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La paz lennoniana

Hace unas semanas se publicó en Argentina el libro La historia oculta de los Estados Unidos, un extenso reportaje que el cineasta Oliver Stone le hace al intelectual anglopakistaní Tariq Ali. El director de JFK y Al sur de la frontera indaga al autor de Piratas del Caribe y uno de los referentes de la izquierda a nivel mundial, sobre su versión de ese período en que Estados Unidos se convirtió en el gendarme planetario y de cómo su población se mantiene al margen del precio que esa política imperial implica para el resto del planeta. También, y especialmente, de las relaciones entre la joven potencia que a regañadientes entró en la Primera Guerra Mundial y su madre patria, Gran Bretaña. Es decir, el tránsito de un imperio global a otro mediante la lenta cesión de influencia. En especial, desde 1945 se conoce ese período como la Pax Americana, aunque Alí no lo menciona de ese modo.
El concepto nace por extensión del de Pax Romana, acuñado por el historiador Edward Gibbon para explicar el período del imperio romano comprendido entre el año 29 aC y el 180 dC. Dos siglos desde que el emperador Augusto proclamó el fin de las guerras civiles dentro de ese extendido territorio de más de 5 millones de kilómetros cuadrados alrededor del Mediterráneo, hasta la muerte de Marco Aurelio. Fueron dos centurias en que los emperadores lograron mantener la paz interior bajo la rígida ley romana y apoyados en la férrea disciplina impuesta por las tropas imperiales. No era una paz consensuada entre pares, sino la eliminación de las guerras intestinas clausuradas mediante el convincente poder de las armas.
Hubo un siglo en que el Reino Unido consiguió repetir, con las diferencias del caso, ese momento en la Vieja Europa. Fue entre la derrota de Napoleón, en 1815, y el asesinato del archiduque de Austria en Sarajevo, en 1814. Se conoce a esta época como la de la Pax Britannica. Alí le cuenta a Stone los detalles de cómo Estados Unidos se convierte en un jugador global y cómo los ingleses se ven obligados a ir transfiriendo los resortes del poder mundial a cambio de la imprescindible ayuda para derrotar a los alemanes y luego intentar frenar al bolchevismo que prometía extenderse desde la naciente Unión Soviética. También explica la relación especial que une a los dos imperios desde entonces, cosa que se vio claramente cuando Galtieri y sus secuaces creyeron que contaban con anuencia estadounidense para ocupar Malvinas en 1982.
La creación en 1945 de la Organización de Naciones Unidas no hizo sino cristalizar la división del mundo que los ganadores de la Segunda Guerra diseñaron en Yalta. El foro donde Argentina reclama contra la militarización británica del Atlántico Sur es, como señala el canciller Héctor Timerman, el escenario donde un grupo de cinco países con derecho de veto mantienen sus privilegios antidemocráticos con la por ahora obligada anuencia del resto de las naciones. Una anuencia que desde hace una década –hay quienes ponen fin a la Pax Americana el 11-S de 2001– es cada vez más cuestionada por bloques de naciones que están alcanzando cada vez más influencia, y entre ellos fundamentalmente los latinoamericanos.
Allí es donde el pedido de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner de darle una oportunidad a la paz alcanza su verdadera estatura. Porque se trata de una paz, por así llamarla, “lennoniana”. Con arreglo al respeto por la voluntad y los intereses democráticos de todos los interesados. Algo que los ingleses no están dispuestos a aceptar porque quizás pretenden mantener un enclave colonial en el Atlántico Sur para creer que todavía son un imperio. O más bien porque la relación particular entre Londres y Washington da que es más conveniente para la OTAN que una base militar en esta región tenga bandera británica y no de Estados Unidos, en un contexto regional hostil a seguir aceptando una paz que no sea debatida igualitariamente. Cosa de no repetir el rechazo a las bases estadounidenses en Ecuador, Colombia, Paraguay, y obviamente, Guantánamo. Y que Washington pueda incluso aparecer como garante del diálogo.
El problema es el ocultamiento de la historia, tanto en América del Norte –de eso habla Stone– como en esta parte del continente. Baste citar como ejemplo que en abril de 2011, cuando se cumplían 150 años del inicio de la Guerra Civil estadounidense, la revista Time publicó una encuesta donde se revelaba que la gran mayoría de los pobladores de ese país desconocía la verdadera razón que dio origen a la contienda. No tenían la menor idea de que el motivo principal fue la abolición de la esclavitud.
María Laura Carpineta, colaboradora de Tiempo Argentino desde París, donde culmina un master en el Institut d’Études Politiques, comentaba hace unos días que le llamaba la atención lo poco que sabían los estudiantes sobre su propia historia. Más conocido como Sciences Po, es el lugar donde la dirigencia política francesa suele graduarse, con escasísimas excepciones. “Algún día serán gobernantes e ignoran lo que fue la guerra de Argelia, y están convencidos de que Estados Unidos enseñó a torturar a los militares argentinos”, decía la periodista, que debió explicarles que una investigadora francesa, Marie-Monique Robin, había develado la trama que llevó a viejos torturadores galos con experiencia criminal en Vietnam y Argelia a entrenar a los genocidas argentinos.
Ocurre que una masa crítica de dirigentes y responsables de medios nacionales ignoran o prefieren ignorar la historia de su propio país. O más bien intentan persistir en una versión de la historia acomodada a sus propios intereses que, en el caso de Malvinas, cada vez se ve más que no coinciden con el resto de sus conciudadanos. De otro modo no se entiende que cuando la situación entre ambos gobiernos se tensa, en aras de un supuesto profesionalismo –al que no acudieron durante la dictadura– terminen defendiendo los intereses británicos y se preocupen más por poner un ejemplo brutal, ante la escasez de bananas como resultado de una supuesta amenaza de bloqueo argentino al archipiélago, que por la nuclearización del subcontinente.
Llama la atención que sea el gobierno el que tenga que recordar que hubo varios intentos de invasión del Reino Unido al Río de la Plata. Y que si hubo bloqueo por estas pampas fue cuando una coalición anglofrancesa clausuró la salida del estuario, entre 1845 y 1850, para oponerse a la política proteccionista de Juan Manuel de Rosas. Pero estos medios actuales se sienten más cercanos a aquellos exiliados de la generación de 1837, que conspiraban contra su propio país desde el exterior, que a un gobierno elegido por el voto de las mayorías.
Ese fue un buen argumento presidencial, por otro lado. La democracia es la primera soberanía popular, dijo CFK, “sin esa soberanía no puede haber ningún otro gesto de soberanía, hacia dentro o hacia afuera, de ningún gobierno”. Concepto contundente contra el planteo británico que pretende que todos los habitantes de esta tierra somos responsables por la aventura bélica de una dictadura bárbara que los centros de poder mundial aplaudieron entonces. Otro buen argumento, de paso, es el que desgranó Adolfo Pérez Esquivel en un reportaje con el diario El Cronista. “La resolución de las Naciones Unidas no reconoce a los habitantes de las islas como pueblos originarios y por eso no tienen derecho a la autodeterminación”, señaló el Premio Nobel de la Paz 1980. Alguien a quien no se podría calificar de kirchnerista pero que viene apostando por la paz desde hace décadas. Por una paz para todos y sin amenazas.

Tiempo Argentino
Febrero 17 de 2012

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