sábado

Connivencia con el enemigo

El soldado Bradley Manning entró a la sala del consejo de guerra de Fort Meade con su uniforme de gala. Aquel muchacho con cara de adolescente sorprendido parecía ahora, a los 24 años y luego de 20 meses de una poco piadosa detención en condiciones de extrema aislación, un hombre decidido a enfrentarse con su destino. Por consejo de sus abogados, prefirió no responder si se consideraba culpable o inocente de haber filtrado más de 700 mil documentos secretos sobre la ocupación estadounidense en Irak al sitio WikiLeaks. Lo acusan de 22 cargos, el más grave, de connivencia con el enemigo. Esto es, traición a la patria. Por haber revelado la forma en que las tropas estadounidenses maltrataban y humillaban a los nativos iraquíes tras la ocupación de 2003.
En Londres, mientras tanto, el actor Sean Penn explicaba a través de una columna en el diario The Guardian que cuando habló en Buenos Aires en defensa de las negociaciones entre Argentina y el Reino Unido para resolver la cuestión de la soberanía de Malvinas: “Como ciudadano estadounidense, cuya posición (o incluso cualquier derecho a tener una posición) ha sido puesta en duda en forma muy transparente por la máquina de propaganda corrupta y no diligente de gran parte de la prensa británica, que tergiversó mis palabras en una flagrante manipulación a pesar de contar con un registro completo de video.”
Los medios británicos lo habían tratado como un entrometido izquierdista extranjero que nada sabía sobre el tema y quería aprovecharse de la situación con fines ideológicos. Un mero simpatizante filocomunista que pretendía que los habitantes de Malvinas fueran deportados o reubicados del archipiélago que reclama Argentina.
Penn señaló, en cambio, que había cuestionado el viaje del príncipe Guillermo, porque la zona es un “área de operaciones donde muchas madres británicas y argentinas perdieron sus hijos e hijas”. Y porque, además, con el príncipe llegarían como es de protocolo, buques de guerra. Pero el protagonista de Río Místico y Mi nombre es Sam fue más incisivo al criticar los vínculos de Londres con Pinochet y las dictaduras sudamericanas. Gente que, escribió Penn, “ponía ratas vivas en los genitales de mujeres y torturaba con descargas eléctricas los testículos de hombres”.
Desde Buenos Aires, un grupo de 17 intelectuales y periodistas argentinos presentaba al mismo tiempo un documento que busca fijar una posición diferente a la del gobierno nacional en torno de la disputa por la soberanía en el Atlántico Sur. Un manifiesto cuya idea central es el pedido al gobierno nacional de que tenga en cuenta el principio de autodeterminación de los isleños.
“Un análisis mínimamente objetivo demuestra la brecha que existe entre la enormidad de estos actos (reivindicativos de las autoridades) y la importancia real de la cuestión-Malvinas, así como su escasa relación con los grandes problemas políticos, sociales y económicos que nos aquejan”.
Cierto es que el grupo del que forma parte Beatriz Sarlo no habla de renunciar a la soberanía y aporta argumentos que pueden resultar incluso atendibles. Habría que decir que esos planteos –sin dudas inspirados en la fuerte oposición que todos los firmantes no ocultan con el gobierno kirchnerista, y hasta un notorio antiperonismo– en otros contextos menos democráticos o liberales (en el buen sentido) bien podrían ser acusados de connivencia con el enemigo.
Porque en el encuadre de la recuperación de las islas como cuestión de Estado coinciden el oficialismo y la mayoría de la oposición representada en el Parlamento. Con el radicalismo, que ostenta como su orgullo haber logrado la resolución 2065 de la ONU del año 1965, que pide negociar la soberanía entre ambos países. Y tal vez eso sea lo que molesta en algunos sectores políticos argentinos más vinculados con el mitrismo explícito a través de los medios hegemónicos que con el sistema de partidos políticos.
Hacen recordar a aquellos exiliados porteños que desde Montevideo conspiraban contra Juan Manuel de Rosas, sin que les temblara la pera por hacer alianzas con Francia o Gran Bretaña.. Para los rosistas eran traidores a la patria. Cabría decir que del mismo modo fue catalogado el general Felipe Varela y tantos otros que se negaron a luchar en la guerra genocida contra el Paraguay de Solano López. Pero ellos invocaban la patria latinoamericana, que ahora se encolumna detrás del reclamo argentino.
Sucede que tanto los exiliados de la generación de 1837 como los mitristas en 1866 y, más acá en la historia nacional –tan rica en ejemplos de estas disputas internas en que uno de los sectores necesita de la ayuda de “amigos” del exterior para resolver las diferencias– ahora con el documento “Malvinas: una visión alternativa”, no se hace mención de un hecho insoslayable. No se trata de posiciones meramente ideológicas las que están en disputa. No es sólo por la libertad como hecho filosófico que luchaban aquellos argentinos, sino por cuestiones económicas y hasta geopolíticas. Cuestiones de poder, de influencia y distintas visiones sobre el país que intentaban construir.
Tenía que ser el actor y director estadounidense quien lo pusiera en blanco sobre negro: “es difícil imaginar que no hay correlación entre el posible descubrimiento de reservas de petróleo y este mensaje de intimidación preventiva (el viaje del príncipe y su comitiva de naves de guerra) de Gran Bretaña a la Argentina”.
El documento de los émulos del unitarismo –grandes divulgadores aquellos de la explotación de la mano de empresas británicas de los recursos mineros, por otro lado– se reconoce como la expresión de “miembros de una sociedad plural y diversa que tiene en la inmigración su fuente principal de integración poblacional”, por lo que “no consideramos tener derechos preferenciales que nos permitan avasallar los de quienes viven y trabajan en Malvinas desde hace varias generaciones, mucho antes de que llegaran al país algunos de nuestros ancestros”. Y agrega a continuación que “la sangre de los caídos en Malvinas exige, sobre todo, que no se incurra nuevamente en el patrioterismo que los llevó a la muerte ni se la use como elemento de sacralización de posiciones que en todo sistema democrático son opinables”.
El problema es que esa sangre caída en Malvinas fue, en su gran mayoría, de soldaditos con varias generaciones más de raíces en esta tierra que los intelectuales. Lo que seguramente no da derechos en la vida democrática, como señala el documento, pero algo dice en el contexto de la historia argentina.
Porque esos hijos de la tierra que, como se sabe, también fueron humillados y maltratados por los pulcros oficiales que los mandaban en esos terribles días de 1982, son descendientes directos de los mismos que lucharon en las guerras de la independencia. Y estaban emparentados con los soldaditos paraguayos que acompañaron hasta su último combate a Solano López el 1 de marzo de 1870.

Tiempo Argentino
Febrero 25 de 2012

El fin de la República española

Los académicos definen como Ciclo Largo de la economía a esos períodos caracterizados por un alto crecimiento, con una mayor prosperidad general, no exentos de ciertos altibajos en forma sinusoidal que de todas maneras no disminuyen la tendencia general positiva. Calculan los teóricos que es un lapso de entre 48 y 60 años al que denominan “ondas de Kondriatev”, por el economista ruso Nikolai Kondriatev. El concepto de Ciclo Largo posiblemente haya nacido con Federico Engels y fue retomado, entre otros, por los holandeses Jacob van Gelderen y Salomón de Wolff. Acotación aparte, todos ellos venían del campo socialista y tuvieron un final dramático: De Wolff estuvo preso en un campo de concentración, Van Gelderen y su esposa prefirieron suicidarse antes que caer en manos de los nazis en 1940 y Kodriatev, luego de haber elaborado el primer plan quinquenal de la Revolución Rusa, cayó en desgracia y fue deportado por Stalin a Siberia, donde fue fusilado en 1938.
Hay quienes consideran que la crisis europea no es más que el fin de un ciclo largo que se inició al fin de la Segunda Guerra y pudo atravesar el neoliberalismo de los ’80, pero terminó sucumbiendo ante la crisis inmobiliaria de los Estados Unidos en 2008. Quiso la casualidad que cuando salió el primer número de Tiempo Argentino, aquel 16 de mayo de 2010 que ahora parece tan lejano, una serie de hechos encadenados revelaban el fin de un ciclo largo en la España moderna. Cosa que se reflejó en el primer Panorama Internacional, que se tituló “Del Tejerazo al tijeretazo”.
Allí se anotaba la modificación en el paquete accionario del diario que se había convertido en el emblema de ese momento histórico luego de la muerte del dictador. “El 29 de abril pasado –decía la nota–, El País anunció en un suelto de tapa y una pequeña nota en su interior que, finalmente, había logrado un acuerdo con un fondo de inversión estadounidense para salvar a la empresa. El porcentaje que debió ceder la familia Polanco, propietaria de la mayoría accionaria, fue del 70%, aunque, jura, eso no le impedirá mantener el control de los contenidos.”
Ese miércoles, 12 de mayo, el entonces presidente del gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, había anunciado su primer recorte en el presupuesto, que para los medios se llamó precisamente Tijeretazo, con el que pensaba “equilibrar las cuentas” ante una crisis que ya se veía importante. Dos días después, el viernes 14 de mayo, decía la nota, “para remachar en caliente, Baltasar Garzón fue suspendido en sus funciones hasta el juicio oral que ordenó el Supremo Tribunal. Una medida apurada de un modo humillante, cuando el juez había pedido licencia para ir a la corte de La Haya, donde se juzgan violaciones a los Derechos Humanos en todo el mundo.”
Era el inicio del proceso contra el juez que había tenido la osadía de investigar delitos de lesa humanidad cometidos en América Latina por dictadores que en nada tenían que envidiar en cuanto a barbarie al “generalísimo” Francisco Franco. Se recordaba además en ese artículo que el gran salto como representante de las nuevas mayorías españolas para el diario El País –fundado el 4 de mayo de 1976, a días del golpe en la Argentina, otra casualidad– fue el golpe de mano que intentó un oscuro teniente coronel de la Guardia Civil, Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981. Porque antes de que el rey se inclinara por la defensa de la Constitución aprobada en 1977, el diario sacó una edición especial a favor de la democracia en pañales que marcó una línea para la sociedad. Desde entonces, El País fue el representante de esa nueva España, que se enseñoreaba sobre el resto de América Latina en un ciclo de expansión que la llevó a quedarse con muchas de sus empresas públicas, de algunos de sus principales bancos y de medios de información y editoriales.
Garzón fue, en ese contexto, la imagen humanista de un nuevo país que, para los más desconfiados, pretendía recomponer el imperio español creando una suerte de Comunidad Hispana de Naciones a la manera del Commonwealth británico.
El 20 de noviembre pasado la derecha ganó las elecciones generales. Unos días antes, Cambio 16, el otro pilar de la transición española, cumplía 40 años. La revista fue una bocanada de aire fresco a los últimos años del franquismo y tuvo sus fuertes encontronazos con el régimen, ya a esa altura una reliquia histórica. Cambio 16 fue también, en los primeros años de la recuperación de la democracia en esta parte del mundo, un faro en que muchos periodistas se quisieron reflejar.
Esta semana, quizás para cumplir con aquello de los ciclos largos, el semanario publicó un extenso reportaje al dictador Videla. Donde no lo tratan para nada mal al reo condenado por delitos de lesa humanidad. Y le dan espacio para que explique, a su modo, ese ciclo largo de la transición argentina, que interpretando sus palabras, encuentra su cauce final con la llegada de Néstor Kirchner al poder, el 25 de mayo de 2003, 30 años después de la jura de Héctor Cámpora.
En estos días también se anunció la nueva ley laboral del derechista Mariano Rajoy, que abarata a niveles insospechados el despido de trabajadores con la excusa de que así se generará más trabajo. También en estos días hubo veredicto en uno de los juicios a Garzón. El juez fue encontrado culpable de prevaricato e inhabilitado para ejercer en la justicia por once años. Los diarios conservadores destacaron que lo sentenciaban por haber “utilizado métodos totalitarios para investigar”. Garzón, finalmente, será oficialmente expulsado de la carrera judicial en una sesión del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) a realizarse el 23 de febrero. A exactamente 30 años del Tejerazo.
Según el embajador alemán, en aquella época, el rey tenía cierta simpatía con los golpistas. Juan Carlos, como se recordará, era nieto del último rey español, Alfonso III. El legítimo sucesor de la dinastía debió ser su padre, Juan de Borbón y Battenberg, pero como el caudillo le tenía inquina decidió saltearse el protocolo. Es decir que el actual monarca español fue designado a dedo por el supremo dictador nacido en Galicia. Lo que para los ojos americanos no puede sino dejar un tufillo a una democracia bastante renga, que la figura de Garzón se encargaba de enaltecer. Porque es el hijo de humildes trabajadores de Jaén, Andalucía, que había llegado alto y mostraba su voluntad de investigar violaciones a los Derechos Humanos donde quiera y cuando quiera que se hubiesen producido. Lo que, a la larga, lo ponía en un callejón sin salida: o era consecuente con sus ideas y abría las tumbas del franquismo o elegía ser hipócrita y dejaba que la ley de amnistía del ’77 siguiera su curso.
En ese reportaje, que marca el fin de un período para Cambio 16, Videla reconoce que los militares quisieron dejar descendencia política, pero no lo consiguieron. Franco, en cambio, tuvo éxito. Dejó a la monarquía para continuar con su legado conservador.
Las inestabilidades que acosaron a los argentinos y a los latinoamericanos en el pasado tienen orígenes políticos y económicos. Pero los habitantes de este lado del océano jamás renunciamos a construir una República. A ningún genocida se le ocurriría dejar un rey como heredero. Con la caída de Garzón, España no sólo renuncia a investigar su pasado. También abandona la voluntad de revisar la ley de amnistía y esa Constitución del ’78 que puso el último remache en la tumba de la República.
Y da comienzo a otro ciclo que desde el origen muestra su rostro despiadado: menos protección laboral, más ajuste y nada de investigar crímenes de lesa humanidad. Que una cosa va, indefectiblemente, de la mano de la otra.

Tiempo Argentino
Febrero 18 de 2012

viernes

La paz lennoniana

Hace unas semanas se publicó en Argentina el libro La historia oculta de los Estados Unidos, un extenso reportaje que el cineasta Oliver Stone le hace al intelectual anglopakistaní Tariq Ali. El director de JFK y Al sur de la frontera indaga al autor de Piratas del Caribe y uno de los referentes de la izquierda a nivel mundial, sobre su versión de ese período en que Estados Unidos se convirtió en el gendarme planetario y de cómo su población se mantiene al margen del precio que esa política imperial implica para el resto del planeta. También, y especialmente, de las relaciones entre la joven potencia que a regañadientes entró en la Primera Guerra Mundial y su madre patria, Gran Bretaña. Es decir, el tránsito de un imperio global a otro mediante la lenta cesión de influencia. En especial, desde 1945 se conoce ese período como la Pax Americana, aunque Alí no lo menciona de ese modo.
El concepto nace por extensión del de Pax Romana, acuñado por el historiador Edward Gibbon para explicar el período del imperio romano comprendido entre el año 29 aC y el 180 dC. Dos siglos desde que el emperador Augusto proclamó el fin de las guerras civiles dentro de ese extendido territorio de más de 5 millones de kilómetros cuadrados alrededor del Mediterráneo, hasta la muerte de Marco Aurelio. Fueron dos centurias en que los emperadores lograron mantener la paz interior bajo la rígida ley romana y apoyados en la férrea disciplina impuesta por las tropas imperiales. No era una paz consensuada entre pares, sino la eliminación de las guerras intestinas clausuradas mediante el convincente poder de las armas.
Hubo un siglo en que el Reino Unido consiguió repetir, con las diferencias del caso, ese momento en la Vieja Europa. Fue entre la derrota de Napoleón, en 1815, y el asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo, en 1814. Se conoce a esta época como la de la Pax Britannica. Alí le cuenta a Stone los detalles de cómo Estados Unidos se convierte en un jugador global y cómo los ingleses se ven obligados a ir transfiriendo los resortes del poder mundial a cambio de la imprescindible ayuda para derrotar a los alemanes y luego intentar frenar al bolchevismo que prometía extenderse desde la naciente Unión Soviética. También explica la relación especial que une a los dos imperios desde entonces, cosa que se vio claramente cuando Galtieri y sus secuaces creyeron que contaban con anuencia estadounidense para ocupar Malvinas en 1982.
La creación en 1945 de la Organización de Naciones Unidas no hizo sino cristalizar la división del mundo que los ganadores de la Segunda Guerra diseñaron en Yalta. El foro donde Argentina reclama contra la militarización británica del Atlántico Sur es, como señala el canciller Héctor Timerman, el escenario donde un grupo de cinco países con derecho de veto mantienen sus privilegios antidemocráticos con la por ahora obligada anuencia del resto de las naciones. Una anuencia que desde hace una década –hay quienes ponen fin a la Pax Americana el 11-S de 2001– es cada vez más cuestionada por bloques de naciones que están alcanzando cada vez más influencia, y entre ellos fundamentalmente los latinoamericanos.
Allí es donde el pedido de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de darle una oportunidad a la paz alcanza su verdadera estatura. Porque se trata de una paz, por así llamarla, “lennoniana”. Con arreglo al respeto por la voluntad y los intereses democráticos de todos los interesados. Algo que los ingleses no están dispuestos a aceptar porque quizás pretenden mantener un enclave colonial en el Atlántico Sur para creer que todavía son un imperio. O más bien porque la relación particular entre Londres y Washington da que es más conveniente para la OTAN que una base militar en esta región tenga bandera británica y no de Estados Unidos, en un contexto regional hostil a seguir aceptando una paz que no sea debatida igualitariamente. Cosa de no repetir el rechazo a las bases estadounidenses en Ecuador, Colombia, Paraguay, y obviamente, Guantánamo. Y que Washington pueda incluso aparecer como garante del diálogo.
El problema es el ocultamiento de la historia, tanto en América del Norte –de eso habla Stone– como en esta parte del continente. Baste citar como ejemplo que en abril de 2011, cuando se cumplían 150 años del inicio de la Guerra Civil estadounidense, la revista Time publicó una encuesta donde se revelaba que la gran mayoría de los pobladores de ese país desconocía la verdadera razón que dio origen a la contienda. No tenían la menor idea de que el motivo principal fue la abolición de la esclavitud.
María Laura Carpineta, colaboradora de Tiempo Argentino desde París, donde culmina un master en el Institut d’Études Politiques, comentaba hace unos días que le llamaba la atención lo poco que sabían los estudiantes sobre su propia historia. Más conocido como Sciences Po, es el lugar donde la dirigencia política francesa suele graduarse, con escasísimas excepciones. “Algún día serán gobernantes e ignoran lo que fue la guerra de Argelia, y están convencidos de que Estados Unidos enseñó a torturar a los militares argentinos”, decía la periodista, que debió explicarles que una investigadora francesa, Marie-Monique Robin, había develado la trama que llevó a viejos torturadores galos con experiencia criminal en Vietnam y Argelia a entrenar a los genocidas argentinos.
Ocurre que una masa crítica de dirigentes y responsables de medios nacionales ignoran o prefieren ignorar la historia de su propio país. O más bien intentan persistir en una versión de la historia acomodada a sus propios intereses que, en el caso de Malvinas, cada vez se ve más que no coinciden con el resto de sus conciudadanos. De otro modo no se entiende que cuando la situación entre ambos gobiernos se tensa, en aras de un supuesto profesionalismo –al que no acudieron durante la dictadura– terminen defendiendo los intereses británicos y se preocupen más por poner un ejemplo brutal, ante la escasez de bananas como resultado de una supuesta amenaza de bloqueo argentino al archipiélago, que por la nuclearización del subcontinente.
Llama la atención que sea el gobierno el que tenga que recordar que hubo varios intentos de invasión del Reino Unido al Río de la Plata. Y que si hubo bloqueo por estas pampas fue cuando una coalición anglofrancesa clausuró la salida del estuario, entre 1845 y 1850, para oponerse a la política proteccionista de Juan Manuel de Rosas. Pero estos medios actuales se sienten más cercanos a aquellos exiliados de la generación de 1837, que conspiraban contra su propio país desde el exterior, que a un gobierno elegido por el voto de las mayorías.
Ese fue un buen argumento presidencial, por otro lado. La democracia es la primera soberanía popular, dijo CFK, “sin esa soberanía no puede haber ningún otro gesto de soberanía, hacia dentro o hacia afuera, de ningún gobierno”. Concepto contundente contra el planteo británico que pretende que todos los habitantes de esta tierra somos responsables por la aventura bélica de una dictadura bárbara que los centros de poder mundial aplaudieron entonces. Otro buen argumento, de paso, es el que desgranó Adolfo Pérez Esquivel en un reportaje con el diario El Cronista. “La resolución de las Naciones Unidas no reconoce a los habitantes de las islas como pueblos originarios y por eso no tienen derecho a la autodeterminación”, señaló el Premio Nobel de la Paz 1980. Alguien a quien no se podría calificar de kirchnerista pero que viene apostando por la paz desde hace décadas. Por una paz para todos y sin amenazas.

Tiempo Argentino
Febrero 17 de 2012

domingo

Relaciones carnales en la prensa

Hay una línea de pensamiento que atraviesa la historia argentina y latinoamericana desde sus orígenes, que entiende a los nativos de estas tierras como seres en una etapa inferior de la evolución histórica. La dicotomía civilización o barbarie es la que mejor sintetiza la cuestión.
Enrique Szewach es uno de los personajes que sabe expresar esa ideología afín al establishment del modo más claro. Por eso, desde hace más de dos décadas, este licenciado en Economía de la Universidad Nacional de Buenos Aires siempre tiene a su alcance algún medio disponible donde expresar sus ideas. Y cuando no, es fuente inevitable de consulta para empresas trasnacionales y los sectores vernáculos más ligados a la élite financiera del planeta. Sectores a los que suele asesorar para aprovechar apetecibles nichos de inversión o la mejor manera de defender sus intereses en cualquier foro. Y mejor si el foro es exterior, porque los tribunales criollos no le resultan confiables.
Pero no puede decirse que el hombre, pronto a cumplir sus 58 años, disfrace su pensamiento. Más bien, habrá que reconocerle la persistencia empecinada en sus ideas, que defiende de un modo hasta provocativo. Una prueba es que su sitio web se llama “szewachnomics”. Un modesto homenaje tal vez a las medidas que en los ’80 implementó el entonces presidente estadounidense Ronald Reagan, las reaganomics, que impulsaron la ola neoliberal que todavía azota a buena parte del “mundo civilizado”.
Hombre con mucho sentido del humor y agradable discurso, fue interlocutor habitual del fallecido Bernardo Neustadt en los años ’80 y ’90, dirigió la revista Panorama y el diario El Cronista y suele ser columnista en medios electrónicos. Es autor, además, de un par de libros que desde el título lo ubican de manera definitiva: La eterna novela argentina y La trampa populista. En su extenso curriculum agrega que es presidente de Evaluadora Latinoamericana, una agencia calificadora de riesgos que desde 1995 aspira a cubrir en esta parte del mundo el rol que en otras latitudes cumplen Fitch o Standard & Poor’s. Olvida mencionar, sin embargo, el rol que tuvo no hace tanto como consejero de empresas trasnacionales que litigaban contra Argentina en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI).
En su sitio (como se dijo, tiene un banner de Puros Lotar, una empresa nacional con casa central en la calle 25 de mayo al 300, frente a la Bolsa de Comercio, donde ofrece los mejores habanos y una sala climatizada para que el cliente más exquisito pueda disfrutar del placer de fumar mientras lee un libro o toma alguna copa. Incluso tiene lockers para guardar sus puros hasta la próxima ocasión. Lugar selecto que desde hace algunos años, y al amparo de la nueva tendencia en la economía, decidió fabricar sus propios cigarros de hoja. Los hace en una planta ubicada en la provincia de Estelí, Nicaragua, donde, aseguran, “encontramos una pequeña fábrica de tabacos con operarios muy calificados, muchos de ellos cubanos que se formaron en las fábricas de La Habana”.
Bajo ese auspicio –¿será un canje o le pagarán por el aviso?- Szewach colgó hace unos días un artículo sobre Malvinas que reprodujo el diario La Nación. Una nota que pinta de cuerpo entero su enfoque sobre los problemas argentinos y los de la clase a la que pertenece, y que se suma a una posición que venía expresando el diario creado por Bartolomé Mitre. Allí escribe que, más allá de cuestiones relacionadas con apelaciones que califica de patrioterismo barato, “el verdadero interés (en las islas) surge de la explotación de recursos naturales en el mar y en la posibilidad de que, en algún momento de este siglo, la Antártida sea abierta a dicha explotación, para los países con derechos geográficos o políticos sobre esa zona”.
El texto intenta mostrar otra forma de negociar con los británicos desde el enfoque que Szewach y el periódico quisieran. Por eso agrega luego que “en la Argentina, miles de ciudadanos, muchos más que los que habitan las islas del sur, han preferido tener, además de su ciudadanía local, el pasaporte de una nación extranjera, de su “Madre Patria”, y no por ello tienen menos derechos que el resto de los argentinos, o son denostados o acusados de “vendepatrias”.
Una salida para el intríngulis que agitan las autoridades inglesas sobre respetar el deseo de los kelpers sería entonces, permitirles “conservar su ciudadanía británica y sus costumbres”. Una tesis interesante, y fácil de resolver en la teoría, claro.
Para el evaluador latinoamericano, se debería permitir incluso que los malvinenses puedan optar por manejarse en sus contratos y disputas con las leyes y jueces británicos o con las leyes argentinas. Pero a continuación Szewach despliega toda su artillería (ideológica, se entiende) mediante un paréntesis revelador: “(De hecho, ‘puestos a elegir’, y dado el funcionamiento de la justicia argentina, muchos compatriotas, también preferiríamos, con dolor, aceptar otro marco legal y otros jueces, antes que muchos de los nuestros.)”
Es cierto que la justicia argentina ofrece muchos flancos por donde atacarla, como a la mayoría de las instituciones nacionales. Pero baste mirar el modo en que la justicia española trata el caso Garzón, o el modo en que en Estados Unidos se respetan los derechos de los presos en Guantánamo, para darse cuenta de que por lo menos, en todos lados se cuecen habas. Pero eso no es todo.
Szewach, en los albores del kirchnerismo, apareció como testigo de inversores foráneos contra la Argentina en el CIADI, un organismo donde los estados se someten sumisamente al juicio de un tribunal sin derecho a apelación que defiende invariablemente los intereses de los inversores internacionales. Una rémora de los ’90 del mismo peso específico que los Tratados de Protección de Inversiones, que con la excusa de atraer inversores extranjeros –señores encumbrados que saborean habanos en ambientes climatizados, sin duda– resignó la soberanía de los jueces naturales argentinos en beneficios de instituciones no legitimadas por ninguna sociedad democrática.
Este periodista le hizo por aquellos meses una entrevista para la revista Veintitrés en su elegante oficina de Leandro Alem al 600. Quería conocer detalles sobre su intervención en el CIADI, pero fundamentalmente, preguntarle si no se sentía un traidor a la Patria, si es que esto significaba algo para él.
Todo se puede preguntar si uno lo hace de buenos modos. Szewach encendió su propio grabador junto con el del cronista, para que no se lo tergiversara. Un aparato digital de esos que todavía no estaban al alcance de cualquier escriba, habituado como estaba uno a mirar el giro monótono de la cinta para quedarse tranquilo de que todo funcionaba correctamente.
Dijo que no se sentía un traidor, que tenía familia e hijos en esta bendita tierra y que buscaba lo mejor para ellos y para el resto de la sociedad. Habló, incluso, de una parva de hijos “de dos gestiones (matrimonios) diferentes” a los que deseaba dejarles un país mejor. Que su intención era explicarles a sus contratantes extranjeros la forma en que podían hacer valer los contratos firmados durante el gobierno de Menem con servicios a un valor de un peso igual a un dólar. “Un país serio debe respetar lo que firma”, cree uno recordar que dijo, firme y definitivo. Nada muy diferente de lo que sigue sosteniendo hoy, justo es reconocer.
En otro tramo del texto referido a Malvinas, Szewach anota que para recuperar el archipiélago nuestro país debe encontrar solidaridad mundial y regional, para lo cual aconseja “dejar de enfrentarse con el mundo en materia de comercio internacional, acatar fallos de organismos internacionales, normalizar, dentro de lo posible y en condiciones razonables, las relaciones financieras, en síntesis, mostrarse como un país ‘normal’ que ‘juega con las reglas’ y no que anda reclamando excepciones hasta en la FIFA. Presentarse al mundo como un país normal que defiende sus derechos, pero que reconoce las limitaciones de la ley y las buenas costumbres y que tiene una propuesta negociadora concreta, más allá de un justo reclamo, le quitará argumentos al Reino Unido y a los habitantes de las islas”, finaliza.
Es decir, lo mismo que propusieron Cavallo y su aluvión de seguidores (Neustadt a la cabeza) para que el país definitivamente entrara en la senda del crecimiento gracias a la montaña de inversiones que vendrían a una nación respetuosa de las reglas de juego neoliberales. Una nación que debía seducir a los dueños del dinero con una promesa de relaciones carnales. Creencia que se demostró tan falsa antes en Argentina como ahora en Grecia, Italia, España, Portugal y el resto de Europa.
Peor aún: con un argumento parecido, la dictadura emprendió la aventura invasora de 1982, cuando pensó que el trabajo sucio hecho en el país y en Centroamérica en pos de las ideas “occidentales y cristianas” le iba a permitir legitimarse cumpliendo con un viejo reclamo del pueblo argentino.
En el Viejo Continente, mientras tanto, los organismos centrales intentan intervenir en la gestión (no en el matrimonio, se entiende) de la crisis de países “menores”. Pero los gobiernos ya empiezan a mostrarles los dientes a las agencias calificadoras como la que quisiera emular Szewach. Y Londres se refugia en su propio archipiélago para no ceder soberanía a la Unión Europea.

Tiempo Argentino
Febrero 5 de 2012

sábado

Fuego amigo en el gobierno de Brasil

Por “fuego amigo” se conoce, en el ámbito militar, a las balaceras desatadas entre efectivos del mismo bando. Se lo considera como un indeseado efecto colateral de la guerra, un error en la identificación del objetivo a eliminar que termina por matar a los propios. En política, en general, no se trata de errores sino de zancadillas surgidas de quienes integran el mismo espacio y compiten por los mismos cargos.
Desde hace algunos meses, este concepto se convirtió en un clásico en la política brasileña. El jueves se fue otro miembro del gabinete de Dilma Rousseff, alegando que cayó víctima de conjuras de los medios de información, pero sobre todo del “fuego amigo”, que lo fue limando para quitarlo de en medio en un ministerio clave para los dos proyectos más grandes tendientes a ubicar a Brasil como la potencia del siglo XXI: el Mundial de Fútbol del 2014 y las Olimpíadas de Río de 2016.
Mario Negromonte dejó su cargo en la cartera de Ciudades (algo así como Interior) luego de denuncias sobre sus presuntas vinculaciones con hechos de corrupción de distinto calibre. Hubo una investigación de la revista Veja que lo hace aparecer ofreciendo 30 mil reales a diputados de su propia bandería, el Partido Progresista (PP) para mantener su influencia dentro en la agrupación. Lo demás es lo usual: contrataciones irregulares de parientes y favorecidos, algún vuelto tras un desvío de fondos. En un caso, sin embargo, el tema parece una disputa de intereses comerciales. Se lo acusa de haber autorizado la construcción de una especie de tranvía en Matto Grosso, en lugar de una línea de ómnibus rápidos acordada por una gestión anterior.
Las denuncias, según indica el acusado, habrían surgido de filtraciones de correligionarios. El PP integra la coalición gobernante desde su costado más conservador. Nacido de sucesivas divisiones dentro de la Alianza Renovadora Nacional (Arena), el partido creado por la dictadura militar con el ánimo de perpetuar su proyecto político, llegó a estar en la misma vereda que el inefable Fernando Collor de Melo, obligado a renunciar luego de los escándalos de corrupción más grandes en la historia del Brasil moderno. Luego se acercó a otro Fernando, Henrique Cardoso, también presidente constitucional. Como no pueden estar demasiado lejos del poder, por lo que se ve, integran el frente de doce agrupaciones que armó el Partido de los Trabajadores (PT) con Lula a la cabeza. Y en la última elección obtuvo 44 bancas en diputados y cuatro senadores, convirtiéndose en el cuarto más grande del país.
Razón suficiente para que el remplazante del ministro defenestrado también sea del PP. Se trata de Aguinaldo Ribeiro, un ingeniero en administración de empresas que ocupó un cargo en Medio Ambiente y Recursos Hídricos en Paraíba y no está demasiado bien visto por los sectores ubicados más a la izquierda en el Partido Trabalhista y sobre todo en los movimientos sociales.
La cuenta de ministros que se tuvieron que ir del gobierno desde que Dilma Rousseff remplazó a Lula da Silva el 1° de enero de 2011 es inusual. Son siete los que tuvieron que irse por denuncias de corrupción. Entre ellos, una mayoría cayó, según susurraron, más tarde, víctimas del “fuego amigo”.
Así lo interpretó el primero en tener que irse al túnel, el jefe del Gabinete Civil, Antonio Palocci, hombre con antecedentes como se verá algunas líneas más abajo. Otros, como los titulares de Transporte, Alfredo Nascimento, de Turismo, Pedro Novais, y de Deportes, Orlando Silva, estaban de algún modo vinculados a los planes faraónicos de construcción que el Mundial y las Olimpíadas abren. El ministro de Agricultura, Wagner Rossi, y de Trabajo, Carlos Lupi, que también quedan en descubierto, podrían ser encuadrados como rencillas partidarias.
Ahora está en la picota el mandamás de Hacienda, Guido Mantega. Una suerte de héroe financiero en la gestión del PT, admirado en los centros internacionales y puertas adentro del país. Mantega deberá rendir cuentas ante el Parlamento para explicar las razones de la expulsión del presidente de la Casa de la Moneda, Luiz Felipe Denucci, acusado de haber cobrado monumentales coimas (nada menos de 25 millones de dólares) para beneficiar a empresarios en licitaciones públicas. Dicen que Mantega está armando las valijas para irse del ministerio. En su caso el remplazo será sin dudas del PT. Después de todo, es asesor de Lula desde hace años y remplazó a Antonio Palocci en 2006 con las primeras denuncias en su contra por corrupción. Con lo que se cerraría el círculo a toda una era en la historia brasileña que inauguró en 2003 el dirigente metalúrgico.
El caso más espinoso de resolver será
entonces el del área de Trabajo, que en el reparto de roles de la coalición gobernante le tocaba al Partido Demócrata Trabalhista (PDT). El renunciante Lupi fue remplazado provisoriamente por un funcionario de carrera con un perfil técnico, que a los miembros del PDT no les cae nada bien. Y tienen cómo hacérselo saber a Dilma, quien antes de integrarse al PT, en 2002, formó parte de esta agrupación de tinte laborista que se jacta de ser heredera del legado de Getulio Vargas, y fuera fundada en 1980 por el legendario Leonel Brizola. Por eso presionan a la mandataria por colocar a uno de los suyos en tan estratégica ubicación.
La presidenta, mientras tanto, volvió de una gira por el Caribe, donde demostró una vez más el rol que quiere para su país: visitó Cuba a pocos días del 50 aniversario del bloqueo para firmar acuerdos comerciales que ubican al gigante sudamericano como socio privilegiado de los cubanos. En pocas semanas cargará nuevamente las valijas para una gira que la llevará a Alemania, Estados Unidos, Colombia y la India. Con su colega Angela Merkel inaugurarán una feria de tecnología e innovación digital y en Washington será recibida por el presidente Barack Obama, intercambio de gentilezas luego de la visita que el estadounidense le hizo el año pasado. En Nueva Delhi, Dilma participará de una cumbre de jefes de Estado del grupo BRICS, que integran con Rusia, China y Sudáfrica, y en Cartagena protagonizará la VI Cumbre de las Américas.
Dentro de su país, la aprobación popular, de acuerdo a las últimas encuestas, supera el 59%, a pesar de las continuas crisis ministeriales y de la forma de resolverlas de esta ex presa política: siempre del modo más expeditivo. En su primer año como mandatario, Lula nunca pasó del 42% de aprobación, dato no menor en este caso.
Analistas políticos como Lucas González, de la UNSAM, explican que si bien en el PT muestran los dientes contra las decisiones de Dilma y dentro de la alianza algunos, como el poderoso PMDB, amenazan con boicotear las reformas en el Congreso, “esto no parece estar afectando la gobernabilidad de manera negativa, sino todo lo contrario”. Según esta lectura, la falta de carisma de Dilma la hace encarar las decisiones con más vigor y menos contemplación que el líder obrero, más flexible porque se sabía con espalda política para aguantar el chubasco: “Hasta ahora, los cambios en el gabinete frente a los escándalos han beneficiado a la presidente en términos de aumento en su popularidad y la conformación de un gabinete más cercano a sus preferencias. Quizás sea una estrategia poco ortodoxa y que ha generado varios enojos en Brasilia; pero la ortodoxia no es siempre la mejor aliada de un presidente que quiere alterar el statu quo.”

Tiempo Argentino
Febrero 4 de 2012