En setiembre pasado, el papa Francisco visitó el
cementerio de Fogliano Redipuglia, cerca de la frontera con Eslovenia, donde
descansan los restos de miles de caídos en el frente nordeste de Italia durante
la Primera Guerra Mundial. Fue su modo de recordar el centenario de una disputa
que dejó unos 20 millones de muertos, pero que no sería la última gran batalla
por el control del mundo. Desde ese lugar, el pontífice argentino advirtió que
hoy puede hablarse de «una Tercera Guerra Mundial». Una simple observación del
mapa de puntos críticos que pueden envolver al mundo en una nueva y fatal
conflagración le da la razón a Jorge Bergoglio, con el agregado de que en
algunos lugares calientes del planeta, incluso, la amenaza es nuclear.
En los últimos meses el riesgo de una gran contienda
similar a las dos que vivió el siglo XX se extiende peligrosamente en algunas
regiones críticas del globo. Pero a diferencia de la Primera y la Segunda
Guerra, cuando era posible determinar los bandos enemigos, hoy todo resulta más
difuso. Porque por un lado aparece el extremismo identificado como Estado
Islámico (EI), que controla amplias regiones en Irak y Siria y sumó a otro grupo
terrorista, Boko Haram, de Nigeria. Conocido en algunos distritos como ISIS,
por las siglas en inglés para Estado Islámico de Irak y el Levante, o DAESH,
por su acrónimo árabe, aboga por la construcción de un califato de tipo
medieval en zonas de población árabe, regido por una interpretación radical del
Corán, y cobró notoriedad en todo el mundo tras la difusión de una serie de
videos en los que sus milicianos muestran atrocidades pocas veces vistas, desde
degüellos hasta quema de personas, en una expresión de tétrico marketing del
horror. Son también designados genéricamente como yihadistas, porque defienden
el concepto de «guerra santa» para imponer la sharía (ley islámica), pero como
no son un estado constituido, están al margen de la ONU y la única sanción
posible sería la aniquilación a manos de fuerzas coordinadas bajo su amparo.
Algo que Estados Unidos viene pretendiendo imponer desde que tras el retiro de
sus tropas en Irak se fue conformando este descalabro generalizado en la
región.
El otro punto de gravedad superlativa es Ucrania, que
desde el derrocamiento de Viktor Yanukovich en febrero de 2014 potenció viejas
rencillas nacionales y provocó en primer lugar la reincorporación de la región
de Crimea a la Federación Rusa un mes más tarde y luego una guerra civil en el
este ucraniano, donde la población es mayoritariamente prorrusa. El oeste del
país se alinea con la Unión Europea, aunque sus espadas en el terreno son
militantes ultraderechistas que apelan a métodos violentos aprendidos del fascismo.
Tampoco ellos tienen demasiado apego a las normas de convivencia
internacionales.
Dada la relativa cercanía de ambos escenarios y teniendo
en cuenta que tanto en Crimea como en la ciudad de Tartus, Siria, hay bases
militares rusas, es dable entender que Rusia –y especialmente su presidente,
Vladimir Putin– sea en realidad el verdadero enemigo para los estrategas del
Pentágono.
La parábola de
Obama
Con la llegada de un hombre negro al poder en Estados
Unidos en 2009, una nueva señal pareció alumbrar desde Washington, luego de las
controvertidas invasiones a Irak y Afganistán que había iniciado George W.
Bush. En esta certeza, Obama fue ungido con el premio Nobel de la Paz a fines
de ese mismo año.
Poco antes había lanzado desde El Cairo un discurso que
parecía alentador. «He venido aquí a buscar un nuevo comienzo para Estados
Unidos y los musulmanes en todo el mundo, que se base en intereses mutuos y el
respeto mutuo…», dijo el presidente demócrata ante un auditorio que lo
contemplaba complacido en el aula magna de la Universidad Islámica de Al-Azhar.
A tal punto llegaba el sesgo pacifista que en julio de
2009 Obama viajó a Moscú para decirles a los mandatarios rusos –Dmitri
Medvedev, presidente, y Putin, primer ministro– que «ningún país puede afrontar
los desafíos del siglo XXI por su cuenta, ni imponer sus condiciones al mundo.
Es por eso que Estados Unidos busca un sistema internacional que permita a las
naciones perseguir sus intereses en paz, sobre todo cuando esos intereses sean
divergentes; un sistema donde se respeten los derechos universales de los seres
humanos, y se rechacen violaciones a esos derechos; un sistema en el que
tengamos con nosotros los mismos estándares que aplicamos a otras naciones, con
derechos y responsabilidades claras para todos».
Parecía un giro de 180 grados con respecto a la política
beligerante que predominaba en ese país. En mayo de 2010 Obama presentó su
primera Estrategia de Defensa Nacional. La Ley de Reorganización del
Departamento de Defensa de Goldwater-Nichols, de 1986, obliga a que cada
presidente eleve un informe anual al Congreso sobre el rol militar que su
gestión le asigna a Estados Unidos en el mundo. Obama siguió la misma línea que
había abierto en El Cairo y Moscú un año antes. Mencionaba allí ese esperanzado
discurso en la capital rusa y agregaba su compromiso con «nuestros amigos y
aliados en Europa, Asia, América y Oriente (…) incluyendo a China, India y
Rusia, así como naciones cada vez más influyentes como Brasil, Sudáfrica e
Indonesia».
Eran los tiempos en que el retiro de tropas de Irak y
Afganistán tenía fecha firme y la Casa Blanca necesitaba acuerdos con el resto
de las potencias para garantizar la paz. También eran los tiempos en que
Estados Unidos padecía una crisis económica y financiera que asfixiaba sus
recursos, como reconocía en aquel documento que ahora parece histórico. A sus
aliados de la OTAN no les iba mejor, y además era notorio el crecimiento de las
potencias emergentes que terminarían uniéndose en el BRICS, y de otros países
latinoamericanos que poco a poco iban
alcanzando mayores grados de libertad respecto de Washington.
Lo que parece un análisis económico geopolítico es el
punto de partida para el segundo informe de Estrategia de Defensa Nacional, que
Obama presentó en febrero pasado. Allí hay un profundo cambio en la concepción
geopolítica. Ya la administración demócrata no habla de crisis y economía de
esfuerzos sino más bien informa que crecieron el empleo y el PBI y China sigue
siendo amigo de Estados Unidos, pero ahora Rusia es una amenaza, lo mismo que
los grupos fundamentalistas que crecieron bajo el amparo de sus propias
políticas en relación con el mundo islámico. «El extremismo violento y una
amenaza terrorista en evolución plantean un riesgo persistente de ataques
contra Estados Unidos y nuestros aliados. La escalada de desafíos a la
seguridad cibernética, la agresión por parte de Rusia, los impactos de
aceleración del cambio climático y el brote de enfermedades infecciosas dan
lugar a preocupaciones acerca de la seguridad global».
Pero el cambio más dramático está expuesto en la
siguiente frase: «Cualquier estrategia exitosa para garantizar la seguridad del
pueblo estadounidense y avanzar en nuestros intereses de seguridad nacional
debe comenzar con una verdad innegable, Estados Unidos debe liderar. Un
liderazgo estadounidense fuerte y sostenido es esencial para un orden
internacional basado en normas que promuevan la seguridad global y la
prosperidad, así como la dignidad y los derechos humanos de todos los pueblos.
La pregunta no es si Estados Unidos debe liderar o no, sino cómo debe hacerlo».
Luego detalla las ventajas de acciones conjuntas y señala
cómo su gobierno lidera con más de 60 socios «una campaña mundial para degradar
y en última instancia derrotar a Estado Islámico en Irak y Siria» y cómo
«hombro con hombro con nuestros aliados europeos, estamos haciendo cumplir
duras sanciones a Rusia para imponer costos e impedir futuras agresiones».
¿Qué pasó entre un informe y otro? ¿Cómo fue que el
Premio Nobel de la Paz se involucró en una escalada que potenció a grupos
extremistas sin mucho apego por las formas y los valores que Estados Unidos
dice sustentar? ¿Cómo fue que Rusia de pronto se convirtió en un enemigo de
fuste, reviviendo los peores momentos de la Guerra Fría?
Luego de aquel discurso de El Cairo, comenzaron en el
norte de África levantamientos populares, fomentados desde redes sociales, que
se conocieron como la Primavera Árabe. Los gobiernos autocráticos de Túnez,
Egipto y Yemen alineados con Occidente tuvieron que irse ante las protestas
masivas y luego de brutales represiones.
También debieron enfrentar este tipo de cuestionamientos mandatarios
para nada proestadounidenses, como los de Libia y Siria.
Pero el tablero internacional no daba para revoluciones
democráticas, y prontamente tomaron el poder otros «amigos». La caída de
Muammar Khadafi en Libia llevó el caos al país, que se desmembró en bandos
tribales, algunos de ellos vinculados con extremistas islámicos.
El caso sirio es más complicado y revela hasta qué punto
algunas acciones políticas solapadas despiertan resultados demenciales. Porque
el presidente Bashar al Assad es heredero de una dinastía que gobierna a nombre
del partido Baas, socialista moderado y laico en una región subyugada por el
fundamentalismo religioso. Para derrotarlo, la coalición de la que hace gala
Obama en su documento al Congreso no dudó en apoyar a los grupos yihadistas más
fanatizados. Cuesta creer que esos milicianos se hayan desbordado en pos de un
califato sin que quienes los financiaron –entre los cuales está en primer lugar
Arabia Saudita– lo hayan podido prever. Ya había pasado en Afganistán a fines
de los 80, cuando para combatir la intervención soviética, desde la CIA
entrenaron a los talibán, que luego demostraron ser un grupo fundamentalista y
retrógrado. Allí nacería, según el discurso oficial, el grupo Al Qaeda, que
ahora dejó su lugar protagónico a EI.
En muy poco tiempo, EI tomó parte del territorio de Irak
y Siria. La intentona de Obama de sostener una coalición internacional contra
el gobierno sirio, como antes lo había hecho contra Khadafi, tropezó con la
negativa de Putin, de nuevo presidente, en setiembre de 2013. La base de Tartus
y la tradicional alianza con Al Assad eran un sólido motivo, pero también la
necesidad de poner freno a Estados Unidos luego del affaire libio. Obama,
entonces, se fue «con la cola entre las patas» pero no es casual que al poco
tiempo el grupo yihadista se extendiera como una mancha de aceite.
Las fronteras de Irak, creadas artificialmente por los
británicos tras la desaparición del
Imperio Otomano en 1922, incluyen población chiíta, sunnita y kurda. Las dos
primeras son interpretaciones divergentes y enfrentadas del Islam, los últimos,
una nación en busca de un Estado propio. Los kurdos, reprimidos en Irak, Siria
y Turquía por décadas, ayudaron a las tropas estadounidenses a derrocar a
Hussein y lograron un estatus autonómico con la nueva Constitución. Pero el
débil acuerdo entre sunnitas, chiítas y kurdos en Irak se fue quebrando por la
propia inoperancia de los amañados ganadores de las elecciones preparadas por
los invasores.
El primer ministro chiíta, Nuri al Maliki, tuvo que dejar
el poder casi expulsado por Obama ya que se había transformado en un factor
irritativo para la mayoría sunnita, lo que fue alimentando el crecimiento de
los yihadistas. Si a esto se suma que los territorios ganados por EI o
disputados con kurdos y tropas siras son ricos en petróleo que los grupos
extremistas no dudan en vender –a comerciantes que tampoco dudan en comprar– se
puede tener un panorama de lo que está en juego en la región. También así se
entiende la necesidad de Washington de acordar con Irán para que el régimen
chiíta persa colabore en la estabilidad regional, a pesar de la fuerte
oposición del gobierno israelí, que mantiene a Teherán como amenaza a su
existencia. Hace unos días, el secretario de Estado, John Kerry, tuvo la osadía
de reconocer que cualquier solución en Siria, luego de cuatro años de una
guerra civil sin haber podido expulsar a Al Assad, pasaba por negociar con el
líder. Recibió quejas desde Gran Bretaña y Francia, pero también desde su
propio gobierno, que se apuró a desmentir al funcionario demócrata.
Nigeria, el país más poblado de África y sexto exportador
mundial de petróleo, también sufre los embates de un grupo yihadista, Boko
Haram (que algunos traducen como «la educación occidental es un pecado»), que
saltó a la fama cuando en abril de 2014 secuestró a más de 200 chicas de una
escuela de Jibik. Con un esquema mediático igualmente tenebroso, hace semanas
anunció que había decidido someterse a los dictados del califa Abu Bakr
al-Baghdadi, de EI, quien prontamente aceptó la promesa de lealtad de los
nuevos vasallos.
La oferta de asociación de Ucrania con la Unión Europea
(UE) que recibió el presidente Yanukovich en noviembre de 2013, alentó a los
sectores proeuropeos de ese país, en muchos casos herederos de una tradición
que se puede rastrear hasta la invasión nazi, cuando se aliaron al enemigo de
la Unión Soviética. La caída de la URSS y el resurgimiento como nación autónoma
de Ucrania no había hecho sino potenciar esa división entre el occidente y el
oriente ucraniano, ligado por lazos étnicos y culturales con la Federación
Rusa.
También hay que tener en cuenta que en Crimea está la
base naval más importante de Rusia y que allí, a mediados del siglo XIX, se
consolidó el nacionalismo ruso en la guerra contra las potencias imperiales
francesa y británica. La península había sido incorporada administrativamente a
Ucrania por el líder soviético Nikita Kruschov en 1954 pero la base de
Sebastopol quedó luego en alquiler dentro de una región «rusificada». El
rechazo de Yanukovich a la ue despertó
protestas masivas en Kiev en febrero de 2014. Con la plaza Maidan tomada por
opositores, y tras la muerte de al menos 70 manifestantes, el presidente
renunció y el poder quedó en manos de prooccidentales. Unos días más tarde los pobladores de Crimea
votaron reincorporarse a Rusia, que inmediatamente aceptó la vuelta del
estratégico territorio desde donde se controla el acceso al Mediterráneo por el
Mar Negro. Tras las quejas diplomáticas de rigor, la comunidad internacional
consintió la nueva situación. Un poco porque reconoció lo que implicaba para
los rusos, y otro poco porque en el ajedrez,
a veces se deben cambiar alfiles. Y ya tenían a uno de los propios en
Kiev. El problema es que las regiones de Donestk y Lugansk, en el este, también
votaron por volver a la Federación Rusa. Cierto es que dependen incluso
comercialmente de las relaciones con Moscú, pero no es un dato menor que temen
una limpieza étnica de parte de las bandas fascistas que pululan en Kiev. Desde
entonces, una guerra civil larvada se desarrolla en esa parte del país.
Paralelamente, EE.UU. y la UE impusieron
sanciones a Rusia por lo que consideran una actitud agresiva al dar apoyo a los
«rebeldes» del este.
Un acuerdo de última hora en febrero pasado entre Putin y
los mandatarios de Francia y Alemania con el actual presidente ucraniano, el
empresario Petro Poroshenko, logró una débil tregua que frenó el deseo de Obama
de atacar en lo que sin dudas sería el estallido de la Tercera Guerra Mundial,
a las puertas de Moscú. Para Estados Unidos esa sería una nueva guerra fuera de
su propio territorio y una enorme posibilidad de negocios para su industria
bélica. Para Europa sería una batalla devastadora en sus narices. Ya bastante
tienen con los más de 20.000 millones de euros que llevan perdidos por las
sanciones económicas.
Peligro atómico
El presidente Barack Obama apura un acuerdo de los 5+1
(los países con derecho a veto del Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania)
por el plan nuclear de Irán. Cada una de esas naciones –Estados Unidos, Rusia,
China, Gran Bretaña y Francia– es una potencia nuclear y lo que se busca es la
firma de un documento que permita un control internacional sobre el desarrollo atómico
del país persa. ¿Quién se opone a este arreglo? Israel y sus aliados internos
en el Congreso estadounidense, la mayoría republicana. Para el gobierno de
Benjamin Netanyahu, Irán es una amenaza a la seguridad de Israel. Y un Irán con
potencial atómico, un peligro letal que se debe exterminar. Pero los 5+1
quieren acordar controles. El riesgo nuclear es real y concreto y mucho más si
no hay certidumbre y verificación externa, lo que despierta paranoias que ponen
en riesgo de extinción a la humanidad en su conjunto. Sucede que Israel tiene
artefactos atómicos, pero como oficialmente nunca los declaró, tampoco se
someten a control. Según un informe de la Federación de Científicos
Estadounidenses (FAS por sus siglas en inglés), Israel es potencia atómica desde
1967 y hoy tiene 80 cabezas nucleares listas para disparar. Poco en comparación
con Estados Unidos (4.764) y Rusia (4.300), pero es el único país de Oriente
Medio con ese tipo de armamento, con el telón de fondo del nunca resuelto
conflicto en Palestina.
Otros focos de tensión bélica en el mundo coinciden con
potencial nuclear de alguna o las dos naciones en conflicto. Es el caso de la
India y Pakistán, que mantienen un enfrentamiento por Cachemira. India tiene
120 cabezas nucleares, Pakistán 110.
China tiene una vieja rencilla con Japón por las islas
Senkaku. Oficialmente los japoneses, que padecieron los dos únicos ataques con
bombas atómicas contra un territorio poblado en la historia de la humanidad, no
cuentan con ese tipo de artefactos mortíferos, aunque son aliados férreos de
Estados Unidos. China tiene según la FAS 230 ojivas. Beijing reivindica el
control de la isla de Taiwán, donde en 1949 se refugió el gobierno derechista
de Chan Kai Shek y también recibe el apoyo estadounidense para mantener su
independencia. Los chinos, finalmente, rivalizan y mantienen rencillas
fronterizas con la India, pero en este caso como ambos integran el grupo BRICS,
podría sostenerse que conservarán sus diferencias en sordina. Corea del Norte,
por su parte, sigue estando en las pesadillas de los estrategas del Pentágono
desde 2012, con sus 10 cabezas nucleares que según su gobierno, podrían
alcanzar objetivos hasta en Washington.
Caos y petróleo
Desde que Muammar Khadafi fue asesinado en octubre de
2011 tras 42 años en el poder, Libia se fue sumiendo en el caos. El líder libio
fue enemigo declarado de Estados Unidos durante toda su vida y un fuerte apoyo
para movimientos de liberación de todo el mundo. En los últimos años había
tenido acercamientos con gobiernos derechistas de Europa, como con el italiano
Silvio Berlusconi y el francés Nicolas Sarkozy. Eso no impidió que el
mandatario galo fuera uno de los más encendidos gestores de la alianza que lo
derrocó, que, aparte de los países de la OTAN, incluyó a muchos enemigos
internos de Khadafi.
Hoy, en Libia, hay dos gobiernos. Estados Unidos,
Francia, Egipto, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes reconocen al que tiene
sede en la ciudad de Tobruk, en el este; Gran Bretaña, Turquía y Qatar apoyan
al gobierno islamista moderado de Trípoli. En el caso de Londres, eso le
garantiza petróleo sin cortapisas. Pero en el medio de todo esto también está
el avance de EI, que en este clima es casi un elemento de racionalidad, valga
la paradoja. La ue, también aquí, busca intervenir. Hay mucho combustible en
disputa para dejarlo en manos yihadistas.
En Yemen, luego de la renuncia en 2011 de Alí Abdalá
Saleh, quedó en el poder Abdo Rabu Mansur Hadi. Con la
promesa de escuchar las históricas reivindicaciones de cada uno de los
sectores, mantuvo el orden durante algunos meses. Pero un grupo rebelde
chiíta, los hutíes, aceleró el paso para
que se cumpliera la palabra empeñada. Hoy día controlan la capital y gran parte
del país y el mandatario pidió ayuda a la ONU. En Yemen, EI usa su táctica de
atentados terroristas como amenaza contra los hutíes. En Túnez también se hacen
fuertes los yihadistas, como para mostrar su intención de construir un califato
donde hace un siglo reinaban los turcos.
Revista Acción
Marzo 30 de 2015