El sistema democrático que dejó la dictadura
brasileña resulta más un embrollo destinado a impedir cualquier cambio
profundo en la distribución del poder que entre 1964 y 1985 diseñaron
los militares que un modelo para la extensión de los derechos
ciudadanos. Lo dicen los analistas más diversos y lo corroboró incluso
el presidente del Supremo Tribunal Federal de Brasil, Ayres Britto, en
un dictamen por el que se condenó por delitos de corrupción a tres
encumbrados dirigentes del PT en una causa en la que todos los jueces
que participaron de la investigación reconocieron que no hay ninguna
prueba material para semejante fallo. Que se manejó sólo con indicios y
aportes absolutamente subjetivos luego de la denuncia de un oscuro
personaje de ese país que estuvo separado de la política durante diez
años por cargos sí comprobables de corrupción. Uno de los condenados es
José Dirceu de Oliveira e Silva, un ex dirigente guerrillero que integró
el grupo formador del partido del ex presidente y dirigente metalúrgico
Lula da Silva.
IMPACTO. La Justicia brasileña llevó el proceso hasta las últimas consecuencias pero levantó críticas en la sociedad.
Dirceu fue el factótum, también, de la gran transformación del
Partido de los Trabajadores, que llevó a Lula al poder en 2003, pero que
un par de años más tarde caería en desgracia por una combinación de un
ataque de la derecha más reaccionaria del país, con apoyo de los medios
concentrados y de una Corte de Justicia que al tiempo que intentaba
demostrar dignidad en condenar actos que consideró de gravedad
institucional sin evidencias, niega el derecho a investigar los delitos
de lesa humanidad cometidos por uniformados en los que hay multitud de
pruebas tangibles y demostrables.
Quizás la estocada final contra Dirceu y José Genoino, que era el
presidente del PT al inicio de la causa, tenga que ver precisamente con
el impulso que el ala izquierda del partido trabalhista le quería dar a
los juicios por la Verdad –que puso en marcha finalmente Dilma Rousseff–
mientras que Lula sentaba las bases para poner en marcha los cambios
más profundos en la historia moderna del Brasil, bajo un sistema
democrático diseñado para impedírselo.
Vida de novela
La historia de Dirceu podría ser la base para una novela. Nacido en
Minas Gerais, se instaló en San Pablo donde devino en líder estudiantil
en aquellos acalorados días de 1965, a poco de que los militares se
instalaran en el Planalto con un proyecto económico de corte
desarrollista-represivo. En 1968 cae detenido en el interior del estado
de San Pablo en el marco de un congreso de estudiantes. En 1969 dos
grupos guerrilleros, el MR-8 (por el día de octubre en que fue muerto el
Che Guevara) y Acción Libertadora Nacional (ALN), secuestraron al
embajador de Estados Unidos en Brasil, Charles Burke Elbrick. Dirceu y
otros 14 presos políticos fueron liberados y deportados como parte del
acuerdo para dejar en libertad al diplomático. Dirceu fue primero a
México y luego a Cuba. Allí se hizo una cirugía estética y cambió su
identidad para volver clandestinamente a su país, donde fue conocido
como Carlos Henrique Gouveia de Mello. Ni siquiera la mujer con la que
se casó entonces sabía de su pasado. Mientras tanto, la dictadura le
había quitado la ciudadanía. Con la amnistía de 1979, «rehizo» su cara
original y volvió a su país para fundar, unos años más tarde, el PT
junto con un puñado de dirigentes obreros e intelectuales de izquierda.
Recuerda Ricardo Romero, politólogo y docente en la Universidad de
Buenos Aires (UBA) y en la de San Martín (UNSAM) y especialista en temas
brasileños que renueva cotidianamente en su sitio
www.politicabrasil.com.ar, que fue Dirceu el que diseñó la estrategia
para la toma del poder por la vía democrática. Es decir, aceptando unas
reglas de juego que no facilitaban las cosas. Lula había perdido en tres
ocasiones y en el PT primó la idea de que si se quería dejar de ser un
partido testimonial y de oposición era necesario armar coaliciones. Así
fue que se diseñó una política de alianzas con partidos de
centroizquierda primero y luego con sectores más conservadores pero
dispuestos a apoyar un neodesarrollismo que prometía beneficiar a la
clase trabajadora por su impulso a la producción nacional pero que iba
en principio a atacar a los viejos «coroneles» de los que solía escribir
Jorge Amado, esos caudillos feudales del Nordeste del país, sin ir más
lejos.
De esta urdimbre nació el acuerdo con el vicepresidente que tuvo
Lula, José Alencar, un empresario textil de derechas, líder de un
movimiento de la Iglesia Evangelista con gran inserción en medios
radiales en todo el territorio del país.
Prender el ventilador
Uno de estos aliados, Roberto Jefferson, sería el que clavaría el
frío puñal por la espalda, con el apoyo de la revista Veja, en ese año
de 2005 que dejaría como un gran hito para la historia latinoamericana
el entierro del ALCA en Mar del Plata. Esa, que parece otra historia,
quizás no lo sea tanto en vista de lo que se jugaba entonces en los
medios brasileños primero y en el interior del PT después.
Según el entonces diputado Roberto Jefferson, Dirceu, a la sazón el
jefe del gabinete de Lula, era el encargado de repartir sobresueldos de
hasta 12.000 dólares por mes a aliados del PT gobernante para acelerar
leyes esenciales para la gestión. El caso saltó a la prensa como el
mensalão (literalmente «sueldón mensual») entre enero de 2003, cuando
asumía el PT, y principios de 2005. Según Jefferson, que admitía no
tener ninguna prueba, los beneficiarios fueron legisladores de los
aliados partidos Progresista (PP, conservador) y Partido Liberal (PL,
derecha, el del vicepresidente). Él mismo, como miembro del Partido
Trabalhista Brasileiro (PTB), declaró haber recibido dinero del PT para
financiar su campaña en el marco de la alianza interpartidaria.
El problema es que toda esa información la sacó a la luz luego de
haber sido denunciado por la revista Veja en el marco de una denuncia de
irregularidades en el Correo que lo involucraban directamente. Ya
Jefferson había estado en el centro de los debates algunos años antes,
cuando era la única espada que en el Congreso defendía a Fernando Collor
de Melo en el juicio por corrupción que finalmente lo obligó a
renunciar.
El caso es que Jefferson –como diría Amado– «prendió el ventilador»
para defenderse del caso del Correo y acusó a Dirceu, al presidente del
PT, José Genoino, y al tesorero Delúbio Soares de haber pergeñado un
esquema de corrupción del que juró que el presidente Lula no tenía
conocimiento.
El caso ponía en el tapete el sistema que amañó la dictadura y por
el cual, resalta Romero, ningún partido puede tener mayoría
parlamentaria, lo que obliga a una permanente negociación. Se lo conoce
como sistema de preferencias. «Hay una doble elección: un candidato
adhiere a un partido pero junta votos de manera personal. Se trata de
una lista no bloqueada o plurinominal», aclara. Eso personaliza la
elección y hace que la negociación sea no sólo con la oposición sino
también hacia adentro del propio partido. Cada diputado tiene su base
territorial a la que necesita rendir cuentas logrando dinero para obra
pública o incluso para conseguir cargos a los adherentes.
Por otro lado, tienen más representación regiones con menos
población a expensas de los distritos más populosos. Lo que hace que
Recife tenga en comparación más representantes que San Pablo. Y no es
mal visto que un dirigente pase de bando por cuestiones momentáneas. «No
es raro que un diputado entre por un partido, se pase a otro en medio
de una negociación clave y luego vuelva al partido original». De tal
modo que cada decisión a nivel parlamentario se tiene que dar con los
bloques pero también con dirigentes que tienen peso territorial.
Es así que prendió la denuncia contra el PT, acusado de haber
«comprado» votos de congresistas para que le aprobaran las leyes que el
gobierno necesitaba.
El problema es que no había nada que vinculara a los condenados con
el llamado mensalão, más allá de que el partido pudiera haber girado
fondos para la campaña de sus aliados, como señala el fallo del
Tribunal, que por 6 votos a 2 consideró que Dirceu «comandó la
actuación» de los operadores de un procedimiento de financiación ilegal
que desvió dineros públicos para «comprar apoyos» en el Congreso a
través de transferencias irregulares a dirigentes de partidos aliados.
Curiosamente el presidente del Supremo Tribunal Federal (STF), la
Corte Brasileña, se descargó en un veredicto contra el sistema político
en general. Así, tras condenar a los reos (a los tres se suman
dirigentes y algún empresario que habría actuado de intermediario)
descargó sus críticas al «modelo de gobierno de coalición» del que dijo
que sólo debería existir en los períodos preelectorales. «El sentido de
las alianzas es su transitoriedad», dijo Ayres Britto. «Cada partido
goza de autonomía política, administrativa y financiera en gran medida.
Tiene una identidad ideológica o político-filosófica que se pone en
suspenso para formar alianzas en el período electoral». Una vez
terminado este período, considera, «son sustituidas por alianzas
tópicas, puntuales, episódicas, para la aprobación de proyectos
específicos». Luego critica lo que llamó alianzas ad aeternum, «que
implican un condicionamiento material a la hora de las votaciones».
Pruebas elásticas
Para agregar algo más de leña al fuego, el jurista brasileño Fábio
Konder Comparato, sostiene que se le agregó una P al viejo terceto de
tradicionales condenados en Brasil. Antes, ironiza, sólo eran
encarcelados pretos (negros), pobres y prostitutas. Ahora se le
agregaron políticos. Y cuestiona que la justicia no avance sobre otros
delitos que en el marco de las instituciones de ese país se han cometido
y se cometen, pero que atañen a partidos de la derecha.
Breno Altman, director del sitio Opera Mundi y de la revista Samuel,
centró su análisis en el tratamiento de la prensa de temas que ensucian
a personajes de la envergadura de Dirceu y golpean tan de cerca a Lula.
El dato que apunta Altman es la forma en que los medios mostraron a los
jueces del STF de acuerdo con el voto que fueron deslizando, ya que no
emiten sentencia en conjunto.
El magistrado que ofició de relator, Joaquim Barbosa, y el revisor,
Ricardo Lewandowski, son dos caras de una misma moneda. El primero, que
encontró culpables de corrupción activa a los acusados a pesar de
reconocer la falta de pruebas, es un héroe mediático que destacan como
«la estrella, el negro que habla alemán, el mineiro que baila forró, o
el juez que ama la historia y los trajes de Los Angeles y París».
Lewandowski, en cambio, fue acusado de parcialidad y se lo ubica al
borde de la venalidad por haber absuelto a Dirceu luego de haber
registrado que no se probó una acción específica de su parte en el
delito que se le asigna.
Otros jueces como Gilmar Mendes, en la visión de Altman, trasuntaron
en sus dictámenes «revanchismo contra el PT», mientras que del ministro
Marco Aurélio de Mello se limita a observar que «es el mismo que había
dicho que el golpe de 1964 fue un mal necesario». Los demás, acota,
hablaron de dignidad pero sin apelar a la presunción de inocencia, al
punto que la ministra del STF, Rosa Weber, proclamó que la «elasticidad
de las pruebas» permite condenar sin ningún problema.
Revista Acción
Noviembre 1 de 2012
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