Estados Unidos ya se había expandido hacia el Pacífico y en
simultáneo con la guerra contra España que terminó con la ocupación de
Cuba y Puerto Rico, en 1898 se anexionó al archipiélago de Hawaii. No
podía demorarse mucho el estallido de un conflicto entre ambas
potencias. Algo de eso percibió el Imperio del Sol Naciente cuando en
1941 el gobierno de Franklin Roosevelt ordenó trasladar la Flota del
Pacífico de San Diego a Pearl Harbour.
Los bárbaros crímenes cometidos por tropas japonesas en Nankin
–cuarto de millón de personas asesinadas entre diciembre de 1937 y
febrero del '38– no habían despertado mayores prevenciones de
Washington, que seguía vendiendo petróleo a Tokio. Recién en julio del
'41, unos días después de que la Alemania nazi iniciara la invasión a la
Unión Soviética, la Casa Blanca embargó las ventas de combustible a
Japón. En diciembre de ese año, el fulminante ataque a Pearl Harbour fue
la excusa perfecta para que Estados Unidos le declarara la guerra al
Eje, lo que terminó de inclinar la balanza a favor de las Naciones
Unidas –como se autodenominaron los Aliados– en la Segunda Guerra.
En unos días se van a cumplir 20 años de la jura de Nelson Mandela a
la presidencia de Sudáfrica. Un triunfo aplastante en las primeras
elecciones libres en la historia del país pusieron en el gobierno al
líder de la población negra, que había pasado 27 años preso durante el
régimen del apartheid. Había sido condenado a cadena perpetua por
traición en junio de 1964 en un juicio que se proponía demostrar la
fortaleza de la minoría blancoeuropea ante la mayoría de la población
negra. La ONU, que ya no sólo representaba a las cinco potencias
involucradas en la contienda, condenó la sentencia contra Mandela y la
dirigencia de la Congreso Nacional Africano (CNA) y pidió sanciones
contra el régimen. Pero en plena Guerra Fría el castigo resultó difícil
de implementar. Los afrikaners, como se denomina a los criollos
sudafricanos, podían ser racistas y antidemocráticos, podían incluso
pretender desarrollar un proyecto atómico, pero eran anticomunistas
convencidos. Y además, en ese año crucial, los negros de Estados Unidos
también tenían que enfrentar la brutal discriminación dentro de su
propio territorio.
Para colmo, el reciente golpe en Brasil abrió las puertas a una
alianza furiosamente anticomunista que incluiría en los '70 a las
dictaduras argentina y chilena con Pretoria. Del apoyo de estas naciones
y de Israel y Estados Unidos se nutrió el régimen supremacista para
zafar de penalidades en la Asamblea de la ONU. Porque además, en 1974,
la Revolución de los Claveles había liberado a las colonias portuguesas
de Angola y Mozambique, y las tropas sudafricanas fueron imprescindibles
para sostener la contrarrevolución en el sur del continente. Los países
árabes quisieron ser consecuentes y le decretaron un embargo petrolero,
pero Pretoria recibió el combustible de Irán, que todavía estaba en
manos del Sha Reza Pahlevi, otra pieza de colección en el rosario de los
delitos de lesa humanidad y al mismo tiempo un sólido bastión de los
intereses occidentales.
La revolución islámica en Irán trastocó el escenario en el centro
de Asia a principios de 1979. En diciembre de ese mismo año el Kremlin
decidió la invasión a Afganistán, que se convertiría en el Vietnam de
los soviéticos. Esa vez, Estados Unidos, ya bajo la administración de
Jimmy Carter, se acordó de sancionar al ocupante y la medida más
estridente sin dudas fue el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú de
1980. No todos los aliados naturales de Washington estuvieron de acuerdo
en ausentarse de lo que serían las primeras olimpíadas en un país
comunista. Algunos jugaron a dos bandas: aceptaron plegarse a la medida
punitiva pero dejaron en libertad de acción a sus deportistas. El caso
de Argentina fue curioso. En esa época, el principal mercado para las
exportaciones locales era el soviético, tras los acuerdos firmados
durante el gobierno democrático de Perón. Pero la dictadura debía
declarar un anticomunismo irreductible, de modo que siguió vendiendo
trigo, aunque los atletas se quedaron en casa. En total 58 países
adhirieron al boicot.
No llegó a haber sanciones contra el hitlerismo en 1936, cuando se
disputaron los Juegos de Berlín. Y razones había, porque los nazis ya
habían dictado las leyes antisemitas, un preanuncio de la barbarie que
desataría luego. Las olimpíadas habían pretendido ser una carta de
presentación de las virtudes alemanas y en tal sentido descolló el
trabajo creativo de la propagandista oficial, la cineasta Leni
Riefensthal. Pero la historia le daría una estocada a Hitler y el
estadounidense Jesse Owens se convertiría en el símbolo de ese certamen.
El atleta negro se llevó cuatro medallas y les hizo morder el polvo a
los representantes del hombre ario.
Tampoco hubo sanciones contra los militares argentinos en el
Mundial de 1978, que había sido programado cuando el país se encaminaba
hacia la democracia luego de las dictaduras sesentistas. Por eso los
verdugos apuraron el exterminio, algo que también exigió el secretario
de Estado Henry Kissinger, aunque por otras razones. Es que cada día le
resultaba más difícil a la Casa Blanca hacer la vista gorda ante las
atrocidades de la dictadura.
Ante la escalada en Ucrania, una de las ex repúblicas soviéticas,
la Unión Europea y Estados Unidos aplicaron sanciones al gobierno de
Vladimir Putin. Son medidas punitivas más que nada centradas en personas
ligadas al gobierno pero de dudosa efectividad. Las sanciones en
general tienen esa característica: son más que nada medidas simbólicas.
Que tanto muestran actitudes principistas como son el avance para
justificar intervenciones posteriores.
Europa y Washington avanzaron así sobre el gobierno de Muhamar
Khadafi en Libia y el de Bachar al Assad en Siria, con suerte dispar. El
"canciller" norteamericano John Kerry también amenaza con sanciones a
Sudán del Sur ante lo que, dijo, pueda convertirse en una nueva matanza
en tierras africanas, a 20 años del genocidio en Ruanda (que nadie
evitó, por cierto). El bloqueo a Cuba, que nació en 1960, supone
consecuencias incalculables en términos sociales y económicos a los
cubanos y les complica la vida a los estadounidenses que quieren viajar o
comerciar con la isla. Pero no logró cambiar el sistema.
Si algo muestra este pequeño recordatorio es que a pesar del cambio
de siglo y de que algunos de los conflictos del siglo XX se
extinguieron, lo que subyace es una disputa entre los de siempre por el
dominio de una región clave en términos geopolíticos y también de un
insumo vital para la marcha de la economía de cualquier nación, el
combustible.
Ya no existe la Unión Soviética, las tropas rusas se fueron de
Afganistán y ahora quedan algunos uniformados norteamericanos luego de
que una vuelta de campana histórica que el Pentágono aprovechó tras los
atentados a las Torres Gemelas. Irán, que recibió ingentes sanciones en
estos años, está intentando negociar una salida elegante a su proyecto
nuclear.
El presidente Barack Obama, por un lado, acaba de hacer una gira
por Asia en la que prometió apoyos y ventajas comerciales, continuando
con una estrategia que comenzó hace más de un siglo. Vladimir Putin, por
el otro, planta bandera montado en los temores a una nueva invasión
desde el oeste, siguiendo una herencia genética que viene de más lejos
aún. A su vez, la canciller germana Angela Merkel intenta quedar bien
con Dios y con el Diablo. No sea cosa de verse envuelta en otra guerra
en ese peligroso sector de la Europa central donde tanta sangre corrió
por siglos.
Al mismo tiempo se abroquelan, en distinto grado, los países
emergentes que están llamados a ser el polo de atracción principal del
siglo XXI: Brasil, Rusia, China y Sudáfrica, los BRICS. Si Estados
Unidos no logra interponerse en su camino, como pretende. Por eso
preocupa la amenaza de Kerry de aplicar sanciones al gobierno de Nicolás
Maduro si no avanza el diálogo de paz con la oposición en Venezuela.Tiempo Argentino
Mayo 2 de 2014
(Gracias a Sócrates por la ilustración)
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