió los ejes de la anterior de un modo drástico. Pone énfasis, sí, en aumentar impuestos a los ricos, algo que no logró hacer en este período y que le permite justificarse diciendo que la mayoría republicana no dejó resquicio para que fructificaran esas iniciativas. Pero es posible que ese punto se relacione también con que su contrincante en ese sentido está «flojo de papeles» con una fortuna calculada en 250 millones de dólares convenientemente oculta en los pliegues de paraísos en las Islas Caimán.
La cuestión es si llegaran a ganar los republicanos. Para Puricelli, si esto ocurre, «Estados Unidos en vez de jugar este rol de defensor del estímulo frente a la crisis internacional que encarna Obama, se podría correr a la lógica de austeridad de Merkel, suponiendo que Merkel llegara a enero del año que viene si continúa bancando las políticas de austeridad, algo que hoy en día es difícil de prever». Para Pozzi, un triunfo del ex mandatario de Massachusetts implicaría «un retorno a las peores formas de intervencionismo norteamericano de la época de Bush».
Romney mostró algunos de esos rasgos brutalmente imperiales en estos últimos meses. El ex gobernador de Massachusetts alcanzó cierta fama de buen gestor en su momento cuando salvó del desastre las Juegos Olímpicos de Invierno de 2002 realizadas en Salt Lake City, que venían de una serie de escándalos de corrupción en la junta organizadora y pasaron a la historia como las mejor desarrolladas en la historia de ese país. Ese antecedente le sirvió de trampolín para la gobernación de su estado y hace unas semanas para estar como invitado en los juegos de Londres. Pero allí mostró la hilacha: primero cuestionó, como si fuera un ciudadano británico, que justo en el momento en que se llevaba a cabo las Juegos Olímpicos aparecía la información que una empresa de seguridad privada «no tiene suficientes empleados y hay una supuesta huelga de los empleados de inmigración y aduanas, algo que no resulta muy alentador». Para rematar puso en duda el éxito del evento: «Es difícil saber cómo va a acabar saliendo todo». Un puñetazo demoledor en el rostro del conservador David Cameron que le granjeó, además, las pullas más feroces de los diarios sensacionalista de la isla.
En su visita a Israel no fue más diplomático. Se encargó de tranquilizar a los sectores más duros del gobierno de Benjamín Netanyahu con un «hay que emplear todas las medidas posibles para poner fin a la deriva nuclear del régimen iraní». Para luego levantar polvareda al declarar que Jerusalén es la capital de Israel. Un tema controversial en vista del pedido de admisión de Palestina como Estado pleno ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Revista Acción
Setiembre 1 de 2012

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