Como pocas veces, el Nobel de la Paz de este año es antes
que un premio, un símbolo de apoyo. Una señal que celebra el intento de un
puñado de países de un continente belicoso por demás para encontrar recovecos
por donde debatir las diferencias en el plano de la política sin terminar en
más tragedias, pero que también pretende fortalecer el frente interno ante los
embates de los que el viejo Arturo Jauretche podría llamar "profetas del
odio", esos cultores de la guerra, de la "división para reinar"
y por qué no, los que apuestan a quebrar a la Unión Europea.
Muchos de los cuales se ocultan ahora detrás del rostro de
una crisis económica que está socavando las bases del consenso social en muchos
países que adhieren el Grupo de los 27 ahora premiado en Oslo.
No se entiende si no es en este contexto que la organización
nacida en Roma en 1957 haya recibido un galardón justo en estos tiempos. Es que
no se está hablando de guerras, como lo dejó bien en claro el presidente de la
comisión que entrega el premio, Thorbjoern Jagland. "Este es un mensaje
para que Europa haga todo lo posible para asegurar lo que ha logrado y siga
adelante" dijo, para recordar luego todo lo que se perdería "si se
permite que la unión colapse".
Con distinto cariz, hubo adhesiones y rechazos a la decisión
del Comité Nobel. Para los sectores cercanos a la izquierda y dentro de los
países más acorralados por la crisis, sonó a burla que justo cuando los
organismos centrales proponen ajustes monstruosos de la economía, se premie a
la organización que no hace sino afilar las tijeras. Para otros, como el ex
ministro de Exteriores alemán Hans-Dietrich Genscher, es "una clara señal
para aquellos que aludiendo a supuestos intereses nacionales, ponen en peligro
el trabajo en pos de la unidad europea". No explicó, claro, si se refería
a los "mercados" que vienen acuciando a varios países, o a los grupos
financieros que desencadenaron una catástrofe monumental y siguen sacando
beneficios de ella, o a quienes expresan políticamente el hartazgo por esta
situación sin final previsible.
Pero este premio también tiene una lectura regional, que es
la que más interesa en este rincón. Porque muchos dirigentes políticos y
comunicadores de la derecha latinoamericana –desde Patricia Bullrich, Federico
Pinedo y Elisa Carrió hasta Joaquín Morales Solá, Mariano Grondona y Jorge
Lanata–, los mismos que cuestionan la democracia venezolana aún después del
triunfo categórico y cristalino de Hugo Chávez, deberían tomar el ejemplo de un
continente al que a todas luces admiran y quisieran emular.
Más aún cuando una de las críticas más feroces contra el
gobierno nacional que comparten todos los Macris y Aguads que por los medios
pululan es que Argentina "debe integrarse al mundo", que la política
del gobierno "nos aleja" de la civilización y "nos acerca peligrosamente
a gobiernos autoritarios".
Y sí, aceptemos el desafío de mirar hacia Europa. Pero no
para copiar modelos económicos que perjudican de manera impiadosa a los que
menos tienen, sino para reconocer la construcción de un ámbito de paz interior
y –alguna vez– de crecimiento como el que dice premiar ahora la Comisión Nobel.
Luego de siglos de matanzas y genocidios, alemanes y
franceses decidieron alguna vez que era hora de juntarse para no terminar
devorados en el caldero de la historia. Ya Estados Unidos era la potencia
dominante y se trataba, por lo tanto, de una decisión más hija de la necesidad
que de la perspicacia. Pero sirvió para que con el tiempo se agregaran naciones
que fueron conformando un bloque económico y social que estaría en condiciones
de pelearle la supremacía a los estadounidenses. Si no fuera por una crisis que
hace temblar las estructuras básicas de la unión continental a tal punto que
necesita el espaldarazo que le viene de Noruega –país que no integra la UE–
para creer que no está todo perdido.
La elección del domingo pasado en Venezuela mostró el
interés masivo de los venezolanos en no cambiar de modelo en mitad del río. No
ignoran lo que ocurre del otro lado del Atlántico y Henrique Capriles en cierto
modo ofrecía aquel camino. Pero el candidato derechista aceptó las reglas de
juego democrático. Y es de esperar que el sector que representa también adopte
todo lo que viene adosado a ese juego dentro del marco de la constitución
bolivariana. Principalmente, la fuerte apuesta de Hugo Chávez por la integración
regional.
No cabe abundar acá en consideraciones sobre la
trascendencia que estos comicios tenían para el resto de los gobiernos
progresistas regionales. Pero sería bueno que los que no son "de este
palo" se dieran cuenta de la importancia que también tenía para ellos
apostar por la unidad de estos benditos países. Algo que sobre todo a grupos
importantes de la clase media local –esos que tan bien Jauretche definía como
"tilingos"– les produce resquemor.
Europa no tiene destino fuera de la integración regional,
supieron darse cuenta los líderes continentales a poco de terminada la Segunda
Guerra Mundial. Y eso se está recordando en Oslo, en momentos en que la crisis
hace dudar a muchos sobre las ventajas de la unidad. Sucede que América Latina
tampoco tiene otro destino que la unidad regional. Esto implica que para los
argentinos no hay más futuro que unirse con brasileños, uruguayos, paraguayos,
bolivianos, chilenos y, claro, venezolanos. Sólo entendiendo este concepto –que
así dicho no es de izquierda ni de derecha, como bien supieron los europeos– se
podrá aceptar que decir Argenzuela no debería un insulto, sino un motivo de
orgullo. Y que sólo así argentos, yoruguas, bolitas, paraguas, brasucas y
perucas podrán ser más que la suma de sus partes.
El jueves, el Senado paraguayo rechazó la cláusula
democrática de la Unasur. Una señal, dicen los dirigentes políticos que
voltearon al presidente constitucional, de que Paraguay es una nación soberana,
que no acepta injerencia externa. Los medios concentrados protestan por estos
días porque el embajador de Argentina en Venezuela "no defendió" a un
periodista vernáculo presuntamente demorado en el aeropuerto de Caracas por
agentes venezolanos. Hace no tanto, batían parches por lo que llamaban una
"aduana paralela" que manejaría negocios entre ambos países sin pasar
por la burocracia diplomática.
Pero esos señores no ignoran que esa Europa a la que quieren
parecerse logró –con las críticas que se le puedan hacer desde acá, sobre todo
por el rol de potencia imperial que pretenden recrear– algo que cada vez más se
parece a una unidad nacional. Allí no hay fronteras interiores, por ejemplo.
Para cruzar los aeropuertos como si se estuviera en casa,
entonces, lo mejor no sería reclamar embajadores capaces de plantear demandas
diplomáticas a un gobierno considerado como enemigo, sino eliminar las barreras
fronterizas.
Como hacen en Europa, ¿viste?
Tiempo Argentino
Octubre 13 de 2012
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