Si algo caracteriza a Matteo Renzi es su irrefrenable ansia de poder.
Lo cual lo hace decidido, audaz y con ese toque entre irreverente e
inescrupuloso que los italianos tanto valoran, aunque rechacen esta
imagen que les devuelve el espejo. De otro modo no se explica que Silvio
Berlusconi haya sido el gran arquitecto de la política de ese país
durante más de dos décadas. Peor aún, que gracias a Renzi todavía lo
siga siendo, a pesar de que la Justicia hace tiempo lo puso en la mira y
le hace pagar viejas cuentas pendientes que lo dejan fuera de la
carrera para ocupar cargos públicos.
La extraña alianza entre el actual presidente del Consejo de Ministros
de Italia –cargo que se conoce como Primer Ministro– y el líder de la
derecha había despuntado a principios de este año, cuando se reunieron
para delinear aspectos de una reforma a la ley electoral que permitiera
la gobernabilidad en un país tan acostumbrado a los vaivenes políticos
desde el fin de la Guerra Mundial. Renzi, que era el alcalde de
Florencia y acababa de ganar la secretaría del Partido Democrático, la
alianza entre sectores de los tres más grandes partidos de la posguerra,
el Partido Comunista Italiano (PCI), el Partido Socialista (PSI) y la
democracia cristiana (PDC). Berlusconi era poco menos que un cadáver
político tras las últimas condenas por fraude y el escándalo de
prostitución que lo vinculó con la menor Karima el Marough, más conocida
como Ruby. Fue un golpe mediático importante ya que daba en el corazón
del endeble consenso que mantenía en el gobierno a Enrico Letta, también
del PD. Italia sufre desde hace años una caída en la actividad
económica pero sobre todo en la institucionalidad; mucho antes de que la
crisis financiera se extendiera por gran parte de la Europa del sur.
Renzi, un florentino nacido en enero de 1975, creció en ese ambiente de
inestabilidad política que solo un líder controvertido como Giulio
Andreotti podía mantener en pie. Il divo comandó la Democracia Cristiana
en el marco de una fuerte alianza para mantener fuera del poder al PCI,
por entonces el partido comunista más poderoso de Occidente. Y lo logró
de un modo tan efectivo como oscuro, al punto que terminó sus días
acusado de relacionarse con la mafia y la CIA y sospechado por su
pasividad ante el crimen de Aldo Moro en 1978.
El actual primer ministro proviene de un hogar democristiano y su tesis
doctoral, cuando se recibió de abogado en la Universidad de Florencia,
versó sobre Giorgio La Pira, un católico militante que fue alcalde
florentino en los 60 pero que al mismo tiempo mantuvo contactos con el
mundo soviético y fue un luchador por el fin de la guerra de Vietnam.
Su primera incursión en la política fue precisamente en el Partido
Popular Italiano, heredero de la DC, enfrascada en 1994 en una crisis
terminal por sucesivos escándalos de corrupción de los que no fue ajeno
Andreotti ni toda la dirigencia que lo acompañó. Caída la Unión
Soviética y con su propia crisis de identidad en el PCI, la DC había
dejado de ser funcional para detener el avance comunista. Sin un líder
de la talla de Il divo, Il cavaliere, como se conoce a Berlusconi, fue
la salida que encontró el establishment italiano para mantenerse en el
poder real. Empresario de medios, bon vivant y desprejuiciado, encarnaba
en los años de apogeo del neoliberalismo el ideal de triunfador que la
sociedad italiana anhelaba como modelo. Pero tras casi 20 años de
«éxitos», Berlusconi cayó en desgracia y con él creció la inestabilidad,
justo cuando el resto del continente le exigía mayores ajustes y
cambios económicos al país. Reformas imposibles de sostener sin un
gobierno fuerte o de consenso.
Para cuando moría Andreotti, en 2013, y Berlusconi ya estaba raleado del
poder por sus problemas tribunalicios, el PD ganó las elecciones
llevando al frente a Pier Luigi Bersani, un boloñés con poco carisma que
no logró formar gobierno a pesar de haber ganado los comicios
parlamentarios y tampoco pudo promover un candidato para la presidencia
del país, un cargo más bien simbólico pero que resulta a la postre
fundamental para mantener la institucionalidad.
Ya por entonces Renzi se alistaba para la toma del poder. Lo
consideraban los medios amigos como el Tony Blair italiano, el
Berlusconi 2.0; los otros lo llamaban Il piacione, una palabra que
designa a esos personajes que desesperadamente buscan agradar a todo el
mundo. En una maniobra desesperada para no dejar todos los cargos
vacantes, la Legislatura aprobó una medida inédita en la historia de la
democracia parlamentaria de Italia: prorrogó la presidencia de Giorgio
Napolitano, un ex integrante del PCI que a los 89 años puede decirse que
las vio todas.
El eterno
Napolitano, que ya anunció su deseo de dejar el puesto a la brevedad,
nombró sucesivamente para hacerse cargo de la papa ardiente de la
jefatura de Gabinete a un tecnócrata de la Unión Europea que había hecho
sus primeros pasos en la banca Goldman Sachs, Mario Monti, y luego del
frustrado triunfo de Bersani, a Letta. La embestida final de Renzi se
produjo en febrero de este año, cuando tras conseguir la secretaría
general del PD hizo retirar el apoyo parlamentario a su correligionario.
Tras su fustigado encuentro con Berlusconi y la promesa de cambios en
la ley electoral, era el único que podía prometer una salida al
estancamiento en que estaba la economía y ante la falta de perspectivas
de solución a corto plazo. Entendió que no hay nada peor que no hacer
nada pero además, a los 39 años, era el único que podía expresar el
descontento de una generación que se había criado en el desánimo y la
vaciedad.
Porque el otro personaje que podría representar el cambio que la
sociedad reclamaba, el cómico Beppe Grillo, se había ido ahogando en su
propia salsa desde ese mismo comicio, en que despuntó como sorpresa de
la antipolíitica pero no pasó de ser un representante testimonial sin
respuesta a reclamos más concretos para la ciudadanía que no fuera el
descontento moral por el desmanejo de la cosa pública. Renzi pertenece a
la misma dirigencia y se ofrece como el medio para avanzar hacia el
futuro desde otro rincón de la política. De hecho su eslogan es que
llegó para cambiar Italia y no simplemente para administrarla.
Tiene razón Berlusconi cuando dice que fue el último premier elegido por
el voto del pueblo. Pero al menos Renzi se dio un baño de triunfo
electoral en mayo pasado, cuando en la votación para el europarlamento
logró más del 40% de los sufragios, siendo el mandatario de
centroizquierda más votado en el continente. Una elección que
normalmente no aporta mucho fue el espaldarazo para reforzar el
liderazgo del joven impetuoso al que muchos comparan a otro gran
florentino, Maquiavelo.
Envalentonado con al resultado, Renzi planteó en la cumbre europea poner
fin a la era de los recortes en la región para avanzar hacia la
reducción del desempleo. La exigencia de un nuevo Pacto de Estabilidad
alarmó a conservadores y socialdemócratas. Hasta el francés François
Hollande, que había llegado al poder con la agenda del socialismo y
luego dio un giro de 180 grados, quedó descolocado al verse acorralado
por izquierda. Pero claro, el PSF está entre los que más perdieron en
ese fatídico 25 de mayo en que la derecha xenófoba y antieuropea cantó
presente desde las urnas.
Durante lo que va del año, Renzi mantuvo una reunión mensual con
Berlusconi. La obsesión de ambos es reformar las leyes políticas para
garantizar un bipartidismo que permita la gobernanza. El derechista lo
hace para mantener su cuota de influencia con su partido, Forza Italia.
El premier, para consolidarse como el líder de los años que vienen. «Se
necesita un sistema para gobernar Italia, con un ganador claro la misma
noche de las elecciones», señalaron Renzi y Berlusconi.
La idea que plasmaron es que en el futuro el partido que alcance el 40%
de los votos obtendrá la mayoría de escaños gracias a una «prima del
vencedor» que le daría un plus de legisladores. En caso de que nadie
logre esa cifra, se deberá realizar un balotaje con los dos partidos que
hayan tenido más votos. Difieren acerca de si ese plus de legisladores
corresponderá para la coalición más votada o para el partido en forma
individual, pero la frutilla del postre es que se comprometieron a que
los integrantes del actual Congreso permanezcan en sus puestos hasta
2018, lo cual tranquilizaría a los que ocupan cargos y a la vez permite a
Renzi implementar las medidas que se propone para su modelo.
Plan conflictivo
El otro gran cambio de Renzi se basa en la reforma de las leyes
laborales. Es un plan de flexibilización muy resistido por los
sindicatos, que ya le hicieron dos paros, sumando otro el 12 de
diciembre, y también dentro de la propia agrupación política que
sostiene al primer ministro. Conocida como Jobs Act, en uno de sus
artículos, el séptimo, propone «simplificar» los 46 tipos de contratos
existentes hasta ahora mediante un «contrato indeterminado de
protecciones crecientes» que según los críticos de la normativa refuerza
el poder de la patronal porque la relación cambiaría según las
exigencias productivas de la empresa. El otro tema en debate es la
derogación del artículo 18 del Código del Trabajo (ver aparte).
A principios de noviembre gremios de base hicieron una huelga que se
hizo sentir en los principales distritos italianos, ya que pararon los
transportes públicos y privados y trabajadores de la educación y
sanidad. Dos de las principales centrales, la Confederación General
Italiana del Trabajo (CGIL) y la Unión Italiana del Trabajo (UIL). Entre
ellos está la otrora poderosa FIOM, el gremio metalúrgico, golpeado con
la ida de la Fiat. A mediados de año, la emblemática automotriz
turinesa confirmó que tras la fusión con la estadounidense Chrysler deja
el país para ser una compañía global con sede en Londres, registrada
bajo leyes holandesas y que cotiza en la Bolsa de Nueva York. Nada que
ver con Italia.
Revista Acción
Diciembre 1 de 2014
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