Que este domingo se juega la posibilidad de alcanzar una paz duradera en
Colombia no es un secreto para nadie. Ni para el presidente Juan Manuel
Santos, que representa el ala más acuerdista dentro del establishment
colombiano, ni del lado de Óscar Iván Zuluaga, el uribista que espera
desplazar al mandatario en la segunda vuelta y echar tierra sobre el
diálogo que se desarrolla en La Habana.
Tanto es así que luego del triunfo en primera vuelta con un discurso
deliberadamente "antipacifista", Zuluaga ahora dice que no es cierto que
fomente la guerra eterna. Sólo que pretende imponer condiciones muy
duras a la guerrilla para integrarse a la vida política. Un discurso que
no da garantías para resolver una disputa que ya lleva 50 años en la
tierra de García Márquez, como la propia cúpula de las FARC se encargó
de señalar: "No quieren la paz, quieren que nos sometamos."
El cambio de perspectiva del uribismo obedece no tanto a un enfoque
diferente como a la necesidad de sacarse de encima el brulote de que no
quiere la paz, algo que parece haberse registrado en las últimas
encuestas. Por eso Santos duplica la oferta y anunció el inicio de
conversaciones también como el ELN, la otra fuerza irregular que
controla parte del territorio colombiano.
Los acuerdos de paz son un trabajoso proceso para poner fin a un
conflicto bélico que en 50 años costó más de 220 mil muertos, 25 mil
personas desaparecidas y casi cinco millones desplazados, según informes
del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) de Colombia. Como toda
guerra civil, más allá del precio en vidas humanas y bienes materiales,
están las secuelas para una sociedad que quiera encaminarse a la
reconciliación. Aquí es donde aparecen los aspectos más miserables de
esta cuestión, como es quiénes son los que lograron ventaja en estos
años y por lo tanto perderían si el país alcanzara normas de convivencia
civilizadas. O sea, quiénes perderían con la paz.
Zuluaga es el delfín del ex presidente Álvaro Uribe, uno de los más
interesados en una respuesta militar sin concesiones. Como se recordará,
Uribe fue un fuerte defensor de la mano dura contra la guerrilla y
sostuvo a rajatabla el llamado Plan Colombia, un acuerdo firmado en
1999 por su antecesor Andrés Pastrana con Bill Clinton para militarizar
el país siguiendo los planes estratégicos del Pentágono.
El argumento político para presentar este modelo de ocupación
territorial consentida fue la lucha contra los grupos guerrilleros y el
narcotráfico. Era un reconocimiento de que el Ejército formal de
Colombia no era capaz de derrotar a los insurgentes, de allí que esta
ronda de negociaciones que abrió Santos –bueno es recordar que también
fue delfín de Uribe, pero luego cambió de postura– haya sido boicoteada
por los vestigios de uribismo que circulan entre los pliegues de la
burocracia estatal y de seguridad colombiana.
Con la consolidación de las instituciones regionales como Unasur y
Celac, la alianza EE UU-Colombia se convirtió en un hueso duro de roer
para el resto de las naciones, que rechazan la permanencia en el
continente de tropas foráneas y sobre todo de bases con la mayor
tecnología que permiten vigilar "y castigar" en muy poco tiempo
cualquier movimiento en alguno de los países de la región. Pero también
permiten controlar los recursos, un tema que se debatió en Buenos Aires
en estos días en un foro de la Unasur.
Como parte de los convenios del Plan Colombia, Estados Unidos se
comprometía a aportar 3500 millones de dólares y el gobierno
sudamericano otros 4000 millones. En 2007 se firmó una suerte de Plan
Colombia II, que implicó luego el asentamiento de siete bases militares
en territorio de ese país. Estudios recientes del estadounidense Adam
Isacson – integrante de WOLA (Oficina en Washington para Asuntos
Latinoamericanos, en castellano) y uno de los mayores expertos en temas
de defensa, relaciones cívico-militares y asistencia estadounidense
hacia la región– señalan que el aporte de Estados Unidos para este
proyecto se redujo, por los recortes presupuestarios en el norte, a 400
millones de dólares anuales. De todas maneras, el aparato militar
colombiano suma la friolera de casi 500 mil hombres para un continente
que desde el encuentro de la Unasur en Bariloche de 2009 se define como
zona de paz. ¿Serían necesario tantos el día de mañana?
Otros que perderían con la pacificación son los terratenientes surgidos
del abandono de tierras por parte de campesinos corridos por la
violencia o directamente amenazados en un contexto de "todo vale". Por
eso uno de los puntos más ríspidos de los acuerdos ya logrados en La
Habana fue el de la tierra. Y es sin dudas uno de los más resistidos por
la oligarquía bélica.
En cuanto al combate del narcotráfico, también en este aspecto hubo
acuerdos en el diálogo en Cuba y si existen acusaciones de vínculos con
los productores instalados en la selva, lo cierto es que las FARC se
comprometieron a romper todo tipo de relación ni bien se seque la tinta
con que se firme el documento final de la paz. De todas maneras, según
el grupo Colectivo contra el imperialismo, nunca desde que comenzó el
Plan Colombia "se persiguió a las grandes empresas transnacionales que
trafican los componentes químicos como el permanganato de potasio", un
compuesto básico elemental para producir cocaína.
Otra cuestión en danza es la participación política de los guerrilleros.
La historia de Colombia es particularmente clara sobre lo que ocurrió
en otros tiempos con los milicianos que intentaron reincorporarse a la
vida civil: fueron eliminados sin misericordia. Unión Patriótica en los
80 sufrió la baja de dos candidatos presidenciales, decenas de
legisladores y unos 4000 militantes. Marcha Patriótica, otra agrupación
de izquierda, denunció que una treintena de integrantes fueron
asesinados desde la fundación del partido, en 2012. En este caso, es
claro que quienes debieran analizar ventajas y desventajas son los
milicianos.
Pero incluso si los guerrilleros se insertaran institucionalmente,
también deberían hurgar en la historia para decidir los pasos a seguir.
Que les cuente el alcalde de Bogotá, el ex miembro del M19 que fue
destituido por "desprivatizar" el servicio de recolección de residuos de
la capital colombiana. Gustavo Petro se metió con otro de los fabulosos
negocios que se reparten los oligarcas colombianos.
La basura es una manera muy eficaz para hacer fortuna en todo el mundo,
que fructifica en manos de corporaciones mafiosas de aceitados contactos
con el Estado. En Italia, sin ir más lejos, menos de 200 familias
controlan la mitad de la gestión de los residuos urbanos en el sur de
Italia y gran parte de Albania Bulgaria y Esolovaquia.
En el caso de Colombia, uno de los principales afectados por la decisión
de Petro fue William Vélez Sierra, un hombre que amasó su riqueza
recostado en el poder y al que se vincula con grupos paramilitares. De
hecho quienes lo denunciaron son líderes de grupos fascistas creados
para combatir a la guerrilla con armas poco amigables con las
convenciones de Ginebra, como Fredy Rendón Herrera, alias El Alemán,
Salvatore Mancuso y Jesús Ignacio Roldán Pérez, alias Monoleche.
En el negocio no está solo la recolección de la bolsita familiar anudada
en la puerta de cada casa. Está fundamentalmente en el reciclado de
material aprovechable en las ciudades y el retiro de contaminantes
industriales. Y los Uribe, una familia donde cada uno de sus integrantes
tiene al menos alguna denuncia por sus relaciones con el tráfico de
drogas o los grupos paramilitares, no se quisieron perder esa veta.
Todavía es recordada la batalla de dos hijos del ex presidente, Tomas y
Jerónimo, contra al menos 70 mil familias de cartoneros a los que
desplazaron cuando formaron la empresa Residuos Ecoeficiencia SA. "Un
grupo de recicladores llevaba cinco años haciendo la recolección de
basura en las zonas francas, pero en un mes llega una empresa a hacer
ese trabajo, y a las 40 personas que trabajaban les dicen que no
vuelvan. Así nos damos cuenta directa de que es la empresa de los hijos
del presidente", se quejó entonces Nora Padilla, miembro de la
Asociación de Recicladores de Bogotá.
Y si, la cercanía con el poder de los muchachos –laboriosos
emprendedores, según los describe el padre– les abrió puertas. Lo mismo
le ocurrió a Vélez Sierra. Dos más de las posibles "viudas" que dejaría
un acuerdo de paz.
Este contexto se entiende que para los sectores más progresistas de esa
sociedad, Santos sea la mejor opción. Será derechista, tendrá un pasado
indefendible por los métodos que usó para combatir a la guerrilla cuando
ministro de Defensa de Uribe. Pero es lo mejor que hay para cambiar la
historia de Colombia por la vía civilizada.
Tiempo Argentino
Junio 13 de 2014
Ilustró Sócrates
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