El 1º de enero de 2003 se iniciaba un proceso político que marcaría
profundamente la historia de Brasil y de América Latina. Ese día, un
obrero metalúrgico surgido de las capas más pobres de su país, juraba
como presidente en el Palacio del Planalto. Su discurso inaugural era
toda una definición y todavía conmueve desde Youtube: "Yo, que tantas
veces fui acusado de no tener un título universitario, consigo mi primer
diploma, el título de presidente de la República de mi país." Como una
puñalada fríamente calculada, sin embargo, este décimo aniversario
encuentra al líder sindical ante la encrucijada de terminar juzgado por
delitos de corrupción de los que no hay pruebas. Pero que por esas
cuestiones de la política, tampoco parece relevante que las haya.
Después de todo, hombres de su más estrecha confianza en el Partido de
los Trabajadores ya fueron condenados sin que las evidencias fueran un
detalle que frenara al Supremo Tribunal de Justicia.
A lo largo de su historia, Brasil nunca se había vinculado mucho con el
resto de los países de la región. Más bien, puesto como un freno al
poderío de la corona española en el continente americano, siempre se
había mantenido al margen. Cuando las tropas napoleónicas invadieron la
península ibérica, en 1808, Juan VI de Braganza huyó a Río de Janeiro,
donde instauró la capital provisoria de su reino. Las demás naciones
americanas, mientras tanto, comenzaban el movimiento revolucionario que
devino en cruzadas independentistas. Para 1822, en plena guerra contra
la restauración del absolutismo, el hijo de Juan, Pedro I, se declaraba
independiente y anunciaba la creación del Imperio del Brasil. La
República nacería en 1889, un año después de que se aboliera la
esclavitud.
El gobierno del PT siguió una tradición integracionista que los
gobiernos populistas del continente y de su propio país habían intentado
sin éxito, y que encuentra su pico en Getulio Vargas en los 50. Lula
vino a poner fin a ese aislamiento que perjudicaba tanto a los
brasileños como al resto de los latinoamericanos, y fue artífice a la
vez de este momento tan particular que vive la región desde entonces, a
partir de que Hugo Chávez profundizara su modelo tras la intentona
golpista de 2002 y la llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada en
marzo de 2003.
Pero la gestión de Lula estaba contaminada por una contradicción
original difícil de eludir. Cuando la dictadura se fue, en 1985, había
dejado un par de leyes fundamentales para cuidarse las espaldas y
mantener los privilegios de la clase dirigente a resguardo de cualquier
cambio democrático. Entre ellas, estableció una ley de amnistía que
todavía hoy traba el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad
cometidos desde el golpe de estado de 1964. Crímenes que padecieron
algunos de los creadores del PT junto con Lula, como José Dirceu, e
incluso la actual presidenta Dilma Rousseff.
Lula, en cambio, no había padecido la persecución de los militares
porque estaba ocupado en otros temas: había terminado sus cursos de
tornero y se recuperaba de un accidente con una prensa hidráulica que le
había destruido el dedo meñique de la mano izquierda durante un turno
nocturno en la fábrica de carrocerías Fris Moldu Car.
Esos sectores de izquierda revolucionaria se encontraron con la
dirigencia gremial que hacia fines de los años'70 se nucleaba alrededor
del líder nacido en el nordeste de Brasil. En 1980, Lula fue artífice
de una huelga de 40 días en el cordón industrial de San Pablo y fue
detenido y procesado por las autoridades de facto. Pero, obedientes de
Washington, los dictadores lo dejaron en libertad. Podría ser todo lo
peligroso que aseguraran los uniformados, pero cuando el sindicalista
polaco Lech Walesa era la avanzada occidental en el corazón del imperio
soviético, que un aliado de Estados Unidos mantuviera preso a un
gremialista no estaba nada bien visto.
Nueve años después, Lula fue candidato a presidente por primera vez.
Una feroz campaña mediática que no ahorró miserias, al punto de acusarlo
de racista porque le habían descubierto una hija no reconocida con una
mujer negra, el favorito de los medios Fernando Collor de Mello asumió
en 1990. A los dos años renunció en medio de un juicio iniciado en el
Congreso por corrupción. El PT –que ya había probado un nuevo modo de
gestión al ganar varios municipios, como Porto Alegre y San Pablo –fue
entonces uno de los principales acusadores.
Lula perdería dos veces más la presidencia, contra un otrora intelectual
progresista devenido en defensor de las ideas neoliberales, Fernando
Henrique Cardoso. Fue José Dirceu, un perseguido político de la
dictadura, quien se dio cuenta de que debía traspasar otra traba
impuesta por los militares y aceptar sumarse a un sistema de alianzas si
querían que el sindicalista combativo pudiera al fin calzarse la banda
presidencial. Pero algunas de esas alianzas a la larga se convirtieron
en letales.
Porque Dirceu, jefe de gabinete de Lula, resultó acusado en una causa
abierta a raíz de las denuncias de un oscuro diputado de uno de los
partidos que se sumaron a la coalición gobernante, Roberto Jefferson.
La conservadora y muy influyente revista Veja desnudó en 2005 un
escándalo de desvío de fondos y lavado de dinero en la empresa de
Correos, dirigida por un miembro del partido de Jefferson, designado
como parte de los acuerdos electorales. Con tal de salvar el pellejo,
Jefferson no dudó en denunciar a la misma revista que en el Congreso
había recibido algo así como cuatro millones de dólares a través de un
esquema de pagos mensuales (mensalão) para votar las leyes del PT.
Jefferson admitió no tener ninguna prueba, pero siguió con el ventilador
prendido apuntando al resto de los aliados del PT.
Jefferson resultó condenado a diez años de reclusión, pero fue
beneficiado por lo que en Brasil se conoce como "delación premiada" con
una reducción de un tercio de la sentencia. La denuncia le costó
entonces la cabeza a Dirceu y al entonces presidente del PT, José
Genoino. En la volteada caía también otro personaje oscuro, ligado al
mundo de los negocios, Marcos Valerio, sospechado de haber facilitado
los pagos a través de su agencia publicitaria.
Este año la causa despertó de su letargo, acicateada por los medios que
pedían "una condena ejemplar" para "limpiar" la política brasileña, en
coincidencia sospechosa con las elecciones regionales en las que el PT
logró imponerse en distritos clave como San Pablo, gracias a la crucial
incursión de Lula a favor de su candidato Fernando Haddad.
Hubo disidencias entre los jueces supremos, porque no había pruebas
concretas de delito: según los acusados el dinero girado a los
legisladores era el pago de deudas contraídas por sus partidos durante
la campaña, como ha sido habitual desde la vuelta a la democracia en
Brasil. Alguno de los magistrados, como Carlos Ayres Britto, reclamó
cambiar el modelo de negociación en vigencia. "El sentido de las
alianzas es el de su transitoriedad", sostuvo, para criticar lo que
llamó las alianzas ad aeternum, "que implican un condicionamiento
material a la hora de las votaciones". Otro juez desestimó una acusación
proveniente de un testigo tan poco creíble.
Pero el primer juez negro en la historia de la Corte Suprema brasileña,
Joaquim Barbosa, se ganó su momento de gloria mediática al sostener la
acusación hasta sus últimas consecuencias con el argumento de que si ese
sistema corrupto existió, la máxima dirigencia del partido no lo podía
ignorar.
Dirceu fue condenado a siete años y once meses de cárcel, Genoino a seis
años y once meses. Sobre Valerio recayó la mayor condena: 40 años a la
sombra. Por eso no extraña que a pocas semanas de la sentencia se
decidiera a prender el ventilador. ¿Y dónde lo iba a hacer sino ante
Veja? Allí declaró que Lula no solo sabía en qué consistía el mensalão,
sino que se benefició en forma personal. En busca, claro está, de
reducir su sentencia en premio a su delación. O de que el PT haga algo
para evitarle su ominoso futuro. Barbosa ya dijo que corresponde
investigar al ex tornero. La falta de pruebas no parece un obstáculo.
Rodeado de sudorosos trabajadores de la industria, en el cordón paulista
donde encontró su lugar en el mundo, Lula dijo lo suyo. "Un canalla
(por Valerio), hablando mal de mí en una sala con aire acondicionado, va
a perder. Hay gente que piensa que soy un burro. Pero yo sé el juego
que plantean. Ellos (el establishment) gobernaron Brasil desde que
Pedro Alvares Cabral llegó aquí (en 1500) y no aceptan pacíficamente lo
que logramos en ocho años de gobierno".
Después atribuyó los ataques al éxito de su gestión, que por otro lado
es innegable. "Sólo existe una posibilidad de que me derroten –desafió–,
que trabajen más que yo." Algo poco probable en gente que mantuvo la
esclavitud hasta las puertas del siglo XX.
Tiempo Argentino
Diciembre 28 de 2012
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