La Venezuela que va a elecciones el 14 de abril no es la
misma que la que el 7 de octubre del año pasado otorgó el último triunfo a Hugo
Chávez. Y no sólo por el dato obvio de que el líder bolivariano ya no está
presente para arengar a los suyos o proponer ideas revolucionarias en este
nuevo tramo del camino al Socialismo del siglo XXI que proclamaba
insistentemente. Es, también, porque en su ausencia –y cuando todavía luchaba
por su vida en la clínica de La Habana donde había sido operado por cuarta vez–
se tomaron decisiones en el plano económico que influirán fuertemente en la
vida de los venezolanos.
La primera de ellas, de gran impacto, fue la devaluación de
casi el 32% de la moneda. Luego se dispuso la creación de un nuevo mecanismo
para liberalizar gradualmente la entrega de moneda extranjera. En una región
donde la presión sobre el dólar es un acoso para la gestión de cualquier
gobierno, estas medidas representan una señal de cómo las autoridades piensan
enfrentar el desafío de dar un renovado impulso a la economía nacional y de
ponerla en condiciones para el ingreso de la nación caribeña al Mercosur.
Sin embargo, estos no serán los ejes de la campaña que
nuevamente enfrenta a la derecha, encolumnada detrás de Henrique Capriles
Radonski, con el chavismo, que lleva, como era de esperar, a Nicolás Maduro
como la figura que habrá de reemplazar en el Palacio Miraflores al presidente
Chávez.
El resultado de los comicios, aventuran los analistas, puede
ser similar al registrado en octubre pasado, cuando se produjo un cambio de tendencia.
El oficialismo venía perdiendo votos en las elecciones anteriores por varias
razones: descontento hacia algunas políticas o cierta desidia de los votantes
porque los triunfos estaban garantizados y el sufragio no es obligatorio. Pero
en octubre Chávez remontó la caída gracias a una campaña que limó sus últimas
fuerzas contra un candidato que había logrado unificar a la oposición.
Capriles, además, encabezó una campaña muy eficaz, tomando consignas que había
hecho suyas Chávez desde que asomó a la política con el intento de toma del
poder de 1992, y que materializó desde 1999.
Dos meses más tarde, en diciembre, con un Chávez
convaleciente en La Habana y fuera de la campaña para las gobernaciones, el
Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) ganó ampliamente en bastiones
hasta entonces en manos de la oposición, como el estado petrolero de Zulia,
Carabobo, Nueva Esparta y Táchira. «Hay que reconocerle al chavismo un triunfo
cualitativo, como es el avance del socialismo como proyecto de país y esto
destaca en una nación donde el apoyo al socialismo nunca pasó del 6% del
electorado durante el puntofijismo», decía entonces el analista y consultor
político Alberto Aranguibel. El Punto Fijo fue el sistema de alternancia
consensuada entre la democracia cristiana (COPEI) y Acción Democrática (AD)
desde la caída de Marcos Pérez Jiménez en 1958.
En estos comicios distritales el chavismo recibió el
espaldarazo de la ciudadanía, en una réplica aumentada de lo que había ocurrido
a nivel nacional. El oficialismo logró entonces colocar a 10 militares
retirados como nuevos gobernadores. Pero el líder opositor, Henrique Capriles,
doblegó al canciller Elías Jaua en Miranda. Si bien la Mesa de Unidad
Democrática (MUD) había quedado maltrecha luego de las presidenciales, era una
buena señal para el futuro del candidato que había sumado más de 6 millones de
sufragios contra el mismísimo Chávez.
Por eso Capriles era cantado para ir ahora contra Maduro.
Fue así que salió al ruedo recordando lo obvio, que el ex dirigente del
transporte y ex canciller chavista no es Chávez. A lo que el hombre de los
gruesos bigotes replicó que eso es verdad, pero doblando la apuesta añadió que
es «hijo de Chávez». A buen entendedor pocas palabras: no será el ex presidente
y no se lo podrá comparar con él, pero es hijo de sus ideas, a las que asegura
interpretar fielmente. Y también se formó a su lado en los más de 20 años que
estuvieron juntos en la construcción de este modelo político.
Más allá de interpretaciones sociológicas, se puede conjeturar
que los comicios de diciembre fueron una prueba importante para el sistema
creado por Chávez. Y que el resultado fue auspicioso: la amplia mayoría de los
venezolanos apoyó el Socialismo del siglo XXI aunque, por primera vez, el
mandatario no apareció ante sus ojos para seducirlos con su verba inflamada.
Más aún, no hay nada afuera de una oposición que sólo se
junta por su voluntad de destronar el modelo vigente desde 1999 y de un
chavismo cada vez más firme en su proyecto bolivariano. Un proyecto que incluye
a la sociedad civil pero también a los uniformados que –cosa extraña en esta
parte del continente en virtud del rol que asumieron los militares en los 70–
allí forman parte sustancial del modelo revolucionario que está al frente del
gobierno.
Proyecto original
En cierto modo, la muerte de Chávez le agrega una dosis de
dramatismo y épica a esta campaña, pero también representa el desafío de
continuar con la obra que el líder carismático pergeñaba desde el Caracazo,
aquel movimiento popular contra el neoliberalismo de febrero de 1989 que fue
bárbaramente reprimido por el gobierno del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez
con un saldo que se midió en miles de muertos.
Se distingue en Chávez un proyecto que había desarrollado
desde sus inicios. Basta si no ver el discurso que dijo en 1994, la primera vez
que viajaba a Cuba, ante Fidel Castro y cientos de estudiantes en la
Universidad de La Habana. Viene a cuento resaltar algunas de las frases
pronunciadas por un joven y delgado militar que aspiraba a gobernar Venezuela
algún día, pero por el que tal vez nadie hacía apuestas en ese momento.
«Están ocurriendo cosas interesantes en América Latina y en
el Caribe –decía hace 19 años, en pleno apogeo neoliberal, el novel oficial
rebelde–. Pablo Neruda tenía profunda razón cuando escribió que Bolívar
despierta cada 100 años, cuando despierta el pueblo». Y auguraba despertares
Chávez, tras informar a su audiencia estudiantil que en las elecciones que se
avecinaban en su país (en 1995) iba a primar el abstencionismo. «Ustedes no lo
van a creer, pero el 90% de los venezolanos no va a las urnas electorales, no
cree en mensajes de políticos, no cree en casi ningún partido político». Lo más
jugoso de aquel discurso, pronunciado cinco años antes de llegar al poder, fue la
claridad con la que expuso propuestas de integración aun en el marco de la
presencia en la región de gobiernos neoliberales. «Lanzaremos el Proyecto
Nacional Simón Bolívar, con los brazos extendidos al continente latinoamericano
y caribeño», con el propósito de crear una «asociación deEstados
latinoamericanos, que fue el sueño original de nuestros libertadores». «¿Por
qué seguir fragmentados?», se preguntaba entonces Chávez en un marco regional
en el que soñar con un proyecto de integración parecía una utopía.
Y sobre esta matriz fue construyendo amistades desde que
llegó al poder. Por eso, para la mayoría de los dirigentes regionales el aporte
a la integración del bolivariano es una deuda que sólo podrían pagarle
siguiendo su camino.
Según el politólogo Pablo Touzón, «en términos geopolíticos,
el apoyo de Venezuela a la región estuvo lejos de ser meramente discursivo: en
estos años, el gobierno bolivariano reorientó gran parte de sus recursos,
inversiones, programas de intercambio y demás elementos de poder “duro” para
apoyar con instrumentos concretos el proceso unificador sudamericano. Los
países sudamericanos ganaron este aporte que resultó fundamental para la
consolidación de los nuevos gobiernos populares y del “giro a la izquierda”
como un todo. Sin Venezuela, instrumentos como la UNASUR probablemente jamás
hubiesen visto la luz, y si bien es altamente probable que el gobierno de
Nicolás Maduro continúe esta línea, las dificultades internas y las tensiones
propias de una pérdida tan grande desde el punto de vista político
reorientarán, aunque más no sea provisoriamente, los focos del proyecto
político bolivariano en la propia realidad venezolana», asegura Touzón. A su
juicio, «es probable, entonces, que este reacomodamiento interno dentro del
esquema de poder regional favorezca relativamente al Brasil, profundizando su
liderazgo subregional de cara al mundo entero».
No es casualidad ni protocolo vacío que hayan hecho guardia
de honor junto al féretro del comandante el cubano Raúl Castro junto con el
chileno Sebastián Piñera y el colombiano Juan Manuel Santos, la costarricense
Laura Chinchilla, cerca del nicaragüense Daniel Ortega , el boliviano Evo
Morales y el mexicano Enrique Peña Nieto. También estuvieron el guatemalteco
Otto Fernando Pérez-Molina y el salvadoreño Mauricio Funes, o el panameño
Ricardo Martinelli con el ecuatoriano Rafael Correa, por poner un puñado de
ejemplos que indican claramente que más allá de un fuerte compromiso con los
valores del socialismo, Chávez supo que para construir en el continente debía
hacerlo con «lo que hay», esto es, no sólo con líderes convencidos de la
necesidad de una integración regional, sino también con mandatarios de derecha,
empresarios conservadores devenidos políticos y con líderes que han dado vuelta
a sus países como una media en busca de mayor igualdad entre los ciudadanos.
La sólida amistad con Santos, cimentada luego de un conato
bélico cuando estaba por comenzar su mandato, y la creación de una organización
como la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), sin dudas
su obra póstuma, que nuclea a los países del continente pero deja afuera a
Estados Unidos y Canadá, son el corolario de aquel proyecto que soñaba con su
uniforme de cadete de la Academia Militar venezolana.
Otro logro del chavismo en estos años, con proyección hacia
el futuro, fue que la oposición, a regañadientes luego del golpe de 2002 y de
sus sucesivas debacles, aceptó la Constitución bolivariana. Ese pequeño librito
de tapas azules que Chávez regalaba a todos sus interlocutores finalmente es la
Carta Magna con la que aceptan jugar el juego democrático. Es más, luego de la
muerte del comandante, denunciaron que el gobierno que Maduro retiene como
Presidente Encargado es «fraudulento». Interpretan que la Constitución fue
forzada fuera de sus límites para sostener la candidatura del hombre al que el
propio Chávez había pedido, en lo que fue su última voluntad política, que
votaran si no podía volver a ocupar su cargo.
Para agregar más condimentos a la polémica, Capriles –quien
durante todo el proceso de la enfermedad de Chávez cuestionó la información
oficial que se brindaba sobre el mandatario– llegó a decir que las autoridades
habían mentido sobre la verdadera fecha de la muerte. Luego, y en vista de la
andanada de críticas, tuvo que salir a pedir perdón a la familia «por si
algunas de mis palabras los ofendió o fueron mal interpretadas».
Ya en medio de la campaña, Capriles se muestra tan
provocador como un retador en la balanza antes de la pelea para unificar alguna
corona de box. «Creo que Nicolás no aguanta ni cinco minutos de debate conmigo.
Si quiere, que en el debate le pongan el teleprompter y que Ernesto (por el
ministro de Comunicación, Ernesto Villegas) esté al lado de él, para que le
sople». El «poseedor del cinturón de campeón» siguiendo con la metáfora, se
ciñe a mostrar la obra de gobierno y a destacar lo que perderían los venezolanos
si no votan por el chavismo sin Chávez o no acuden a las urnas por creer que el
triunfo está asegurado. Y ante una amenaza que circuló en los primeros días de
campaña advirtió: «Roger Noriega, Otto Reich, funcionarios del Pentágono y de
la CIA están detrás de un plan para asesinar al candidato presidencial de la
derecha venezolana para crear un caos en Venezuela». Esta posibilidad
desestabilizadora podría ser la única para una oposición que, además de
expresar intereses y voluntades no coincidentes, no tiene muchas opciones que
ofrecer, como ya se había visto en octubre, más allá del desafío boxístico. O
machacar con los momentos difíciles de la gestión, como cuando Capriles
calificó a la devaluación de febrero como un «paquetazo rojo».
Sucede que los seguidores de Capriles, además de expresar
intereses y voluntades no coincidentes, no tienen en realidad un plan de
gobierno. El candidato puede, sí, señalar errores y momentos difíciles de la
gestión, como cuando luego de la devaluación aputó todos los cañones contra la
medida oficial: «Esta devaluación es simplemente para darle caja al Gobierno.
Esta devaluación se hubiese podido evitar revisando las importaciones,
revisando los regalos a otros países. ¿Por qué tenemos nosotros que seguir
regalando el petróleo a otros países? ¿Es que acaso no hay necesidades en
Venezuela? ¿No tenemos nosotros problemas que atender aquí?», se ofuscó
públicamente. «Nicolás es el candidato del señor Raúl Castro», dijo Capriles
ante el canal privado Globovisión. «Eso es a los intereses que responde»,
señaló. «Yo soy el candidato de los venezolanos y las venezolanas. Nosotros no
vamos a entregarle nuestro país a cualquier interés extranjero, sea cual sea,
ni a los Estados Unidos ni a Cuba», insistió alisando su campera roja, azul y
amarilla.
Si Capriles revisara aquel video de Chávez en La Habana de
1994 donde se expresaba el modelo que ahora vuelve a ser sometido al escrutinio
de la ciudadanía, como otras 14 veces en los últimos 15 años, quizás
encontraría la explicación de por qué millones de venezolanos votaron y
salieron a la calle a despedir con tristeza y fervor al líder que, con un saco
militar de cuello Mao, decía: «Nos alimentamos mutuamente en un proyecto
revolucionario latinoamericano, imbuidos como estamos desde hace siglos, en la
idea de un continente hispanoamericano, latinoamericano y caribeño, integrado
como una sola nación que somos».
Acción
Abril 1 de 2013
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