Fue el notable
historiador Eric Hobsbawm quien acuñó el concepto «corto siglo XX» para
referirse al período entre el comienzo de la Primera Guerra
Mundial y la disolución de la Unión Soviética, 1914- 1991. Razones no le faltan
al investigador de origen británico, porque hay una continuidad significativa
en esos 87 años que marcan el surgimiento del primer ensayo
comunista y su posterior derrumbe, en medio de la desaparición de los imperios
europeos y el surgimiento de Estados Unidos como potencia global dominante.
Hay sin embargo una fecha que simbólicamente preanuncia ese
final. En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, hace justo un cuarto de
siglo, comenzó literalmente la demolición del muro de Berlín, ese paredón de unos 120 kilómetros de
extensión y casi 4 metros
de altura que había separado a las dos Alemanias desde 1961. Era el fin
efectivo de la Guerra Fría
en su principal campo de batalla de esa disputa entre el mundo occidental o
capitalista y el oriental o socialista.
Esa permanente tensión que se expresaba en el territorio
desde donde el nazismo intentó construir un imperio para mil años, implicó a
partir de 1945 la creación de dos entidades diversas: la República Democrática
de Alemania, dentro del campo soviético, y la Republica Federal
de Alemania, alineada con Estados Unidos y ocupada con tropas estadounidenses,
francesas y británicas.
El paredón se había levantado en agosto de 1961 entre los
sectores que dividían la Berlín
oriental de la que ocupaban los países occidentales. Mucho se dijo sobre las
razones y sinrazones de esa construcción. Lo cierto es que de un lado de la
pared los europeos iban tejiendo alianzas entre tradicionales enemigos como
Alemania y Francia que llevaron a la creación de la actual Unión Europea.
También cimentaron una coalición de tipo militar con Estados Unidos a través de
la Organización
del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Ambos dos son protagonistas principales de esa disputa que no cesa,
ahora en una de las ex repúblicas soviéticas, Ucrania (ver aparte).
Porque ese momento histórico dio para pensar en qué mundo
estaba naciendo en ese adelantado inicio del siglo XXI. Fue en ese contexto que un hasta ese momento
desconocido politólogo de origen japonés, Francis Fukuyama, lanzó desde la tapa
de un libro una frase de la que después se arrepentiría. La humanidad había
llegado, según el catedrático de de la Universidad John
Hopkins, a la cima de su desarrollo, era «el fin de la historia». Que es como
decir, el futuro terminó.
Ese lugar paradisíaco, según deslizaba Fukuyama, era el momento
de las democracias liberales, el capitalismo como sistema económico excluyente
y el dominio absoluto de Estados Unidos
desde un lugar de imperio político, faro cultural y gendarme mundial. El
neoliberalismo, que primero prosperó en América Latina mediante el consenso de
Washington en el marco de gobiernos afines, dio lugar a la extensión del poder
financiero hasta los últimos rincones del planeta.
UNIPOLARIDAD
Fue entonces que Estados Unidos emprendió cruzadas como la
primera guerra del Golfo pérsico, en 1991, tras la invasión de Kuwait por tropas iraquíes enviadas por el gobierno
de Saddam Hussein. Hussein, que había
fluctuado en acercamientos a la
Casa Blanca tras la revolución iraní al punto de ser
funcional al combate de la República Islámica, de pronto aparecía como
enfrentado a los ganadores de la Guerra Fría.
La administración del republicano George Bush padre, el
hombre que había sido director de la
CIA de 1976
a 1977 y luego vicepresidente de Ronald Reagan entre
1981 y 1989 fue protagonista fundamental de todo ese período previo a la caída
de la URSS. Conocía
a fondo y había incluso promovido muchas de las decisiones que llevaron a
Fukuyama y a muchos otros líderes internacionales a pensar que efectivamente ya
no había más que hacer, la historia había llegado a su conclusión. Bush llegó a
decir que su lucha era por un Nuevo Orden Mundial. Y pocos lo intentaban
desmentir.
Fue en este contexto que la operación contra el Irak de
Hussein encontró un fuerte apoyo en las
Naciones Unidas. El Consejo de Seguridad, que comenzaría a integrar Rusia como
heredera del sitial que correspondía a la Unión Soviética,
aprobó junto con las otras cuatro potencias –EE UU, China, Francia y Gran
Bretaña- una incursión para desplazar a los ejércitos iraquíes de Kuwait. La
operación recibió, además, el apoyo de 34 países entre los que estaba la Argentina de Carlos
Menem, que envió dos fragatas para sumarse a la Operación Escudo
del Desierto.
Durante estos años de oro del imperio estadounidense, ya sea
con el primer Bush o con el demócrata Bill Clinton, Estados Unidos y la OTAN tuvieron un rol
fundamental por acción o por omisión en algunos de los conflictos más
dramáticas de la posguerra fría, como las guerras balcánicas tras la
desaparición de Yugoslavia y la de Somalia. Pero poco a poco, esa alianza
férrea se fue a su turno disolviendo. Un poco por el propio peso de errores
y de los enormes costos que implicaba
poner tropas a lo largo y a lo ancho del globo y por el despliegue de bases
militares en los lugares clave para consolidar la Pax Americana.
«La última década del Siglo XX ha sido testigo de cambios
teutónicos en los asuntos mundiales... La derrota y el colapso de la Unión Soviética
fue el paso final en el rápido ascenso de una potencia del hemisferio
occidental, los Estados Unidos, como único, y, en realidad, primer poder
verdaderamente mundial», escribió por esos años Zbigniew Brzezinski, quien
fuera consejero de seguridad del gobierno de Jimmy Carter y es uno de los
estrategas geopolíticos más respetados
por los círculos de poder de Washington y alrededores.
«La cuestión de cómo los Estados Unidos, comprometido
mundialmente, se enfrentaría a las complejas relaciones de poder en Euro Asia—y
particularmente si ha de prevenir el surgimiento de un poder euroasiático
dominante y antagonista—es crucial para poder ejercer su dominio mundial»
agregó en «El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus
imperativos geoestratégicos», su libro publicado en 1997 donde desde el título
adelanta la conclusión.
EL HIJO PRODIGO
Sin embargo, poco duraría esa era de supremacía por la que
luchaba Brzezinski. Tras los dos períodos de Clinton sobrevendría una nueva
gestión de los Bush, esta vez en manos de George W, un hombre de escasas luces
que se había aferrado al metodismo –esa vertiente puritana protestante nacida
en la Gran Bretaña
del siglo XVIII- para escapar del alcoholismo. GWB llegó al gobierno luego de
una elecciones con el que fuera vicepresidente de Clinton, Al Gore, que
terminaron ajustadamente y con denuncias bastante certeras de que hubo fraude
en el conteo de votos en el estado de Florida, gobernado entonces por Jeb, otro
hermano de la dinastía. Un baldón para la democracia que se mostraba como
ejemplar y que tras más de un mes de incertidumbre y de presiones políticas de
todo calibre, fue laudado por la Corte Suprema dándole el triunfo a Bush pero en
medio del mayor de los desprestigios, que pusieron al sistema electoral
estadounidense a la altura de las repúblicas bananeras que habían auspiciado a
lo largo de sus intervenciones en al sur del Río Bravo.
Como fuera, Bush hijo tendría su bautismo de fuego el 11 de
setiembre de 2001, cuando dos aviones de línea se estrellaron contra las Torres Gemelas, provocando lo que
para algunos representa el primer ataque a gran escala fronteras adentro de los
Estados Unidos, y justo en lo que era el símbolo máximo del poder financiero
internacional, en el corazón de Nueva
York.
Fue entonces que la historia daría una nueva voltereta,
aunque más no fuera para demostrar que seguía habiendo futuro. Los temores azuzados por los medios y los
poderes fácticos desde entonces sirvieron para justificar eso que para los
estadounidenses mas aferrados a las libertades civiles comenzaría a ser una de
las épocas más oscuras, mediante la profundización de los mecanismos de control
social y el endurecimiento de penas por nuevos delitos en el marco de la lucha antiterrorista. Si
Bush padre tejió alianzas para un Nuevo Orden Mundial, Bush hijo lo intentaría
hacer lo propio para una lucha a muerte contra el «eje del mal».
Para ejercer el control, GWB contó con las nuevas
herramientas tecnológicas que se habían desarrollado en Estados Unidos, como
internet, y que había explotado a través de la red web durante los años 90, en
la era Clinton. Nacida como una red militar y defendida desde entonces como un
arma estratégica fundamental por el Pentágono, internet es el principal
reservorio de información sensible de ciudadanos de todo el mundo para las
agencias de espionaje estadounidense.
Los años de Bush hijo sumieron a EE UU y al mundo en una
catarata de guerras por el dominio de los recursos cada vez más sofisticadas y
al mismo tiempo más desembozadas. La invasión de Afganistán en ese mismo 2001
tuvo como excusa el combate del terrorismo y la búsqueda del presunto autor intelectual
de los ataques en Nueva York, el saudita Osama bin Laden y de los talibanes que
lo acompañaban, quienes también habían
sido aliado de Washington durante la invasión soviética en los 80.
La invasión a Irak en 2003 fue la forma de culminar la guerra
que había iniciado su padre una docena de años antes. La excusa en este caso
sería la peligrosidad de Hussein, que tenía un arsenal de armas de destrucción
masiva listas para utilizar contra las «naciones libres». El argumento fue expuesto ante la Asamblea de la ONU por el entonces secretario
de Defensa, Colin Powel y logró el apoyo de una coalición occidental bastante
menor. La poca credibilidad de argumento, que desoía la información de un
comité de el mismo organismo internacional y pasaba sobre las sospechas que se
extendían desde varios gobiernos, lograría solo el sostén político y militar de
los gobiernos del español José María Aznar y el británico Tony Blair.
INQUILINO NEGRO
Barack Obama pasará a la historia por haber sido el primer
ciudadano de raza no blanca en ocupar el Salón Oval de la Casa Blanca. Llegó en
representación de los demócratas tras la caída del banco Lehman Brothers en
2008, que desencadenó la crisis económica más importante en el capitalismo
desde la de 1930. Llegó, también, en medio de la aversión generalizada por el
estado belicista que dejaba Bush y con la promesa, no solo de reimpulsar el
crecimiento de la todavía principal economía del mundo y de poner fin a todas
las guerras que llevaba adelante Estados Unidos. Asumió, como es de rigor en
ese país, un 20 de enero y a fines de ese mismo año de 2009, basados en las
promesas de cambio y en medio de lo que se llamó la Primavera Árabe, que
hacía presagiar nuevas realidades, le entregaron el Premio Nobel de la Paz.
Pero el mundo de Obama ya era otro. China y Rusia son ahora
cabezas de puente de una nueva multipolaridad en la que, a través de entidades
como los BRICS, nuclea a Brasil, India y Sudáfrica, cada uno con su propio
esquema de ambiciones pero con el objetivo común de disputar el futuro de los
próximos años. Europa, con sus
contradicciones, ahora marcha al ritmo que le marca Alemania, una nación que
fue superando viejas antinomias internas y desde 2006 tiene como líder a una
mujer formada en lo que fuera el área comunista, pero que es ferviente
defensora del sistema capitalista.
Poco a poco, las promesas de Obama se fueron convirtiendo en
esquivas realidades incluso para quienes habían sostenido con fervor su
candidatura en tiempos de Bush. Para peor, no solo no pudo dejar de lado las
guerras –de hecho si bien retiró tropas de Irak y Afganistán, terminó forzando
nuevas intervenciones- sino que perfeccionó métodos que escandalizarían a los
«padres fundadores». Los procedimientos de asesinatos selectivos, como hizo un
comando en el refugio de Bin Laden en
Pakistán, se suman a la extensión del espionaje en las redes informáticas y los
teléfonos celulares de ciudadanos y mandatarios internacionales, como demostró
el ex agente Edward Snwoden. Y también
apañó golpes en América Latina –Honduras y Paraguay- y hasta en Egipto cuando
las cosas amenazaban con irse de rumbo.
No pudo hacerlo en Siria para derrocar a Bashar al Assad por
el rechazo firme del presidente ruso Vladimir Putin –en ese país está una de
las bases militares que queda de la era soviética- como tampoco pudo intervenir
en Crimea, donde hay otra. Pero el escenario que enfrenta Obama no desmerecería
a su antecesor: guerras e inestabilidad en Irak, Afganistán y Libia y un nuevo
enemigo, el grupo yihadista Estado Islámico, que justificaría una intervención
militar con los aliados que le quedan: Gran Bretaña, Francia y en menor medida la OTAN.
A nivel político, la orfandad de Estados Unidos tal vez
quedó reflejada con la nueva votación en la Asamblea de la ONU contra el embargo a Cuba: de 193 naciones
miembro, 188 votaron por el levantamiento del castigo impuesto en 1961 a la revolución. Hubo
tres abstenciones de países que poca influencia tienen a nivel diplomático,
como Palau, Islas Marshall y Micronesia, y solo dos a favor de la permanencia
del embargo, Israel y el propio Estados Unidos. La situación resulta tan
comprometida en términos diplomáticos que un editorial del influyente The New
York Times, que viene generando consenso para la apertura hacia el gobierno de La Habana, lo resumió así: «
Es irónico que una política destinada a aislar a Cuba ha causado el efecto
contrario y el que se ha quedado solo es Estados Unidos».
Noviembre 6 de 2014
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