Esa contienda que envolvió a las mayores potencias europeas es, al
decir del historiador británico Orlando Figes, una suerte de
continuación de otra que se había iniciado en 1854 en las costas de
Crimea, y que comenzó como una lucha de tintes religiosos por el acceso a
los lugares sagrados de Jerusalén, entre el Imperio de los Zares y el
de los Otomanos. Aquella vez también hubo enfrentamientos en los
Balcanes, pero la batalla central, la que todavía hoy conmueve al
espíritu ruso, fue en Sebastopol, donde hoy está la principal base rusa
en el Mar Negro. Del lado de los turcos estuvieron franceses y
británicos, y los zares fueron derrotados, pero pudieron sostenerse
todavía medio siglo más en el poder, lo mismo que los sultanes en
Estambul.
A comienzos del siglo XX, los jugadores seguían siendo los mismos,
pero Alemania e Italia, ya unificadas, buscaban su lugar bajo el sol.
Fue así que el Imperio Austro-húngaro –el archiduque era el heredero de
la casa los Habsburgo– se alió con el Reich del káiser Guillermo II y la
Italia de Víctor Manuel III, en lo que otro historiador inglés, Eric
Hobsbawn, clasificó como Triple Alianza –junto con la Turquía imperial–
en contra de la Triple Entente, conformada por el Reino Unido, el
Imperio Ruso y la Francia de la Tercera República.
Durante esos cuatro años terribles, en los que murieron quizás
hasta 30 millones de personas, fueron devastadas Francia e Italia, y en
el camino Turquía perdió sus territorios en los Balcanes y los zares
fueron eliminados por la Revolución Soviética de octubre de 1917.
Ucrania jugó entonces un papel importante, porque por un corto período
quedó en manos de Alemania, que la necesitaba desesperadamente como
proveedora de alimentos.
La consecuencia geopolítica de la guerra fue el rediseño del mapa
europeo, con el nacimiento de varios países, como Hungría o la primera
república polaca, y de otros ya inexistentes como Yugoslavia y
Checoslovaquia. Pero también emergería un imperio de carácter global,
Estados Unidos, que entró en la contienda cuando las cartas ya se
jugaban a favor de los aliados, en abril de 1917. La Gran Bretaña que
quedó era un fantasma ajado de sus épocas de esplendor.
Alemania, destruida en1918, terminó devorada por los ganadores y se
fue deslizando hacia el partido nazi, que finalmente llegó al poder en
1933. Italia, si bien había resultado triunfante en los papeles, no
"aprovechó" las ventajas del éxito y acabó en manos del fascismo, en
1922. Turquía se encaminó a una república ceñida a Anatolia y una punta
de Europa, más allá del estrecho de Bósforo, y buscó estabilizarse al
precio del genocidio del pueblo armenio. Un antecedente de lo que
comenzaría 21 años más tarde en Europa, en otro capítulo, más brutal
aún, de esta batalla nunca resuelta por el control del continente.
La caída de la Unión Soviética fue un nuevo punto de inflexión para
el mundo y particularmente para la utopía socialista. Nuevas naciones
aparecieron incluso en territorios más lejanos como los asiáticos. La
última guerra de los Balcanes, en los '90, fue el epílogo no menos
cruento del asesinato del archiduque. La desaparición de Yugoslavia se
llevó millones de vidas y nuevos genocidios enlutaron el centro de esa
Europa que se jacta de portar el faro de la civilización y los Derechos
Humanos.
Pero como la historia nunca se detiene –cosa de volver a desmentir a
Francis Fukuyama–, continuamente siguen aflorando hilachas de viejos
conflictos. Y Crimea vuelve a estar en el eje de las preocupaciones
mundiales. Basta fijarse en un mapa para ver que Rusia no tiene otra
salida al Mar Mediterráneo que no sea a través del Mar Negro, cruzando
el Bósforo. Caso contrario, un barco debe dar la vuelta por el Mar del
Norte. La península de Crimea cumple allí un rol fundamental como puerto
de control, vigilancia y salida ágil de cualquier armada.
No se está hablando de geopolítica pasada de moda. Por barco se
sigue haciendo el 80% del comercio mundial, y más aún, por mar circulan
los cargamentos de combustible que mueven la economía y, además, se
desplazan pertrechos bélicos de todas las potencias con aspiraciones. Si
no que lo digan los británicos, que mientras pudieron controlar los
mares, fueron imperio. La base rusa de Sebastopol articula con la de
Tartus, en Siria, territorio que, como los de Asia Menor, formó parte
del Imperio Otomano hasta el fin de la Primera Guerra.
La dirigencia rusa sabe que si quiere volver a jugar en las grandes
ligas, debe impedir el cerco de bases que la OTAN desplegó en la Europa
del Este tras la implosión de la URSS. En este esquema, Ucrania vuelve a
representar un punto crucial para Moscú. Más aún si se tiene en cuenta
que atraviesan ese territorio un par de gasoductos por los que circula
el 20% del gas que entibia a los europeos en sus crudos inviernos.
Rusia, el gran proveedor, bombea a través de tres grandes tuberías,
la Nord Stream, que va directo a Alemania; la Yamal, por Bielorrusia; y
la Soyuz, que atraviesa Ucrania. Por este acosado país cruzan 175 mil
millones de metros cúbicos cada día; por las otras dos tuberías, 95 mil
millones. No hace falta mencionar la importancia que tiene para Europa
contar con el control de esos caños prodigiosos. Ni tampoco el enorme
poder de presión que le da a Moscú, cosa que ya probó en dos ocasiones
en lo que va de este milenio.
El derrocado presidente, Víktor Yanukovich, primero se mostró
dispuesto a aceptar un acuerdo con la UE que lo alejaba de Moscú. Putin
le puso los puntos sobre las íes y los vaivenes del mandatario
terminaron por enardecer a una capa de la población que no sólo es
proeuropea, sino que tiene terribles recuerdos de la época estalinista
–se recomienda leer Tierras de Sangre, del historiador Timothy Snyder– y
alimenta aún rencores contra todo lo que suene a ruso. Una condición
ideal para alimentar un golpe blando, ciertamente, sobre todo si se
repara en que Yanukovich no tiene un historial demasiado presentable y,
además, sólo aprendió a hablar ucraniano a los 52, cuando se perfiló
para dirigir al país.
El exiliado presidente forma parte de una oligarquía que, crecida
al calor de la URSS, estaba en el lugar justo y en el momento adecuado
para quedarse con las riquezas que el estado soviético había creado y
dejó a la iniciativa privada a principios de los '90. Es de la región de
Donéts, una de las más industrializadas y con fuertes riquezas mineras y
carboníferas. Cuentan que en su pasado pasó un par de temporadas en
prisión por robos al estado socialista y que sus amigos movieron los
hilos para borrarlo de su legajo cuando fue ascendiendo en la
burocracia. Los negocios lo llevaron más lejos y terminó enfrentado con
los intereses de quien ahora aparece como la ganadora en esta puja por
el control del país, Yulia Timoshenko.
La mujer, por vía de un matrimonio ventajoso, se acercó al poder
soviético en los '80 y luiego mostró sus dotes de empresaria, primero
con una cadena de alquiler de videos y luego en el negocio más seguro y
rentable que pueda pensarse en esa región: una compañía proveedora de
gas. Su marido, Alexandr Timoshenko, fue uno de los oligarcas del
Dniéper, pero terminó escapando del país envuelto en una serie de
escándalos. Ella fue sentenciada a siete años tras la firma de un
cuestionado contrato con Rusia cuando era premier. Por supuesto, todo es
según el cristal con que se mire y, por lo demás, ninguno en este juego
es inocente ni mucho menos impoluto.
La legislatura de Crimea apura un referéndum para la anexión a
Rusia, echando más leña al fuego de una confrontación que viene
creciendo desde hace meses. Crimea, poblada por habitantes de origen
ruso, perteneció al imperio zarista desde 1783. El ex mandamás soviético
Nikita Kruschev la cedió a la República de Ucrania en 1954, cuando se
cumplía un siglo de aquella guerra.
Kruschev había nacido en una zona fronteriza, había crecido al
amparo del Partido Comunista Ucraniano y necesitaba de esa fortaleza
para emprenderla contra el estalinismo justo a la muerte del líder. La
cesión no fue inocencia socialista; más bien parece un gesto de alguien
que también creyó, a su manera, en el fin de la historia.Tiempo Argentino
Marzo 7 de 2014
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