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Las reglas del juego latinoamericanista

La oposición faltó a la cita con el presidente Nicolás Maduro, argumentando que sólo acepta un encuentro para hablar de pacificación "con una agenda de asuntos relevantes al interés nacional, y con la participación de un tercero de buena fe, nacional o internacional, que facilite, garantice y, de ser necesario, medie, para que ese diálogo sea fructífero". El mandatario interpretó inmediatamente que la dirigencia más radicalizada de la MUD no quiere la paz y busca seguir empiojando las calles y provocar de ese modo reacciones peligrosas para el sistema democrático en ese país.
La cuestión, como se viene diciendo desde estas páginas, excede a Venezuela y se enmarca en el proceso de autonomía que vienen desarrollando los países de la región. De allí que no sea inocente la exigencia de la oposición no sólo de insistir en desconocer el triunfo del chavismo tanto en abril como en diciembre pasado, sino en pedir un mediador externo. En realidad, son dos caras de la misma moneda: "No nos sentamos con un gobierno ilegítimo. Tanto lo es que sólo aceptamos hablar de pacificación con alguien de afuera", sería la traducción del reclamo de la MUD. Suena a esa necesidad que tienen algunas parejas de recurrir a una terapia de ayuda ante una crisis de convivencia. Normalmente, el primer punto será determinar cómo se elige al profesional. Si es por el ofrecimiento de alguien relacionado con uno u otro "contendiente". La experiencia indica, por otro lado, que en el mejor de los casos el terapeuta puede lograr que no se maten, pero no siempre evitará el divorcio.
En ese camino, el gobierno de Panamá, en manos del empresario Ricardo Martinelli, pidió una reunión de la OEA para debatir la situación venezolana. Tal vez en este intríngulis haya un trasfondo fundamental para entender qué se juega en las calles venezolanas. Porque la Organización de Estados Americanos, la entidad formada en 1948 a gusto y necesidad de Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, últimamente dejó de tener el peso político y sobre todo ideológico que solía.
Como muestra baste decir que ya no podría quitar la membrecía a Venezuela como sí pudo hacerlo con Cuba en 1962. Pero tras la reincorporación de la isla caribeña en 2009, a insistencia del resto de los países latinoamericanos, a fines de enero pasado, por primera vez tuvo que viajar a La Habana un secretario de la OEA. Y nada menos que para asistir a una cumbre del organismo creado para vaciarla de sustancia, la CELAC, la última contribución de Hugo Chávez a la integración americana… sin Estados Unidos ni Canadá.
El canciller Elías Jaua apuró un viaje a los países del Mercosur para explicar personalmente a los diversos mandatarios cuál es la situación venezolana desde la óptica del Palacio Miraflores. Hasta ahora el gobierno de Maduro había elegido intentar una solución a la crisis política por sus propios medios, entendiendo que recurrir a los instrumentos de protección democráticos de los distintos estamentos regionales podría interpretarse como una muestra de debilidad.
La CELAC todavía no tuvo su bautismo de sangre, como quien dice, pero la Unasur, que nuclea a 12 naciones sudamericanas, probó su eficacia para detener la intentona golpista de la media luna del Oriente boliviano en 2009, y luego el putsch policial contra Rafael Correa en 2010. Era natural que ahora apareciera como paso imprescindible para reforzar a la democracia en Venezuela. Y a eso enfila la minigira de Jaua. Por eso pide una reunión de la Unasur, que es el organismo natural, entre pares, donde debatir su caso.
Ese pedido de Jaua llega al mismo tiempo que desde la OEA se abortaba la convocatoria a los representantes de cada país en su sede de Washington para expresarles el pedido panameño de llamar a una cumbre de cancilleres. La explicación oficial de esta marcha atrás merece entrar en el catálogo de las excusas más sorprendentes: cuando fue realizada la convocatoria, el presidente del Consejo Permanente, el dominicano Pedro Vergés, no se encontraba en el edificio para recibirla, y las normas formales establecen que el funcionario debe estar físicamente presente para recibir el petitorio a una reunión. La suspensión de esta iniciativa es sin fecha. Lo que oculta tamaña puntillosidad es que no había quórum para que los delegados de Estados Unidos y Canadá pudieran "meter baza" en ese foro afín a sus intereses, para debatir la problemática de un adherente rebelde. Y que el rechazo venezolano tiene su peso.
Ayer también se conoció un informe del Departamento de Estado que advierte sobre "la impunidad, las restricciones a la libertad de prensa y la debilidad de los sistemas judiciales" en los países andinos. Un dossier "muy oportuno" que refleja la posición oficial del gobierno de Barack Obama sobre cuestiones muy sensibles para la opinión pública, y que le permite al canciller estadounidense, John Kerry, mostrarse "ecuánime", ya que cuestiona tanto a las autoridades de Ecuador y Bolivia como a las de Perú y Colombia. Ni qué decir sobre Venezuela. Tanto cabe una crítica por la "ineficiencia del sistema judicial" colombiano como la violencia contra  mujeres y niños en el Perú. A Bolivia, un país en permanente tensión con Washington, le achaca "problemas de Derechos Humanos"  por mala aplicación de la ley debido a las condiciones carcelarias de los imputados o condenados.
Como es de imaginar, sobre Venezuela destaca "limitaciones prácticas  en las libertades de expresión y de prensa" y acusa al gobierno de "utilizar el sistema judicial para intimidar y perseguir de manera selectiva a líderes de la sociedad civil que son críticos con el gobierno". Un muy conveniente rosario de reproches para abonar los argumentos de la oposición venezolana, replicado en estas tierras por sectores de la derecha, que cada vez muestran un sesgo más antichavista como reflejo de su inveterado antikirchnerismo. Como la presidenta apoya a Maduro, analizan, es conveniente estar con la oposición para no aparecer como furgón de cola del populismo latinoamericanista.
Si es lícito desplegar sospechas en torno de quienes son los que tienen algo por ganar con un crimen, el gobierno de Obama está mostrando en los últimos tiempos una eficacia en política exterior que ya envidiaría George W. Bush. Porque lo hace sin entrar en una guerra declarada e incluso reduciendo presupuesto. Cierto es que tuvo que "besar la lona" en su deseo de intervenir en Siria. Pero se desquitó con creces del presidente ruso Vladimir Putin en Ucrania, donde se supo que Kerry planteó el nombre del que debía ser el nuevo primer ministro, cosa que la dirigencia ucraniana cumplió al pie de la letra.
Tras haber "perdido" en el encuentro de la CELAC en La Habana, podría decirse que se tomó revancha en Sudamérica, haciendo temblar al gobierno brasileño con marchas violentas en las calles, y ahora mantiene en vilo a los impulsores de la integración ensayando un jaque temerario contra el sucesor de Hugo Chávez.
Que la jugada en Venezuela excede los límites del país se verifica también en que, tras el ingreso del último integrante del Mercosur, todavía los miembros del club atlantista no lograron juntarse en una cumbre, un encuentro que se viene demorando desde el intrincado retorno de Paraguay luego de las elecciones que llevaron al poder a Horacio Cartés.
La derecha argentina –pero también las de Paraguay y Uruguay– viene coqueteando, todavía de un modo elemental pero pertinaz, con la Alianza del Pacífico (AP), ese conglomerado de tinte neoliberal que integran Chile, Perú, Colombia y México. Los medios concentrados muestran a la AP como la panacea para todos los males de la economía vernácula. Aunque ocultan que se ofrece como continuadora de la idea del ALCA, la "regional" que capotó en Mar del Plata, en 2005, a instancias de Chávez, Néstor Kirchner y Lula da Silva.
Se entiende que el gobierno de Maduro apueste a tratar el hostigamiento a su gestión en la Unasur. Que no será un estricto mediador ni un terapeuta de pareja, pero sí puede servir como freno para las apetencias antidemocráticas de la oposición, tal como lo demostró en los casos boliviano y ecuatoriano. No pudo cumplir un mismo rol en Paraguay para defender a Fernando Lugo, y esa deuda todavía se paga. Pero se supone que ese fracaso también debió de enseñar, aunque en medio del fárrago cotidiano esto aún no sea fácil de determinar.
En este delicado tablero regional, Maduro, está claro, no iría a la OEA para no volver a legitimar su existencia. ¿Irían Henrique Capriles o Leopoldo López a la Unasur, donde deberían comprometerse a acatar las reglas del juego latinoamericanista?

Tiempo Argentino
Febrero 28 de 2014

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