Norman Finkelstein nació en Nueva York, hijo de
sobrevivientes del gueto de Varsovia de campos de concentración
nazis. Daniel Baremboim nació en Buenos Aires, donde sus padres
buscaron refugio de las persecuciones en Rusia. David Grossman nació en Jerusalén
y perdió un hijo, soldado, en un ataque de Hizbullah en el sur del Líbano en
2006. Carlos Escudé nació en Buenos Aires y se convirtió al judaísmo cuando ya
había pasado largamente el medio siglo de vida. Son cuatro casos apenas que a
su modo reflejan posturas tan claras como diferenciadas en relación con el
conflicto en Medio Oriente.
Para Finkelstein, entender la cuestión es sencillo: las
relaciones internacionales se ordenan de acuerdo a legislaciones más o menos
consensuadas en la Organización de Naciones Unidas (ONU) y el Tribunal de La
Haya y a esta altura Israel lleva desoídas varias de sus resoluciones, con lo
que cualquier solución debe ser política. Baremboim, que tiene pasaportes como
argentino, español, israelí y también palestino, piensa que "no es un
conflicto político, sino uno humano entre dos pueblos que comparten la profunda
y aparentemente incompatible creencia de que tienen un derecho sobre el mismo
pequeño pedazo de tierra".
Grossman lamenta que vayan creciendo los israelíes que en su
país ahora descreen de una
solución posible para un conflicto que ya se llevó miles de vidas y lo sigue
haciendo de un modo brutal con regularidad escandalosa. Escudé, en cambio, dijo
alguna vez que “no todos los problemas humanos tienen solución, y el de Medio
Oriente es un conflicto que tal vez no la tiene”.
Como en todo análisis que intente no caer en el pesimismo,
es bueno partir desde algún punto para desmenuzar las divergencias en torno de
esta delicada cuestión. Delicada por las consecuencias humanas y políticas que
acarrea y por las pasiones que despierta en sectores de lo más disímiles.
Es bueno entonces recordar que árabes y judíos no han sido a
lo largo de la historia enemigos irreconciliables. Más aún, los períodos de oro
de la cultura árabe coincidieron en Al Ándalus, la región del sur de España más
cercana al África, con la era dorada de la cultura judía.
Moros y sefaradíes convivieron durante ocho siglos en la
península ibérica y pudieron alumbrar a pensadores de la talla del árabe Abū
l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd (más conocido en su versión
castellana de Averroes) con el judío Moshé ben Maimón (Maimónides),
nativos los dos de Córdoba. Salvo aislados incidentes, la coexistencia fue
pacífica y ambos pueblos –ambas culturas- tuvieron destino de exilio cuando los
reyes católicos lograron derrotar al Reino musulmán de Granada. Justo en ese
1492 cuando la España imperial también llegaba a América, de la mano del
navegante genovés Cristóforo Colombo.
La expulsión de islamitas y judíos privó a España de los dos
pilares más desarrollados de la cultura ibérica. Recién hace un par de meses el
gobierno de Mariano Rajoy aceptó un reconocimiento histórico al aprobar una ley
que permite a los descendientes de sefaradíes obtener la ciudadanía española,
donde quiera que hayan terminado sus ancestros. Muchos otros tuvieron que
convertirse al catolicismo o padecer el fanatismo criminal de la Inquisición,
al igual que los creyentes de Alá.
Los judíos sufrieron persecuciones en el resto de los países
de Europa, sobre todo en las regiones del este. “Pogrom” es una palabra que se
traduce como devastación o disturbio y se aplicó a los violentos ataques contra
poblaciones judías. La palabra es rusa y las persecuciones eran en la época
zarista. “Ghetto” es un término que remite a los barrios cercados durante el
nazismo, pero es una palabra en italiano que se relaciona con los vecindarios
judíos de Venecia, desde donde el vocablo se trasladó al resto de
la Europa central y oriental. Ninguno de los dos términos
se relaciona con la cultura árabe.
El sionismo, por otro lado, es un movimiento político
desarrollado por el húngaro Teodoro Hertzl tras el llamado Caso Dreyfuss, por
el capitán del ejército francés que terminó condenado por un delito que no
había cometido, víctima de un
clima antisemita creciente en la Francia de fines del siglo XIX.
Fue entonces que los judíos europeos tomaron conciencia de
que en un contexto de avance de los nacionalismos –era el período de las
formaciones nacionales modernas, tras la unificación de Italia y Alemania
fundamentalmente – había pocas esperanzas de que pudieron desarrollarse en un
espacio de libertad y seguridad personal. Era una época de oro para la cultura
europea -¿o habría que hablar de cultura judía?- con el
florecimiento de figuras de la talla de Einstein, Freud, Marx, Buber por citar
solamente a algunos.
Los judíos europeos, según el historiador israelí Zeev
Sternhell, tenían en ese momento dos opciones: integrarse a sus
países de nacimiento o fundar su propio estado. Bloqueada la posibilidad de
integrarse como consecuencia de los pogromos y de la suerte corrida por el
militar francés, quedaba la respuesta de un Estado Nacional, ¿pero
dónde? La elección fue volver a la Tierra Prometida, el Eretz
Israel. Fue así que comienzan a llegar a Palestina las primeras oleadas de
inmigrantes durante la llamada Primera Aliyá, en 1882.
No es que en Palestina no hubiera judíos, pero la mayoría de
la población era musulmana. En ese momento el territorio formaba parte del
Imperio Otomano. No había mayores conflictos ni raciales ni religiosos, al
punto que la guerra de Crimea de 1854 se comenzó a gestar en el plano
ideológico –toda guerra es económica y geopolítica en primer término pero se
fundamenta en cuestiones culturales- a partir del reclamo que hacían los zares
de protección a los peregrinos cristianos ortodoxos que querían visitar los
Santos Lugares.
Pero la Gran Guerra se llevó puesto al último sultán otomano
y para el fin de la contienda, los británicos habían logrado repartirse con los
franceses el control de la región. La Declaración de Balfour de 1917 prometía
“los mejores esfuerzos” para apoyar la creación de un “hogar nacional para el
pueblo Judío” en Palestina. Pero casi en simultáneo el alto comisionado
británico para Egipto, Henry McMahon, con el fin de que los árabes se rebelaran
contra el Imperio Otomano para apoyar a los Aliados en la Primera Guerra
Mundial, también le había prometido el control de la región al Sharif de la
Meca, Hussein.
Como sea, siguieron llegando inmigrantes judíos cuando el
territorio quedó como Protectorado británico, al fin de la guerra. Y los nuevos
pobladores fueron creando instituciones que cumplían funciones estatales, como
la Histadrut. Las oleadas de perseguidos que se fueron sumando, sobre todo
desde que el nazismo tomó el
poder en Alemania, fue cada vez mayor.
La segunda guerra dejó como saldo horroroso el Holocausto de
seis millones de judíos. Fue la prueba más contundente de que quienes pensaban
que Europa no era un lugar seguro tenían razón. Fue, también, el momento en que
la dirigencia del Eretz Israel –encolumnada detrás de Ben Gurión-decidió dar la
última puntada para la creación del estado judío.
Como recordaba Rodolfo Walsh en una serie de artículos
escritos en 1973 para el diario Noticias, los que llegaban a Medio Oriente eran
los judíos pobres, que habían sido los que pudieron sobrevivir a los campos de
concentración y vagaban sin rumbo porque lo habían perdido todo. Eran masas de
desesperados en busca de un lugar donde poder soñar con un futuro de paz.
La visión para los palestinos era bien otra. Los que
llegaban no lo hacían a un territorio vacío. Podrían considerarse, siguiendo a
la Biblia, que eran un pueblo originario. Pero eso también podría argumentar
los árabes nativos, que por otro lado comparten raíces semíticas. Suele decirse
que así como los mexicanos, peruanos o bolivianos descienden de los pueblos
originarios, los argentinos descienden de los barcos. Algo similar podrían
sostener los palestinos de entonces: los israelitas también descendían de los
barcos.
Hay muchas semejanzas entre la forma en que Palestina fue
recibiendo nuevas oleadas de población venida de otros lares y el modo en que
españoles pobres y luego italianos y anglosajones míseros vinieron a América en
busca de un destino mejor. Porque una cosa es el trabajador que emigró para
huir de la miseria y otra los imperios lanzados a la conquista de las riquezas
sin la menor consideración humana. Esos imperios invasores
destruyeron culturas, se apropiaron de recursos incalculables pero sobre todo
asesinaron y sometieron a los peores
vejámenes a millones de indígenas desde casi ese mismo año de 1492 en lo fue que uno de los mayores
genocidios en la historia de la humanidad. ¿Se los debería poner en la misma
lista que la de los que vinieron a ganarse la vida?
También el África negra sufrió y sufre las consecuencias de
la codicia y la barbarie. Dos “virtudes” bien occidentales que los europeos
suelen enmascarar de progreso civilizador. La Biblia y el garrote, dos
instrumentos de sometimiento brutal que provocaron otro genocidio imposible de
estimar en términos matemáticos. Es que los pueblos donde se produjeron las
sangrías no tenían posibilidad de dejar registro porque eran ágrafos.
Continuará con los siguientes temas:
-La construcción del Estado y el abandono del universalismo.
-Las resoluciones de la ONU y las guerras árabe-israelíes.
-Fronteras seguras y la solución de los dos estados.
-Bloqueo a Gaza y túneles. ¿Es aceptable el argumento de los escudos
humanos?
-El modelo boliviano y Nelson Mandela como ejemplos de
integración.
Julio 26 de 2014
Julio 26 de 2014
No hay comentarios:
Publicar un comentario