A veces los gestos dejan traslucir mucho más de lo que
muestran. Que el gobierno de François Hollande haya decidido dejar de lado la
discusión sobre una nueva ley de Familia, que permitirá la adopción a parejas
homosexuales, en el marco de masivas manifestaciones de los sectores más
conservadores de la sociedad, es todo un símbolo. Cuando se aprobó la ley de Matrimonio
Igualitario, el año pasado, la gran sorpresa fue que verdaderas multitudes
salieron a las calles a protestar contra lo que sin tapujos llamaron un "ataque
a la familia". Sorpresa porque Francia siempre se
caracterizó por el espíritu anticlerical y la liberalidad en las costumbres.
Pero algo cambió en ese país en forma imperceptible en las últimas
décadas, algo que se viene reflejando en un lento pero persistente corrimiento
hacia los valores más tradicionales en amplios sectores de la sociedad. Quizás
en este corrimiento haya que ubicar también la beligerancia cada vez mayor que
muestra el Elíseo en política exterior, a esta altura toda una política de
Estado que echa por tierra lo poco que quedaba de las promesas electorales de
un presidente que iba a rescatar el ideario de la izquierda luego de varios
gobiernos derechistas; promesas que impidieron la reelección de Nicolás
Sarkozy, que había colocado al país a la cabeza de las respuestas neoliberales
en economía, con un racismo inquietante en lo social mientras al mismo tiempo
aprobaba con particular vehemencia las intervenciones militares que propuso la
coalición angloestadounidense desde que el inefable mandatario de la Unión por
un Movimiento Popular (UMP) sustituyó a Jacques Chirac en 2007.
Maten a De Gaulle
Recordar que el no menos conservador Chirac fue en 2003 uno
de los adalides en la oposición a la invasión del Irak de Saddam Hussein
–capitaneada por Estados Unidos y Gran Bretaña pero también por la España de
José María Aznar– es toda una lección para cualquier francés de hoy en día.
Yendo un poco más atrás en la historia de esa nación, fue durante la gestión
del también derechista Valery Giscard D’Estaing, en 1975, cuando se aprobó la
ley de aborto. Eran épocas en que Francia mantenía una política exterior
«independentista» en relación con el imperio anglo, como solía mencionarlo Charles
De Gaulle. Francia ni siquiera participaba de la OTAN –de donde se había
retirado en 1966– y mientras el general de la Resistencia vivió, rechazaba el
ingreso del Reino Unido a la Comunidad Europea, por la permanente desconfianza
hacia Londres. Pero algo fue cambiando en la mentalidad de los descendientes de
Astérix para que en 2009 Sarkozy lograra aprobar el regreso a la Organización
del Tratado del Atlántico Norte, el organismo militar creado con la vista
puesta en el bloque soviético. Durante la gestión del XXII presidente francés
–recordado por su agitada vida privada y su histrionismo en la arena
internacional– comenzaron los recortes presupuestarios y se inició el
desmantelamiento del Estado de Bienestar, con la excusa de la crisis financiera
que se había desatado en 2008, un año después de su llegada al Elíseo.
Paralelamente, se iban extendiendo concepciones más extremas en lo social, al
punto que el país fue objeto de no pocos tirones de orejas de los organismos de
la Unión Europea por el maltrato y la expulsión de las comunidades gitanas rom,
que se habían asentado en ese país en busca de una vida mejor al amparo de las
políticas de libre circulación de personas que garantiza la integración
continental.
Competencia feroz
Cierto es que el giro xenófobo y racista del electorado les
marcaba a las autoridades de entonces que algo estaba cambiando en la otrora
cuna de los derechos humanos y la igualdad. Pero poco hizo Sarkozy para
revertir el discurso retrógrado en la sociedad. Más bien buscó competir con él
para mantenerse en el poder.
No le alcanzó en 2012 frente a la oferta de Hollande de
volver a los postulados del progresismo. Pero pronto el nuevo gobernante, como
se dice, «mostró la hilacha». Y de su ímpetu inicial de voltear el tratado de
austeridad que se conoció irónicamente como Merkozy, por la estrecha alianza en
los ajustes que habían sostenido la canciller alemana Angela Merkel con su
antecesor, pasó sin una transición suave a una política adecuada a los
designios de Berlín, aunque con un toque francés. Hubo recortes y el impuesto a
las riquezas se quedó a mitad e camino. Además, promovió la creación de una
zona euro exclusiva para los socios más influyentes de la Unión Europea (otra
vez Berlín-París), luego de haberse presentado como defensor de las castigadas
repúblicas del sur (España, Italia, Grecia).
Pero el gobierno de Hollande mantenía al menos el deseo de
imponer algunas de sus propuestas sociales. Es el caso de la ley de Matrimonio
Igualitario, que, luego de intensos debates en sesiones interminables, fue
aprobada en abril pasado. Sin embargo, no había pasado una semana de la puesta
en vigencia de la normativa cuando las calles de todo el país se poblaron de
cientos de miles de ciudadanos indignados por lo que consideraron un atentado
contra los valores de la familia occidental. Según los organizadores de las
marchas –agrupaciones ultracatólicas junto con sectores de la derecha más
tradicional– sólo en París había un millón de personas, una cifra que la
policía rebajó a 150.000. Quizá ninguno de los dos dijo la verdad, pero de
cualquier modo se trata de una cantidad abrumadora de ciudadanos que
sorprendieron a propios y ajenos dada la imagen de sociedad abierta que Francia
se había sabido construir a lo largo de su historia moderna.
Sucede que el partido de Marine Le Pen, la nieta del anciano
líder ultranacionalista Jean-Marie Le Pen,
en las elecciones del 2012, había crecido hasta arañar los 20 puntos con
un discurso extremo. En un contexto de oscuras expectativas económicas, prende
por su rechazo a la «invasión» de gitanos o norafricanos, que en esa versión
simplona de la economía les quitan trabajo a los franceses. En setiembre de
2013, incluso, el FN ganó un municipio clave por lo que representa
simbólicamente, Brignoles, donde históricamente triunfaban los sectores más
progresistas. Pero la desocupación es allí una realidad concreta y demoledora
que no permitió el debate ideológico.
Para peor, las encuestas afirman que el partido de Le Pen mantiene una
intención de voto cercana al 24% y aparece en primer lugar para las
parlamentarias europeas de mayo.
Gitanos go home
Será por eso que el ministro de Interior de Hollande, Manuel
Valls, apareció en el centro de las críticas para esa misma época, cuando
ordenó expulsar a una familia gitana. El caso provocó protestas estudiantiles
porque entre los deportados estaba Leonara Dibrani, de 15 años, que iba a un
colegio destinado a la integración. El gobierno tuvo que salir a relativizar
las palabras de Valls, de origen catalán, quien había dicho, sin que le
temblara la pera, que los rom tenían que volver a sus países de origen. Los
Dibrani son kosovares. En un intento de resolver la cuestión, el gobierno
autorizó el regreso de la adolescente, aunque sin sus padres, que están
acusados de haber violado las leyes de inmigración.
Al giro en la política económica y en cuestiones de
inmigración, Hollande sumó la decisión de mantener el rumbo que le había
impreso a la política exterior Sarkozy, uno de los mas fervientes impulsores de
la invasión a la Libia de Muammar Khadafi en 2011, a pesar de que el líder árabe
–como se reveló por estas semanas– había sido un fuerte sponsor de su campaña
para la presidencia en 2007. Hollande no cambió un ápice esta posición, que une
a Francia con los anglos de los que De Gaulle recelaba. En tal sentido,
exacerbó mucho más que sus «socios» la postura de una intervención armada para
derrocar a Bashar al Assad en Siria. Eso sí, ni bien el presidente
estadounidense Barack Obama aceptó la gestión de Rusia encaminada a un plan de
negociaciones con la oposición, se bajó sin chistar. Ya en enero de 2013
Hollande había mostrado de qué venía su política exterior. Fue cuando desplegó
tropas en la república africana de Mali, inmersa en una guerra civil contra
grupos salafistas que controlan parte del país. La excusa originaria fue
«proteger a sus residentes en Bamako», la capital maliense, y apoyar al
mandatario Dioncunda Traoré. Pero las tropas francesas siguen allí, ahora junto
con una misión de la ONU.
Antes de terminar el año pasado, Hollande ordenó intervenir
en otro conflicto interno en una ex colonia francesa en la misma región, la
República Centroafricana. Durante varias semanas hubo enfrentamientos entre
militantes de Séléka, que en marzo derrocó al presidente François Bozizé, y las
milicias partidarias del mandatario, los «Anti-Balaka» («antimachete» en la
lengua oficial del país). Hubo centenares de muertos y Hollande arguyó motivos
humanitarios para pedir el apoyo de la ONU y desembarcar soldados en ese
territorio.
Como colofón de esta política «anglófila», a fines de enero
el presidente galo se reunió en Londres con el premier británico David Cameron
para tratar el futuro de la UE y hablar
de «seguridad internacional». El dato más relevante fue el anuncio de que
Francia y el Reino Unido construirán aviones no tripulados (drones) y un
sistema misilístico en conjunto. «Ambos vemos el vínculo entre nuestra
prosperidad interna y ser protagonistas activos en la escena mundial y
reconocemos que si aumentamos nuestros presupuestos de defensa, nuestras
fuerzas armadas se beneficiarán de un mejor equipamiento y las industrias
seguirán siendo las líderes del mundo», se explayó Cameron.
Fue el cierre de un acuerdo aeronáutico como no se veía
desde que se clausuró el proyecto
Concorde, el avión de pasajeros supersónico construido por ambas naciones
que voló entre 1976 y 2003, pero ahora enfocado en la vigilancia planetaria. Un
giro copernicano perfecto.
Vidas paralelas
Cecilia Ciganer Albéniz, bisnieta del músico español
Isaac Albéniz, fue la esposa legítima de Nicolás Sarkozy hasta pocos meses
después de haberse convertido en primera dama. Los rumores de infidelidades
circulaban desde la campaña electoral, pero no parecía el mejor momento para
romper una relación que llevaba 11 años. Todo se precipitó cuando se difundió
que ella mantenía una relación oculta con un publicista. Pero él no le iba en
zaga y por entonces vivía un romance con la periodista Anne Fulda, de Le
Figaro. Pocos meses más tarde, Sarkozy se casaría, en cambio, con la ex modelo
y cantante Carla Bruni.
A fines de enero, y antes de viajar a la cumbre con
Cameron en Londres, Hollande anunció que se separaba de la periodista Valérie
Trierweiler. Semanas antes había estallado el escándalo cuando se publicó que
Hollande –quien había sido esposo de Ségolène Royal, la candidata presidencial
por su mismo partido, el PSF, que en 2007 perdió en segunda vuelta con
Sarkozy–, vivía un romance con la actriz Julie Gayet. Hollande declaró
escuetamente que ya no habría primera dama mientras él estuviera en el Palacio
de gobierno.
Revista Acción
Febrero 15 de 2014
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