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La construcción de la Tercera República italiana



Hay una frase que Miguel Mora, corresponsal del diario español El País, atribuye a dirigentes del Partido Democrático de Italia: "La Tercera República ha empezado". Interesante postura para cuando las encuestas daban ganadora por varios puntos a esta agrupación sucesora del otrora poderoso partido comunista italiano y que la realidad se encargó de desmentir. Es que los comicios dejaron un escenario más inestable del que pretendía combatir Mario Monti cuando percibió que sin el apoyo del inefable Silvio Berlusconi no podría gobernar y presentó su renuncia a la presidencia del Consejo de Ministros.
De haber logrado el resultado que preveía, el líder del PD, Pier Luigi Bersani -el único candidato genuinamente político que se presentó a las elecciones- hubiese cambiado el incierto rumbo por el que transita Italia desde que hace dos décadas la causa llamada Mani Pulite provocó un vendaval del que emergió una Segunda República. Que a su vez había surgido de las cenizas de esa otra que, tras el asesinato de Aldo Moro, estaba moribunda desde 1978.
Las urnas dejaron dos árbitros que, en rigor de verdad, son síntomas de este desconcierto político que padece Italia en forma endémica. El cómico Beppe Grillo ya dijo que no piensa apoyar a Bersani, al que llamó sin tapujos "el muerto que habla". El humorista se presenta como el candidato de la no política, como un ciudadano que pretende soluciones para la gente común. Logró aunar detrás de su particular modo de convocatoria –principalmente la red Internet, pero en lugares donde la web es un exotismo, el cara a cara- al "hombre de a pie" que está harto de escándalos, recortes presupuestarios y falta de horizontes para su propia vida.
El diario alemán Süddeutsche Zeitung fue especialmente corrosivo al decir que "dos cómicos se han presentado a los comicios y son premiados por sus gritos calumniosos". Porque incluía a Berlusconi, que para los votantes más jóvenes podría pasar por un político consumado ya que fue tres veces primer ministro, pero sin embargo fue el "antipolítico" que surgió de la debacle provocada por el fiscal que investigaba la corrupción en el sistema político, en 1994. El otro aspirante, el renunciante Monti, se presentaba como el tecnócrata destinado a terminar con el caos económico que generan los políticos "con sus medidas populistas".
Haciendo un poco de historia, la primera República Italiana surgió de las cenizas del estado fascista, a fines de la Segunda Guerra. Nunca fue un sistema muy estable, pero como decían los analistas, funcionaba aceptablemente porque a los avatares de Roma, donde se cocinaba el caldo político, respondía la riqueza generada en Milán, el eje de un territorio industrializado más cercano a los estándares alemanes.
Pero Italia era un campo de batalla privilegiado en la Guerra Fría. Con un poderoso Partido Comunista –el más importante del llamado Occidente– solo la Iglesia Católica y la Democracia Cristiana podían contrarrestar esa tendencia peligrosa para el establishment y sobre todo para Washington. El norte industrial también era el principal bastión de la izquierda. En el sur, en cambio, se asentaba la mafia, de modo que las denuncias de connivencia con la DC para terminar con los "rojos" eran permanentes.
Un personaje sabía navegar estas aguas agitadas: Giulio Andreotti, quien desde la DC digitó los manejos políticos por décadas. Otro líder democristiano, Aldo Moro, resultaría víctima de ese sistema de alianzas y contrapesos, a pesar de ser un hábil negociador. Y precisamente por esa virtud. Porque en marzo de 1978, mientras en América Latina los dictadores militares ya habían cometido la mayoría de sus crímenes bajo la mirada condescendiente del entonces secretario de Estado Henry Kissinger, Moro fue secuestrado por las Brigadas Rojas, una agrupación de izquierda radicalizada.
Moro –que había sido dos veces premier-– fue levantado cuando iba a una sesión en el Congreso en que se le iba a dar el voto de confianza a un gobierno dirigido por Andreotti pero con apoyo del PCI, en el marco del acuerdo entre democristianos y comunistas conocido como Compromiso Histórico. El cuerpo de Moro apareció entre las sedes de ambos partidos en Roma, el 9 de mayo de ese año.
Un par de meses después moría Paulo VI, el Papa que había cerrado las sesiones del Concilio Vaticano II iniciado por Juan XXIII. Su sucesor, el último italiano en ocupar el puesto, fue Albino Luciani, que con el lema de la humildad y el nombre de Juan Pablo I –en honor a esos dos antecesores- llegó al trono en agosto de 1978 y misteriosamente apareció muerto en su recámara 33 días después, en un caso que siempre levantó sospechas. El 16 de octubre, finalmente, el polaco Karol Wojtyla se convertiría en Juan Pablo II y en el que cumpliría con los planes de Washington para terminar con la "amenaza comunista" en Europa.
Habían pasado cinco años de la firma de los acuerdos que sellaron la derrota de EE UU en Vietnam y la lucha contra todo lo que oliera a comunismo era sin cuartel. Según el autor suizo Daniele Ganser, existió una Operación Gladio, una red clandestina financiada por la CIA. A ella se atribuye atentados como el que le costó la vida a Moro. El objetivo del crimen, según esta versión, era torpedear acuerdos que podrían haber blanqueado al PCI –que había sacado 34% de votos en 1976 y aspiraba a más- pero que también hubiesen estabilizado a Italia.
La viuda de Moro relató más tarde un encuentro de su marido con Kissinger y un agente de la CIA. "Debe abandonar su política de colaboración con todas las fuerzas políticas de su país... o lo pagará más caro que el chileno Salvador Allende". Hay quienes inscriben en este mismo esquema a la muerte de Luciani, que pretendía profundizar el Concilio y no clausurarlo bajo una lápida como hizo Wojtyla.
En 1992, el fiscal Antonio di Pietro descubrió una extensa red de corrupción que enredaba a los principales partidos políticos en maniobras ilegales con los conglomerados industriales más importantes y los distintos grupos mafiosos del país. La Operación Mani Pulite (Manos Limpias) fue otro terremoto para la vida política italiana. Pero la Tangentópolis (la ciudad de la coima) salpicó a todos menos a un empresario exitoso que no venía de la rama industrial sino que era propietario de medios de comunicación y tenía intereses en un equipo de futbol, el Milán, competidor de la Juventus de los Agnelli, dueños de la automotriz Fiat. Se trataba, claro está, de Berlusconi, quien desde 1994 cubriría la vida política italiana con su impronta escandalosa.
Il Cavaliere no es más un outsider que promete buena gestión como empresario lleno de dinero, y sí un impresentable para esta nueva era en Europa. Por eso el candidato del mundillo de las finanzas era Monti, que no por nada había integrado el staff de Goldman Sachs y había sido Comisario Europeo. Era el hombre de confianza de los organismos internacionales pero su falta de carisma resultó fatal y apenas logró superar el 10% de los votos. La chanza de que es Mario Mortis que lanzó Grillo no suena exagerada.
La Italia de estos días se parece mucho a la Argentina de hace diez años. Cuando luego de un gobierno integrado por tecnócratas que venían a arreglar los despilfarros de los políticos (De la Rúa tuvo cinco economistas ocupando cargos de ministros en su primer gabinete) vendría una elección en la que Menem ganó apenas, pero dejó el lugar a Néstor Kirchner, que tenía muy poco.
Bersani quedó a la cabeza también con muy poco. ¿Podrá ser el político capaz de reconstruir a la política como una herramienta de cambios en Italia? ¿Podrá fundar una Tercera República desde ese tan poco? ¿Qué tendrá que ver todo esto con un Papa que deja el Vaticano en helicóptero luego de haber renunciado?

Tiempo Argentino
Marzo 1 de 2013

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