sábado

La renuncia del Gran Inquisidor



Estos no son días fáciles para mí», se sinceró Benedicto XVI en su primera aparición pública un par de días después de sorprender al mundo con el anuncio de su renuncia al trono de Pedro. Fue el primero en hacerlo en 600 años de historia y el primero, además, que deja un cargo –que se supone divino– por problemas terrenales más propios del hombre, como la salud y la edad, desde que la Revolución Francesa decapitó a un rey para instaurar la república moderna. Todo un símbolo en una institución absolutista como el Vaticano, donde un centenar de cardenales deciden quién de entre ellos cargará con el sayo y regirá sin revisión de sus actos, en principio, en forma vitalicia. Un Estado donde desde hace casi 35 años el ala más conservadora de la Iglesia cortó la cabeza a todo vestigio de progresismo de la mano del religioso alemán que deja, técnicamente hablado, la sede vacante.
Es que Joseph Ratzinger fue el continuador de un proyecto de restauración que inició el polaco Karol Wojtyla en 1978, y lo acompañó como artífice de ese gran proceso conservador en la Iglesia Católica que, entre otros laureles, se jacta de haber sepultado los avances del Concilio Vaticano II. Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la continuadora de la Inquisición, desde la publicación en 1986 de un documento lapidario sobre la Teología de la Liberación, fue acorralando a toda una línea de pensamiento surgida como respuesta de la religión frente a un mundo que se planteaba cambios estructurales de fondo cuando no una revolución lisa y llana.
La prueba más contundente de esa posición la padeció el notable intelectual y teólogo brasileño Leonardo Boff, uno de los teóricos más prominentes de esa forma de interpretar la Biblia, al que le prohibió que diera clases y luego que escribiera, hasta que lo terminó forzando a abandonar los hábitos. El prolegómeno que hizo que otro centenar de curas e intelectuales de su misma tendencia lo siguieran. «Ha hecho que muchos no sientan más a la Iglesia como un hogar espiritual», resaltó el brasileño al conocer la noticia.
Boff adelantó al mismo tiempo lo que seguramente será tema de debate en el concilio que deberá llegar a una fumata blanca para anunciar al nuevo sucesor de Pedro, el papa que tendrá el número 266 en la lista oficial de ocupantes del trono vaticano. «Su proyecto (el de Ratzinger) era una Iglesia al viejo estilo, hacia adentro y con el objetivo de la reevangelización de Europa. Nosotros consideramos que eso es ineficaz y es una opción por los ricos, un proyecto equivocado».
Mucho se escribió en los días posteriores al sorpresivo anuncio, que dejó boquiabiertos a quienes no supieron leer entrelíneas algunas señales que ya venía enviando el obispo alemán que alguna vez integró las juventudes hitlerianas. Ahora que las cartas están sobre la mesa, no son pocos los analistas que caen en la cuenta de que algunos mensajes que parecían reflexiones ecuménicas no eran más que indicios seculares de que un papa podía tranquilamente dejar su cargo para dejar paso a otros, «con más fuerza», para continuar la obra.
Y en esa senda se inscriben los pasos posteriores de Ratzinger, quien fue un académico de fuste en la Universidad de Ratibona, según reconocen el propio Boff y otros de sus condiscípulos. Cuando llegó a un lugar de poder, en su caso la sucesora de la Inquisición, no dudó en aplicar las medidas más drásticas y hasta crueles contra ese grupo otrora influyente de curas seguidores del espíritu del Concilio Vaticano II, que habían comenzado una obra de recuperación de los valores cristianos y de modernización de viejas concepciones anquilosadas en una institución dos veces milenaria que tardó, por dar un ejemplo, cuatro siglos en excusarse por el trato dado al trascendente astrónomo italiano Galileo Galilei.
Hombre clave

Haciendo un poco de historia, conviene recordar que el primer papa no italiano que se puso la tiara pontificia en 300 años, Carol Wojtyla, llegó a la cumbre cuando comenzaba a despuntar el escándalo del Banco Ambrosiano, la entidad crediticia que manejaba los fondos de la Iglesia. Es que la sospechosa muerte de Juan Pablo I, a 33 días de su llegada al trono, en 1978, siempre apareció vinculada con los oscuros manejos del dinero vaticano, una fortuna imposible de dimensionar.
El obispo polaco también resultó el hombre adecuado en un momento clave de la guerra fría, cuando las dictaduras latinoamericanas –en muchos casos avaladas por la curia romana– habían hecho el trabajo sucio contra todo vestigio izquierdista en la región, en Gran Bretaña desplegaba su neoconservadurismo más ortodoxo Margaret Thatcher y se avecinaba la vuelta de los republicanos en Estados Unidos de la mano de otro ultraconservador y ferviente anticomunista como Ronald Reagan.
Un sacerdote polaco, carismático y de 58 años –es decir, joven para los parámetros vaticanos– permitiría una lucha frontal con la Unión Soviética en una trinchera que se mostraba resbaladiza como Polonia, país predominantemente católico y con una historia conflictiva con Moscú, que, además, por esa misma época, veía el crecimiento político de un líder sindical opositor como Lech Walesa.
Juan Pablo II fue el adalid de esa cruzada contra el comunismo y en los días más críticos de la debacle del sistema soviético, mantenía reuniones habituales con el entonces jefe de la CIA, William Casey, para cambiar información y diseñar estrategias.
Pero para «limpiar el mundo» de todo vestigio progresista hacía falta también barrer dentro de la propia iglesia. Para eso nadie mejor que Joseph Ratzinger, el arzobispo de Munich que mantenía elevados lauros como teólogo e intelectual, pero también con antecedentes como hombre conservador en un ambiente puritano como el de la Alemania que en pocos años habría de reunificarse. Es que lidiar con gente de refinada preparación y sólidos conocimientos sobre la fe como los tercermundistas no era tarea para improvisados y Ratzinger era uno de los pocos en la cúpula a la altura del desafío.
El «inquisidor» cumplió su tarea a las mil maravillas y para cuando Juan Pablo II moría, la Teología de la Liberación era cosa del pasado. Entre el polaco y el alemán habían dado una vuelta de campana y el nombramiento del que sería Benedicto XVI fue una muestra de que el ala conservadora había ganado la partida de un modo categórico.
Lo que no se esperaba el papa que asumió en abril de 2005 es que estallarían tantos conflictos latentes durante el anterior reinado. Conflictos que habían quedado tapados un poco por el carisma de Wojtyla y otro poco porque los tiempos fueron cambiando en estos 8 años y ese retroceso en la Iglesia fue forjando también un descrédito cada vez mayor entre los propios fieles.
Como sea, el escándalo por lavado de dinero en las instituciones bancarias vaticanas continúa, ahora por otros medios. Asimismo, las filtraciones de secretos romanos a la prensa por su mayordomo privado, Paolo Gabriele, desnudaron una trama de lucha por el poder dentro del Instituto para las Obras de Religión (el banco eclesiástico) digno de los mejores filmes de Francis Ford Coppola.
Aunque seguramente el peor de los escándalos que salieron a la luz en estos años haya sido el de los extendidos y abrumadores casos de pedofilia que dejaron un saldo de cientos de denuncias, millones de dólares gastados en reparaciones judiciales y extrajudiciales y que reveló una red de ocultamiento que llega hasta el propio Ratzinger cuando era obispo e incluso en sus primeros tiempos de papado.
Dijo el propio Boff en una entrevista en la que alabó la decisión de dejar el trono como gesto de racionalidad, que el período de Benedicto XVI no dejará huella en la historia de la Iglesia católica. Pero tal vez se equivoque. Este horror no será fácil de olvidar para millones de feligreses, muchos de ellos también víctimas de abusos sexuales en su infancia.
Supremo elector

Al renunciar, Ratzinger pone distancia con esas denuncias e incluso aparece como abrumado por haber tenido que enfrentar tamaña responsabilidad. Pero tamabién se convierte en el gran elector en bambalinas de su sucesor y custodio de la fe desde un cargo todavía a definir pero inédito en la iglesia moderna, como ex papa.
Si por algo se caracterizó la gestión de los dos últimos representantes de Pedro, es por haber designado un cuerpo de cardenales tan inclinado a la derecha que puede decirse sin que suene a sátira que la elección será entre los conservadores y los muy conservadores.
Los capacitados para votar son unos 120 cardenales que tienen menos de 80 años. No parecería que estén pensando en los grandes desafíos para el futuro de la Iglesia que el alemán afirma tomar en cuenta en su renuncia. Entre estos está el desafío de un mundo cambiante que no ve como una muestra de santidad el celibato sacerdotal y que aún tiende a considerarlo parte del problema sexual que atraviesa la institución. Un mundo en el que avanza el casamiento igualitario y el uso de anticonceptivos más allá de lo que digan los sacerdotes y que a la vez reclama una posición más firme ante injusticias y desigualdades económicas o sociales. Donde además se extiende otro tipo de confesiones cristianas de corte evangélico que le van quitando adeptos.
No es casual quizás que el reinado «benedictino» haya coincidido con la crisis financiera que acosa a Estados Unidos y Europa, tampoco que Alemania se haya convertido en el motor de las posiciones más ortodoxas entre los países del euro y que fuerza a combatir estos tiempos de recesión con las recetas que Reagan y Thatcher vinieron a imponer cuando despuntaba el reinado del Juan Pablo II.
Si Wojtyla fue el adalid en la lucha contra el comunismo y del progresismo católico, Benedicto seguramente quedará como el ícono del proyecto de centralismo germano en Europa. Su dimisión podrá leerse como símbolo de otros tiempos que sólo el Espíritu Santo sabe si serán mejores para quienes piden una iglesia más cerca de la gente.

Revista Acción
Marzo 1 de 2013

No hay comentarios: