Cuando al economista alemán Klaus Martin Schwab se le ocurrió la idea de
crear un ámbito para que los más ricos se juntaran con las dirigencias
políticas a debatir el futuro del mundo, tenía bien en claro a qué
apuntaba. Quería fomentar en Europa las prácticas de administración
empresarias que, según las usinas neoliberales del viejo continente,
explicaban el crecimiento de Estados Unidos desde el fin de la segunda
Guerra Mundial. A 43 años del primer encuentro en la ciudad suiza de
Davos puede decirse que Schwab hace tiempo que está en el pináculo de la
gloria.
De los 444 ejecutivos de empresas europeas con que abrió lo que entonces
se llamaba Simposio de Administración de Europa, pasó a más de 2500
invitados. De una cumbre que apenas logró financiar con apoyo de la
Comisión Europea y las asociaciones industriales del continente, pasó a
cobrar no menos de 55 mil dólares para asistir a un cónclave con los más
poderosos del mundo. Los socios permanentes, que son, por supuesto, los
grupos económicos más poderosos del planeta, tienen que aportar una
cuota anual de 108 mil euros. Eso sí, para figurar en este selecto
apartado del Foro de Davos, hay que facturar más de 5 mil millones de
dólares anuales.
Puede decirse que el apogeo de Davos fue a poco de la caída de la Unión
Soviética, cuando el neoliberalismo aparecía como la única opción
económica para la humanidad. Finalmente, las ideas de Schwab se habían
impuesto y no extraña que en este clima, el argentino Carlos Menem y el
mexicano Carlos Salinas de Gortari estuviesen entre los invitados
estrella. Eran los paladines de ese modelo que prometía quedarse para
siempre. Con desregulación, privatizaciones y flexibilización laboral
como panaceas para el crecimiento de las naciones. También Fernando de
la Rúa sería convidado de lujo, pero más que nada para alentarlo a que
no abandonara ese modelo que ya se estaba desgajando en el país.
Pero con el nuevo siglo las cosas ya no son como eran y el Foro de
Davos, antes socio en el éxito, está en el centro de las críticas por su
responsabilidad en la catástrofe que se esparce sobre el mundo desde el
estallido de la burbuja financiera, en 2008. La organización no
gubernamental Oxfam, con base en Londres pero sedes en 17 países, lanzó
la primera piedra, con un informe lapidario sobre el resultado de esas
políticas en los últimos 30 años. El dato que más circuló en los medios,
por el impacto emocional, es que 85 señores tienen más fortuna que 3570
millones de seres humanos, la mitad de la población mundial. Lo que no
se difundió tanto son las recomendaciones que la gente de Oxfam le hace a
los supermillonarios.
Les dice, por ejemplo, que habida cuenta de que en estas tres décadas se
incrementó la desigualdad en los países más desarrollados, y que ese
desnivel está relacionado directamente con la evasión y la elusión
fiscal –les computa 18,5 billones de dólares en cuevas fiscales– hagan
algo urgente para resolver la cuestión antes de que todo estalle en mil
pedazos, palabras más, palabras menos. La frase exacta es "si la
desigualdad económica extrema no se controla, sus consecuencias podrán
ser irreversibles, dando lugar a un monopolio de oportunidades por parte
de los más ricos, cuyos hijos reclamarán los tipos impositivos más
bajos, la mejor educación y la mejor atención sanitaria".
El mecanismo para que el mundo sea como es hoy, para la ONG británica,
se fue dando con la "apropiación de los procesos políticos y
democráticos por parte de las élites económicas". El subtítulo del
dossier lo dice con toda contundencia: "Secuestro democrático y
desigualdad económica". Esto es, los ricos se las ingeniaron para la
construcción de un sentido común proclive a las ideas que benefician a
los sectores empresariales. Entre ellas pueden citarse el apoyo
mediático a la baja de impuestos a los que más tienen, o a la
disminución del presupuesto estatal en áreas clave como la salud o la
educación. Una forma suprema de suicidio colectivo que mucho circuló por
estas tierras en los 90, y que crece en intensidad en la Europa de
estos días como remedio para la crisis económica.
Otro que se sumó a los reclamos hacia los poderosos del planeta fue el
Papa Francisco, con un pedido de que "la riqueza esté al servicio de la
humanidad, no para gobernarla". El argentino se mantuvo ausente del
encuentro pero quería fijar posición desde Roma. Como viene ocurriendo
desde 2003 en adelante, no hay representantes del gobierno nacional en
Davos. El único nativo que acudió a la cita es el jefe de gobierno
porteño, Mauricio Macri. Como el encuentro es para "policy makers"
(hacedores de política), el lord mayor porteño fue como gobernador del
distrito donde tienen su residencia muchos de los más ricos del país.
También podía asistir como uno de ellos, aunque las empresas familiares
no están a su cargo y no las puede acreditar como fortuna personal
exclusiva. Como sea, le caben las recomendaciones tanto papales como
académicas para mejorar la situación de los ciudadanos, al menos, de su
patria.
Tal vez no venga muy a cuento, pero los medios concentrados se
encargaron de mostrar sus críticas a la ausencia de la presidenta en la
ciudad suiza. Desde considerar que esa inasistencia es peligrosa para el
país como el lamento macrista de que Davos "es un lugar en donde
tenemos que estar", cosa de no quedar al margen de los que mandan en el
mundo. Ese viejo discurso de que no hay que aislarse del mundo.
Más allá de creerse que resulta más conveniente codearse con los ricos y
no viajar a La Habana para la cumbre de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), algo que la historia argentina
demuestra como falso, Macri señaló que el encuentro en Europa es como
"una ocasión para reflexionar sobre las causas de la crisis económica".
¿Si fuera presidente, iría a Cuba como harán el resto de los presidentes
de la región?
Curiosamente –o quizás no– entre las primeras cuestiones que surgieron
en Davos está el tema educativo. Así fue que en el 44 Foro Económico
Mundial se cuestionó la utilidad de la educación superior, y apareció el
consabido discurso de si el gasto en esa área debe ser visto como una
inversión o un derroche. El argumento de los popes de Davos es que cerca
de 285 mil graduados universitarios estadounidenses no tienen más
remedio que trabajar por un salario mínimo y que por lo tanto no vale la
pena perder tiempo y dinero en una carrera universitaria. El dato es
que la mitad de los graduados estadounidenses termina sus estudios con
una deuda media de 30 mil dólares.
"Hace 30 ó 40 años se contrataba a gente graduada a la que se formaba, y
ahora se contrata a gente con seis o siete años de experiencia. No
tiene nada que ver", señaló Sean Rush, presidente de la ONG Junior
Achievement Worldwide. Según el cofundador de Codeacademy, Zach Sims, en
algunas licenciaturas "lo que se enseña es irrelevante, porque va
desacompasado” con la realidad.
"Claro que vale la pena estudiar –terció Ángel Gurría, secretario
general de la OCDE–. Para aquellos que tienen el diploma, la posibilidad
de perder el trabajo estadísticamente es mucho menor". Pero el más
perspicaz fue el italiano Gianpiero Petriglieri, profesor asociado en la
escuela de negocios Insead, radicada en Francia. "Tal vez un título
universitario no ofrece la garantía que solía (… pero) lo único que te
da una garantía es nacer rico."
La cuestión de la educación, esencial para cualquier proyecto tendiente a
disminuir la desigualdad, no se refiere tanto al por estos días
desprestigiado igualitarismo. Se trata, más bien, de que todos tengan en
el punto de partida de sus vidas oportunidades equivalentes. Es decir,
que Antonia, la hija de Mauricio, no salga a la cancha con semejante
ventaja en relación con la hija del cartonero que pasa ahora por la
esquina. Cosa de corroborar si los que están en la cúpula de la pirámide
tienen méritos, como exigiría una verdadera aristocracia (el gobierno
de los mejores), o son solo una banda de arribistas que no dejan crecer a
nadie para continuar en la cima, como asegura el saber popular y se
desprende del informe de Oxfam.
Tiempo Argentino
Enero 24 de 2014
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