En medio de la escalada de Estados Unidos contra Venezuela, los países
americanos le encargaron al ex canciller uruguayo Luis Almagro un
desafío de proporciones titánicas: reanimar un cuerpo que agoniza
lentamente como es la Organización de Estados Americanos (OEA). Un
esfuerzo que a pesar de las mejores intenciones quizás resulte inútil.
Como se sabe, la OEA nació en 1948 en el marco de la Guerra Fría. Un año
antes, en 1947, los países reunidos en Río de Janeiro habían aprobado
la creación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).
Se trataba de un acuerdo de tipo militar defensivo destinado a impedir
amenazas de países fuera del continente contra cualquier miembro de la
organización. La OEA tenía como objetivo la defensa de la paz, la
seguridad, los valores democráticos y los Derechos Humanos. En realidad
siempre fue un foro donde Estados Unidos planteaba los niveles de debate
continental y fijaba el rumbo de lo que significan cada uno de esos
términos en cada situación concreta.
Los tratados de Yalta y Postdam, al finalizar la Segunda Guerra Mundial,
establecían un mundo de dos bloques, uno capitalista y el otro
comunista. Con las diferencias dentro de cada uno de ellos que cualquier
analista medianamente despierto podía avizorar.
No era esperable en esos primeros años que la Unión Soviética intentara
"cruzar el charco" para una aventura bélica. Pero ambos tratados, más
otros adicionales elaborados con el tiempo, sirvieron para acomodar los
trastos en el "patio trasero" de la potencia imperial.
Pero los pueblos nunca aceptaron ese estado de cosas decidido por
gobiernos que respondieron ante la presión de la Casa Blanca para
ponerlos a todos en el mismo redil. Brasil en esos tiempos era un aliado
firme de Estados Unidos. Había mandado tropas para combatir al nazismo y
de hecho tradicionalmente abre la Asamblea General de Naciones Unidas
cada año. La realidad exterior tal vez no daba para mucho más.
Sin embargo, Argentina y Brasil –con Juan Domingo Perón y Getulio
Vargas– eran un problema para los estrategas de Washington a fines de
los años 40. Luego surgiría otro díscolo, el guatemalteco Jacobo Arbenz,
desalojado en forma humillante del poder en junio de 1954. Acusado de
pro-comunista por sus políticas sociales progresistas, marcó una época
para todas las luchas reivindicativas que vendrían posteriormente.
La crisis que llevó al suicidio de Vargas, en agosto de ese mismo año,
fue otro duro golpe a mandatarios que intentaban un camino independiente
de los dictados del norte. Otros terminaron expulsados abruptamente por
sectores oligárquicos, con el brazo armado de las cúpulas militares
impulsadas desde Estados Unidos a través de las embajadas y de la CIA.
En setiembre se cumplirán 60 años del derrocamiento de Perón, otro golpe
artero contra la voluntad popular. Tampoco aquí la OEA actuó en defensa
de los deseos de la mayoría ciudadana. El poder, como algún presidente
estadounidense llegó a reconocer, era ocupado por "hijos de puta, sí,
pero nuestros hijos de puta". Ante la vista gorda del organismo que
debía defender la democracia y los derechos humanos. Y que argumentaba
que cuando no eran filocomunistas, los derrocados eran filofascistas.
Cuba fue expulsada de la OEA en la reunión de Punta del Este de 1962.
Según el dictamen que forzó Estados Unidos, porque el gobierno
revolucionario se había declarado marxista leninista y eso contradecía
los fundamentos de la organización. Puede decirse que el golpe contra
Arturo Frondizi fue una consecuencia de esa decisión, ya que se había
reunido en secreto con el Che Guevara. Dos años más tarde, otro gobierno
acusado de pro-comunista, el de Joao Goulart, sería apartado
violentamente del poder en Brasil.
La historia más reciente de la barbarie desatada en el cono sur en los
'70 es otra muestra de lo que representaba la OEA. Que jamás expulsó de
la organización a ninguno de los tiranos sanguinarios que ocuparon el
poder en esos años oscuros.
Un hecho inesperado de uno de los hijos predilectos del Pentágono, el
presidente de facto Leopoldo Galtieri, demostraría fehacientemente la
otra cara de las estructuras panamericanas. Porque la respuesta bélica
de Gran Bretaña a la recuperación de Malvinas, en 1982, era un caso
testigo que ameritaba la intervención de la TIAR: un ataque de una
potencia extracontinental contra un país miembro. No lo hizo y bueno es
recordar que el TIAR comenzó a morir en ese instante. A manos de una de
las dictaduras más feroces y amigas de Washington.
La OEA tuvo mejor suerte, porque entonces la Casa Blanca se dio cuenta
de que resultaban más convenientes las salidas constitucionales.
Tuteladas bajo legislaciones que dificultan y hasta impiden el ejercicio
de la voluntad plena de la población, pero con participación ciudadana.
Hasta que en el siglo XXI, primero el venezolano Hugo Chávez y luego
otro grupo de gobiernos en la misma sintonía se fueron convirtiendo en
un "grano en el patio trasero". Un poco porque venía declinando el
poderío estadounidense, y otro porque el neoliberalismo se mostró
incapaz de dar respuesta a las demandas populares. Así crecieron la
Unasur y la Celac como organizaciones que pudieron sustentar la
democracia y los derechos humanos sin injerencia de Estados Unidos.
Mejor dicho, porque Washington quedó puntualmente al margen.
Cierto que no se pudieron evitar los golpes en Honduras y en Paraguay,
pero los golpistas se vieron obligados a negociar salidas democráticas.
No pudieron perpetuarse. Algo por lo que la OEA no se caracterizó jamás.
Desde 2009 los países miembro decidieron la reincorporación de Cuba. El
acercamiento entre el gobierno de Barack Obama y el de Raúl Castro,
luego de un pedido de disculpas histórico del estadounidense por 53 años
de una política errada, marcan una nueva etapa para esa entidad.
¿Volverá Cuba a la organización panamericana? Que representantes
estadounidenses y cubanos se reúnan para restablecer relaciones
diplomáticas es una buena señal. Pero todavía falta levantar el bloqueo
económico y sacar a Cuba de la lista de naciones que apoyan al
terrorismo. Dos cuestiones de gran relevancia a las que los cubanos no
van a renunciar.
La cumbre americana de Panamá del 10 y 11 de abril próximo promete ser
trascendente. Allí Obama se cruzará con Castro. Pero también con Maduro,
presidente del país al que acaba de poner en la lista de amenazas para
la seguridad de Estados Unidos.
Contar con un organismo que junte a todas las naciones del continente es
un objetivo estratégico que se viene demorando desde los tiempos de
Simón Bolívar. El tema es con quién y a qué precio. Unirse en
condiciones de igualdad permitiría resolver cuestiones como las que
Almagro señaló en sus propuestas "de campaña": actuación conjunta ante
desastres naturales, interconectividad tecnológica e iniciativas
regionales para el cambio climático. Pero si hay una nación –o dos,
teniendo en cuenta la posición de Canadá– que se creen "más iguales" que
el resto, no se percibe cuál sería el negocio.
Almagro lo sabe, por eso se cuida de pretender competir con la Celac o
Unasur. En unos días se verá el talante de lo que está en juego en
Panamá. El uruguayo asumirá en mayo; Insulza, que estuvo en el cargo los
últimos diez años, no tiene mucho más para dar, desde que encabezó la
debacle de la OEA. Es evidente que otros vientos soplaran en la
institución.
¿Será mejor dinamitarla y armar otra OEA entre pares, que no tenga sede
en Washington ni como objetivo una interpretación sesgada de los valores
de la democracia? Son varios los gobiernos que proponen sacar a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la capital
estadounidense. El principal argumento es que Estados Unidos nunca
refrendó el tratado. Para tener en cuenta.
Tiempo Argentino
Marzo 20 de 2014
Ilustró Sócrates
No hay comentarios:
Publicar un comentario