Si algo dejaron en claro las elecciones en Estados Unidos es que el
último tramo del mandato de Barack Obama no será precisamente un lecho
de rosas. Y parafraseando a Bon Jovi en su canción homónima, el
presidente está "sentado frente a un viejo piano, golpeado y herido,
tratando de capturar ese momento de la mañana en que no sabe porque
todavía la cabeza le da vueltas".
No por previsto, el mazazo electoral duele menos a los demócratas. Es
que tanto el resultado como el índice de votantes que prefirieron
continuar con su trabajo de cada día en lugar de ir a las urnas, es una
prueba, la mas tangible, del descontento con la gestión del primer
mandatario negro que ocupa el salón oval de la casa de gobierno de
Washington.
Como se sabe, los republicanos recuperan empuje tras la derrota de
2008 y la última de 2012 y ahora tendrán el control total de ambas
cámaras. Para el imaginario popular, un presidente de la principal
potencia económica y militar del mundo es un señor superpoderoso que
hace y deshace a voluntad. Pero si hay un sistema que limita
precisamente la voluntad del inquilino de la Casa Blanca es el
legislativo estadounidense. Muy pocas cosas se le permiten al mandatario
sin lograr el aval del Congreso. Para lo cual, un Parlamento amigo es
la mejor noticia que pueda resultar de cualquier comicio, ya sea
presidencial como de medio término.
Cierto es que el caso de Obama no es inédito en la historia reciente
de Estados Unidos. De hecho, el líder demócrata Bill Clinton había
perdido su primera legislativa en 1994, a Ronald Reagan le ocurrió lo
mismo en 1986 y el propio Dwight Eisenhower, recordado por Obama el
martes mismo, debieron enfrentar escenarios fuertemente opositores y de
todas maneras se las arreglaron para terminar reelectos dos años mas
tarde.
Pero para Obama, quien deberá dejar el cargo en enero de 2017, la
situación tiene aristas más complicadas. Es que llegó al gobierno con la
promesa de cambios tan profundos como para hacer pensar en el
nacimiento de una nueva era para Estados Unidos. Su triunfo hace seis
años ya era en sí mismo una señal de cambios, teniendo en cuenta al
color de su piel en un país que para el año de su nacimiento, en 1961,
mantenía graves problemas de discriminación con un resultado en
violencia racial que hoy podría parecer exagerado.
Además, su promesa de modificar el sistema de salud creado con la
matriz individualista del más rancio liberalismo en la época de Richard
Nixon, y la de terminar con las guerras en Irak y Afganistán, le habían
acarreado la voluntad de millones de ciudadanos del amplio círculo
progresista y de las comunidades minoritarias, incluidos negros y lo que
genéricamente se conoce como latinos o hispanos.
A poco de andar, sin embargo, Obama pretendió más convencer a las
grandes mayorías que forzar las nuevas propuestas. Sabía que los medios
iban a ser su gran opositor, pero también que lo sería el consenso
generalizado en la sociedad acerca de ciertos marcos legalistas que
conforman lo que el estadounidense medio considera positivo y deseable.
No es moralmente aceptado que un presidente, y menos proviniendo de
una comunidad étnica que ciertamente una gran masa crítica desprecia, se
enfrente enérgicamente con los poderes constitucionales ni con los
medios de comunicación. Así fue que eligió el camino de negociar su
principal emblema, la ley sanitaria, antes que imponerla, con lo que
logró aprobar una normativa que se parece bastante poco a su propuesta
original.
Hubo otras dos promesas que en su momento alentaron expectativas: el
cierre de la cárcel en Guantánamo, donde acusados de terrorismo pasan
años en prisión sin ningún juicio ni derecho a una defensa digna. La
otra fue crear un nuevo régimen para legalizar la inmigración que cada
día cruza la frontera sur para buscar mejores condiciones de vida en el
país del norte.
En ambos casos los republicanos y los medios masivos –con su impronta
amarillista y sobre todo conservadora– le fueron con todo a las
reformas que pretendía Obama. Que justo es decirlo, tampoco es que
contaba con el apoyo total de los miembros parlamentarios de su propio
partido. Es que el sesgo conservador atraviesa a toda la sociedad
estadounidense, que se permitió apenas el desliz de elegir a Obama y de
allí no pasó.
Esos sectores derechizados, tomaron la posta y llegaron a decir que
Obama no era nativo de Estados Unidos, porque su madre había vivido
muchos añois en Hawaii y en Indonesia y su padre era nigeriano, hasta
considerad que las políticas que se proponía eran de tinte socialista.
La respuesta de Obama siempre fue una moderación rayana con la
inmovilidad. En algún momento dijo que prefería hacer las cosas como
manda el ideario democrático occidental y no terminar acusado de
totalitario, como le sucedía al venezolano Hugo Chávez. Elegía exagerar
su fervor constitucionalista para no generar mayores rechazos. Una
política que no sólo le acarreó tanto a él como al partido demócrata una
derrota apabullante y dos años que prometen ser de espanto –ya los
líderes republicanos adelantaron que harán lo posible para voltear la
ley de salud, y nada indica que no volverán a bloquear iniciativas
presupuestarias para dejar otra vez sin presupuesto a la administración
pública– sino que le hicieron un daño muy profundo a las esperanzas de
los millones que ansían y necesitan de cambios de raíz en el concepto de
lo que un estado debe ser y hacer.
Esa decepción se reflejó en la escasa asistencia a la elección, el
principal castigo que se le puede hacer a los demócratas. La experiencia
indica que los republicanos suelen ser más fieles a la hora de acudir a
las urnas. En un país donde el voto no es obligatorio y se necesita
anotarse previamente para ejercer ese derecho, y donde además la
elecciones siempre son en martes, un día laborable –lo que compromete la
voluntad ciudadana– los demócratas ganan cuando logran convencer a los
remisos de que los representan. Si no van es que no se sienten
representados, que es lo que está ocurriendo.
No viene a cuento repetir que el premio Nobel de la paz fue a una
esperanza fallida. Si alguien pensaba en 2008 que todo podría estar peor
en política exterior –la única que maneja un presidente de Estados
Unidos con cierta libertad– ya habrá comprobado qué lejos estaba de la
verdad. Todo fue para peor en cada uno de los lugares en donde
Washington intentó meter baza. Y esa es otra cuenta que se le carga a
Obama.
Las cifras del ausentismo son para preocupar a quienes se reconocen
democráticos. Sobre 227.224.334 ciudadanos autorizados a votar, solo
fueron a hacerlo 83.255.000, o sea, el 36,6% en la general, aunque en
estados de predominancia hispana, y sobre todo los sur, no llegó ni al
30 por ciento.
Algunos think tanks estadounidenses, como el Pew, se plantean quiénes
son ese principal partido estadounidense, el de los no votantes. Y
encuentra que un gran sector de ellos son jóvenes de menos de 30 años
(se los conoce como "millennials", y son la tercera parte) pero que
siete de cada diez son menores de 50 años. Casi el 43% de los no
votantes son de las minorías étnicas, entre ellos hispanos,
afroamericanos. Pero hay otros datitos interesantes. El 43% de los
"milennials", están convencidos de que "Washington está roto". Y en la
general, sin distinción de edades, el 54% ciento no les cree ni a los
demócratas ni a los republicanos.
Este descrédito de los partidos, que en España alumbra movimientos
como el de Podemos, fue un indicativo de cambios en 2008 en Estados
Unidos. Lo percibió Obama, que utilizó como lema de campaña "Yes, We
Can". O sea, "si, podemos".
Seis años después, la sociedad protestó por lo que Obama no supo, no
quiso o no pudo. Y lo hizo como se hace en Estados Unidos, sin votar.
Porque entendieron que daba lo mismo. Grave señal.
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