Venezuela está, una vez más, en el centro de una disputa
trascendente. Lo supo Simón Bolívar cuando percibió que el Congreso
Anfictiónico con el que soñaba unir a las antiguas colonias españolas no
llegaba a buen puerto. Lo corroboró cuando vio que se le escapaba como
arena entre los dedos la Gran Colombia en la que pretendía nuclear a las
naciones del extremo noroeste del subcontinente durante la segunda
década del siglo XIX. Lo sabía Hugo Chávez, a quien se lo recordó a un
año de su muerte como el gran gestor de la integración regional. Y lo
aprendió su sucesor, Nicolás Maduro, que no por casualidad sufre el
embate de la oposición más acérrima fronteras adentro y de los sectores
de la derecha continental.
Como una voltereta inesperada de la historia, aquel congreso de Panamá,
que Bolívar pensó como el ámbito para integrar una suerte de federación
hispanoamericana, fue la excusa con la que Estados Unidos vino
presionando a los gobiernos latinoamericanos ya desde 1890 para
construir «unidad continental». Una unidad, claro, basada en los
principios más ventajosos para Washington. Conviene aquí confrontar
algunas fechas clave: el Congreso bolivariano logró reunirse en 1826,
tres años después de que el presidente James Monroe proclamara la
doctrina que establece que América debe ser para los americanos, lo que
al norte del Río Bravo quiere decir exactamente que el continente
pertenece a Estados Unidos.
El fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría fue el
momento adecuado para que las aspiraciones de Monroe encontraran su
cauce. La Organización de Estados Americanos se fundó en 1948, y tiene
su sede en Washington. Son conocidos los derroteros del organismo desde
entonces. Seguramente el hito más definitorio es la expulsión de Cuba en
1962 por no adherir a los «principios democráticos» al uso
estadounidense.
Pero la región se modificó en la última década, y detrás de cada uno de
esos cambios está la mano de Chávez y de Venezuela; tanto que Cuba tuvo
que ser readmitida, en 2009, por votación de la amplia mayoría de los
gobiernos regionales. Con justa razón, la respuesta de los cubanos fue
que no tenían interés en reincorporarse. Para entonces, Unasur ya era
una instancia de integración para los países sudamericanos que se había
probado eficaz al impedir los golpes en Bolivia y Ecuador. Fue entonces
que Chávez apuró la creación de una entidad que nucleara a todos los
países de América y el Caribe, sin participación de Estados Unidos ni de
Canadá, el socio irreductible de su vecino. Así nació la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
Mecanismo golpista
Con sagacidad, el líder bolivariano buscó integrar naciones, más allá de
gobiernos circunstanciales, y por eso la primera presidencia pro
témpore recayó en el chileno Sebastián Piñera, quien luego entregó el
cetro a Raúl Castro. Este gesto reciente explica en buena medida las
últimas jugadas de la derecha radicalizada de Venezuela. La segunda
cumbre de la CELAC se desarrolló el 28 y 29 de enero pasado en La
Habana. La importancia del organismo quedó reflejada en que asistió al
encuentro el secretario general de la ONU, el coreano Ban Ki-moon. Pero
el dato clave es que también participó su homólogo de la OEA, el chileno
José Miguel Insulza. Las cartas estaban jugadas a favor de una
integración entre pares y con mucho predicamento.
Para comprender mejor cómo se fue armando el mecanismo de relojería que
puso en vilo a Venezuela y al resto del continente es bueno recordar
que, antes de su última internación en La Habana, Chávez designó como
sucesor al que fue su canciller y mano derecha desde sus inicios en la
lucha política, Nicolás Maduro. Refrendado para un nuevo mandato en
octubre de 2012 con 11 puntos de diferencia sobre el candidato de la
oposición –el gobernador de Miranda, Henrique Capriles–, Chávez no llegó
a asumir su nuevo mandato. Maduro, presidente provisional, debió
enfrentar una crisis económica generada por la inestabilidad a la que se
veía sometido el país a raíz del agravamiento de la enfermedad de
Chávez –y también por errores de gestión–, y dispuso una devaluación de
casi el 50% de la moneda local en febrero de 2013, lo que agudizó las
tensiones en una sociedad que venía enfrentando una crisis económica y
el desabastecimiento de productos esenciales. Con la muerte del
mandatario, el 5 de marzo, se debió convocar nuevamente a elecciones en
un marco de desafío al liderazgo de Maduro, un ex dirigente gremial del
transporte público. El oficialismo ganó los comicios del 14 de abril por
apenas un punto y medio de diferencia, o 320.000 votos. La derecha,
enrolada en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) no esperó para salir a
las calles a denunciar fraude. Ya entonces hubo una decena de muertos
en enfrentamientos. Capriles se convirtió en el abanderado de la
protesta y tildó a Maduro de «ilegítimo». Siguiendo el manual básico del
«golpe blando», se sumó a las campañas para primero deslegitimar al
mandatario electo, luego ridiculizarlo y finalmente forzar el
derrocamiento.
El 8 de diciembre pasado los venezolanos volvieron a las urnas para
elegir alcaldes en 337 distritos de todo el país. La campaña de la MUD
se basó en la idea de plebiscitar la tarea aún incipiente de Maduro.
Envalentonado por la escasa diferencia de abril, Capriles apostó al
desgaste que iba a tener un mandatario que no había alcanzado a afianzar
todos los resortes de la nación tras la desaparición física de un líder
tan personalista y aglutinante como Chávez. En Venezuela, el Banco
Central mide la inflación y también entrega el índice de
desabastecimiento, que señala la cantidad de productos que no encuentra
el público en los centros de distribución. Los últimos datos señalan una
inflación del 56% para 2013 y un faltante de 28% de productos;
principalmente, azúcar, harinas, aceite, café y papel higiénico. Son
rubros que, se sabe, generan malestar en la sociedad y que fueron, en su
momento, desencadenantes de las protestas de las clases medias contra
Salvador Allende en Chile en los 70. La acción del gobierno logró
revertir algunos de esos inconvenientes y, más aún, hizo rebajar los
precios de electrodomésticos a valores compatibles con el dólar oficial
–desde 2003 hay mercado de cambios controlado–, que está entre 6,3 y
11,5 bolívares, según qué tipo de operación se haga. A fines de
noviembre hubo un boom de ventas que contradijo las expectativas más
pesimistas y la derecha también se quejó por este «festival» del
consumo.
Hablaron las urnas
En definitiva, el chavismo logró una diferencia de un 10% sobre la
derecha en la sumatoria de los votos y retuvo más del 70% de las
comunas. Cierto es que perdió en distritos claves como Caracas,
Barcelona y Chacao, por mencionar a algunos. Pero si la oposición
esperaba apurar algún referendo revocatorio –por la Constitución,
correspondería recién en 2016– o pensaba generar condiciones para un
levantamiento masivo, no tuvo cómo. De todos modos, tampoco es que la
MUD fue aplastada, ya que mantuvo e incluso amplió presencia en
bastiones tradicionales del Partido Socialista Unificado de Venezuela
(PSUV).
El resultado de diciembre no sólo hizo acallar las sospechas de fraude
sino que dejó emerger las diferencias que existen entre los distintos
actores de la derecha desde la fundación de ese conglomerado que reúne
intereses diversos y hasta contradictorios con el único objetivo de
acabar con el modelo chavista. Es decir, a la MUD no la une el amor sino
el espanto.
Capriles, el activo gobernador de Miranda, se cargó la campaña al
hombro, jugándose una patriada que lo expuso demasiado en un sendero que
no todos comparten a su alrededor. El líder opositor fue uno de los más
implacables críticos del acercamiento a Cuba y llegó a ocupar la sede
diplomática cubana en Caracas en la intentona golpista de abril de 2002,
violando las convenciones internacionales. Ante cada protesta del
gobierno por la injerencia estadounidense, siempre respondió alegando
injerencia cubana. Suele decir que Maduro viaja a La Habana «a recibir
instrucciones de los Castro». Su jefe de campaña fue otro notorio
anticubano que lo acompañó en aquellas jornadas de 2002: el ex alcalde
de la comuna capitalina de Chacao, Leopoldo López. A los 42 años, este
economista con un máster en Harvard ya no quiere esperar más y, tras la
derrota de diciembre, aceleró su decisión de salir a las calles de todo
el país para apurar la caída de Maduro. Poco importaba el apoyo
electoral al PSUV; para él, el imperativo era derrocar al presidente. Y
no lo disfrazó con un discurso políticamente correcto, lo dijo con pelos
y señales.
Lo acompaña en esta gesta la diputada Corina Machado, quien, al margen
de su anticubanismo visceral, aparece en filtraciones de Wikileaks como
asidua visitante de «la embajada», además de haber sido recibida en
alguna ocasión por el entonces presidente George W. Bush para tratar
precisamente la situación venezolana. Tampoco ella es de callar sus
objetivos: quedarse en la calle hasta que el gobierno se vaya. La
disputa estratégica se venía deslizando desde hacía meses. Capriles, si
bien usaba todos los micrófonos y estamentos políticos para cuestionar
la legitimidad de Maduro, apostaba a derrotarlo en elecciones. Por eso
habla de «convencer» a chavistas descontentos para que le den su voto
antes que de enfrentar al oficialismo de un modo violento. Sabe que así
lo único que lograría sería asustar a quienes temen perder las
conquistas que lograron en estos 15 años. Por eso, también, casi le gana
a Maduro prometiendo «mejorar» lo que no está bien y mantener los
beneficios obtenidos por las capas más bajas de la población.
Línea dura
López, en cambio, sabe que por esa vía él y los más reaccionarios dentro
de la derecha no tienen cabida. Pero, además, y en esto está el quid de
la cuestión, Estados Unidos necesita tener el «patio trasero»
controlado para mantener la ofensiva en otros frentes, como el de
Oriente Medio y el que la Unión Europea le facilitó en Ucrania. La
convocatoria de la CELAC es una muy mala noticia para esta estrategia. Y
Venezuela es la llave para avanzar sobre el resto de los gobiernos
díscolos ue desde el «No al Alca» de Mar del Plata en 2005 le vienen
dando tantos dolores de cabeza.
Fue en este marco que López y Machado apuraron una «pueblada»
aprovechando una marcha de los estudiantes para celebrar el Día de la
Juventud, el 12 de febrero pasado. Bajo la irritación por algunos casos
puntuales de estudiantes víctimas de violencia callejera –la inseguridad
ciudadana es otra factura que le pasan al chavismo–, lo que podría
haber sido una manifestación pacífica terminó con tres muertos y un
clima de efervescencia que no se veía en el país desde las guarimbas de
2004. Los cultores de estas protestas violentas se amparan en el
artículo 350 de la Constitución bolivariana, que señala como un deber
ciudadano desconocer «cualquier régimen, legislación o autoridad que
contraríe los valores, principios y garantías democráticos y menoscabe
los derechos humanos». Por eso, de inmediato, los medios concentrados –y
sobre todo las cadenas internacionales– pusieron el grito en el cielo
contra lo que denominaron un ataque a las libertades civiles en
Venezuela. La palabra represión aplicada a un gobierno como el del PSUV
fue un baldón contra el que tenían que justificarse las autoridades en
medio de un clima destituyente. Poco importaba el «plebiscito» de
diciembre a esta altura.
La fiscalía general del país, al cierre de esta edición, había
confirmado un total de 22 muertos en las refriegas, entre los que había
varios militantes chavistas. También reveló que se investigaba una
veintena de denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas
por efectivos de fuerzas de seguridad, aclarando que no había en ningún
caso consentimiento de sus superiores. Entre tanto, la justicia pidió la
captura de Leopoldo López, quien se entregó en una estudiada maniobra
tras una marcha hasta la fiscalía. No son pocos los que consideran que
es un error político, porque lo hace aparecer como víctima de un régimen
opresivo. Las autoridades dicen que había un plan de la ultraderecha
para asesinarlo y echar las culpas sobre el gobierno.
Diálogos
Sin embargo, la pelota ya estaba lanzada, y hasta en la entrega de los
Oscar el actor Jared Leto dio un mensaje de apoyo a los «soñadores» de
Kiev y de Caracas. El golpe blando mostraba toda su eficacia. Sólo
faltaba que alguien dentro del chavismo «sacara los pies del plato» o
que las fuerzas armadas aceptaran el convite de ser la «reserva moral de
la Nación», como en otras épocas latinoamericanas. Pero no es el caso y
nada hace prever que lo sea en el futuro.
A todo esto, los presidentes de la Unasur mostraban diferencias de
enfoques. Mientras Cristina Fernández y Evo Morales daban un decidido
apoyo a la democracia y específicamente al presidente Maduro, Dilma
Rousseff mantenía una distancia llamativa. Los mandatarios ubicados en
el arco conservador fueron algo más evasivos y hablaron de dar lugar al
diálogo y de pacificar al país. Maduro, en tanto, convocó a una
Conferencia de Paz a la que acudieron todos los gobernantes del
oficialismo más un par de gobernadores y diputados enrolados con la
oposición, y las cámaras empresarias, que fueron claves en 2002 en el
intento de derrocar a Chávez. Capriles y la gente de López y Machado no
fueron, alegando que era un circo montado por Maduro para darse un baño
de legalidad institucional.
Luego, el presidente de Panamá, el empresario Ricardo Martinelli,
«preocupado» por la situación en el vecino país, pidió una cumbre de
cancilleres de la OEA para «buscar una salida a la crisis». Venezuela
rompió relaciones con esa nación en forma inmediata. Pero aquí viene lo
mejor: tras dos jornadas de no menos de 10 horas cada una, y a puertas
cerradas, los representes ante el Consejo Permanente del organismo no
lograban destrabar un punto esencial: bajo qué condiciones la OEA podía
tratar un caso semejante.
Un borrador presentado por Bolivia pedía apoyar el «diálogo nacional»,
defender la democracia en el país y respetar las garantías
constitucionales de todos los actores políticos. Panamá, Estados Unidos y
Canadá exigían, en cambio, la intervención de un mediador externo.
Seguir debatiendo en esas condiciones hubiese sido una muestra peor de
«rebeldía», por lo que el documento salió, pero debajo de la firma de
los 29 países que avalaron el texto de consenso está el protesto de
Panamá y Estados Unidos, que consideraron –y no se sonrojaron con el
planteo– que la OEA debía ser neutral y no tomar partido por una de las
partes, igualando al gobierno democráticamente elegido con quienes
abiertamente intentan derrocarlo. La soledad en que Estados Unidos quedó
dentro de la OEA es una muestra de lo que se avanzó en materia de
integración regional desde que en 1999 Hugo Chávez comenzó a batallar
por el objetivo de hacer realidad el proyecto de Bolívar.
Revista Acción
Marzo 15 de 2014
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