Si hay un territorio donde la caída del Muro de Berlín impactó
fuertemente fue el de América Latina y quizás con la Argentina en primer
lugar. La crisis de la deuda y la hiperinflación habían dado un marco
oportuno para que las oligarquías locales impulsaran modelos económicos
más cercanos a sus intereses, coincidentes con los de las potencias
centrales. No fue casual que para la misma época en que asumía Carlos
Menem en la Casa Rosada, adelantado ante la debacle económica de la
gestión de Raúl Alfonsín, surgieran otros mandatarios que se inclinaron
por políticas antipopulares.
El Consenso de Washington nació en 1989, cuando el economista John
Williamson estableció cuáles serían las medidas necesarias para aplicar
el modelo neoliberal, el único posible según se ufanaba en un plan que
apoyaban el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el
Departamento del Tesoro de Estados Unidos. En 1989 jurarían también como
presidentes George Bush padre en EE.UU., Carlos Andrés Pérez en
Venezuela, Jaime Paz Zamora en Bolivia, derrocarían al dictador
paraguayo Alfredo Stroessner y ganaría la elección el brasileño Fernando
Collor de Melo.
La hiperinflación argentina iría en paralelo con el estallido social que
se conoció como Caracazo, una movida que fructificaría tres años más
tarde en el intento de golpe contra Pérez que colocó a la cabeza de los
reclamos a un desconocido teniente coronel Hugo Chávez, en 1992. Por
entonces, el gobierno de Bush padre emprendía cruzadas como la primera
guerra del Golfo Pérsico, tras la invasión de Kuwait por tropas iraquíes
del gobierno de Saddam Hussein. La incursión encontró un fuerte apoyo
en las Naciones Unidas. El Consejo de Seguridad aprobó una aventura que
recibió, además, el respaldo de 34 países, entre los que estaba la
Argentina, que envió dos fragatas para sumarse a la Operación Escudo del
Desierto. El modelo neoliberal, que se fue expandiendo incluso tras la
llegada del demócrata Bill Clinton al gobierno estadounidense, en 1993,
levantó cientos de movilizaciones populares en todo el continente. Así,
tras el Caracazo y el alzamiento de 1992 se consolidaría la imagen de
líder popular de Chávez, quien desde su primera presidencia, iniciada en
1999, encabezaría el primer proyecto antineoliberal, aunque todavía en
solitario. George W. Bush hijo sucedería a Clinton, y a poco de ocupar
el cargo le tocaría enfrentarse con el que seguramente fue el comienzo
del fin de ese corto período de auge de EE.UU. como potencia imperial
global. Los atentados del 11 de setiembre de 2001, coincidentes con los
últimos estertores del gobierno de Fernando de la Rúa, fueron también el
comienzo del fin del neoliberalismo en América Latina. El proyecto
iniciado en Argentina cuando Menem era el personaje a copiar por el
resto de la región provocó un catastrófico resultado que sumiría en una
crisis fenomenal a los organismos internacionales. Ni Menem ni Argentina
eran ya los mejores del aula y la rebelión popular de diciembre de 2001
haría saltar por los aires el esquema cimentado en los 90.
Luego vendrían historias más conocidas. En 2003 llegaron al gobierno
Néstor Kirchner y Lula de Silva y de inmediato impulsaron una nueva
visión y otra respuesta a la crisis. Chávez tenía entonces compañía y en
2005 el Frente Amplio, esa construcción de izquierda nacida en 1971,
destronaría el bipartidismo que por 174 años había gobernado en Uruguay.
Para noviembre de ese año, cinco «rebeldes», Argentina, Brasil,
Paraguay, Uruguay y Venezuela, le decían «No al mercado común de Alaska a
Tierra del Fuego», la frutilla del postre del Consenso de Washington.
Fue el comienzo de otro período para la región.
Se fueron armando redes regionales en un contexto inédito, con un poder
imperial sumido en sus enfrentamientos en otras regiones del planeta
–Irak, Afganistán– y en los albores de una crisis económica que estalló
en 2008 y que quizás ese rechazo en Mar del Plata ayudó a acelerar.
Porque tal como entendieron los gobiernos de entonces, las potencias
centrales ya no pudieron descargar sus crisis recurrentes sobre los
hombros de los habitantes de estas tierras. Nacieron en este tramo
histórico proyectos integradores como la Unión de Naciones Suramericanas
(UNASUR), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC),
una suerte de OEA sin Estados Unidos ni Canadá, pero con un papel
central para Cuba, y la palabra integración dejó de ser una utopía para
crecer como realidad. Barack Obama, en tanto, pasará a la historia por
haber sido el primer ciudadano negro en ocupar el Salón Oval de la Casa
Blanca. Llegó en representación de los demócratas con la promesa de
reimpulsar el crecimiento de la todavía principal economía del mundo y
de poner fin a todas las guerras que llevaba adelante Estados Unidos.
Pero el mundo de Obama terminó siendo definitivamente otro. Nuevos
jugadores lideran ahora una nueva multipolaridad en la que, a través de
realidades como el Grupo BRICS, que nuclea a Brasil, India y Sudáfrica
con China y Rusia, y avanza hacia nuevas formas de relación política y
comercial. Ya no hay una sola potencia económica y tampoco alcanza con
ser el gendarme mundial para lograr objetivos políticos.
La orfandad de Estados Unidos quedó reflejada en la última votación en
la Asamblea de la ONU contra el embargo a Cuba: de 193 naciones miembro,
188 votaron por el levantamiento del castigo impuesto a la isla. Hubo
tres abstenciones de países con poca influencia diplomática, como Palau,
Islas Marshall y Micronesia, y solo dos a favor de la permanencia del
embargo: Israel y el propio Estados Unidos. La situación resulta tan
comprometida en términos estratégicos que un editorial del influyente
The New York Times lo resumió así: «Es irónico que una política
destinada a aislar a Cuba ha causado el efecto contrario y el que se ha
quedado solo es Estados Unidos».
Revista Acción
Noviembre 15 de 2014
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