El 5 de noviembre de 2005 es considerado por muchos
analistas como el hito fundacional de un proceso de integración regional sin
precedentes. Ese día, en Mar del Plata, los entonces presidentes Néstor
Kirchner, Luiz Inacio Lula da Silva y Hugo Chávez, acompañados por el uruguayo
Tabaré Vázquez y el paraguayo Nicanor Duarte Frutos, le dijeron No al Alca,
poniendo una pica en el sistema de libre comercio continental que se había
pergeñado una década antes en Washington y sepultando el proyecto de George W. Bush
de hacer un mercado común «desde Alaska a Tierra del Fuego» que fogonearon los
líderes neoliberales de los años 90 desde la capital de los Estados Unidos.
Quienes conocían más cercanamente a Kirchner, ese dirigente
peronista patagónico que sorpresivamente alcanzó la primera magistratura en
marzo del 2003, sostienen aún hoy que no le interesaba la política exterior.
Que su máxima preocupación estaba fronteras adentro y que las relaciones con el
resto del mundo prefería dejárselas a otros, más avezados. Sin embargo, sus
primeros movimientos desde que llegó al poder –de manera no solo sorpresiva
sino también en una situación de cierta debilidad, en vista de que había
obtenido apenas 22% de los votos, 2,1% menos que el ex presidente Carlos Menem,
quien resignó la posibilidad de presentarse al balotaje– indican todo lo
contrario.
La prueba más evidente la dio el mismo Kirchner unos días
antes de que Carlos Menem oficializara que se bajaba de la segunda vuelta ante
la evidencia de que se estaba quedando sin aliados. Antes aún de confirmar que
se vestiría la banda presidencial, el entonces gobernador santacruceño tomó un
avión y bajó en Brasilia, en lo que sería su primer encuentro con Lula, que
había asumido el gobierno unos meses antes, el 1° de enero de 2003. «Nuestro
futuro está en la integración política de América Latina, no en las relaciones
carnales, y esa será mi decisión si la ciudadanía me acompaña», dijo Kirchner
al pie de la escalerilla.
Ya ungido presidente, hizo un segundo viaje a Brasil en
junio y fue entonces cuando ambos mandatarios ultimaron los detalles del
Consenso de Buenos Aires, un documento con espíritu independentista y
claramente latinoamericanista que se firmaría el 16 de octubre de 2003. En 4
carillas y 22 artículos, Lula y Kirchner declaran, entre otras cuestiones, «que
la integración regional constituye una opción estratégica para fortalecer la
inserción de nuestros países en el mundo, aumentando su capacidad de
negociación» y añaden que «una mayor autonomía de decisión nos permitirá hacer
frente más eficazmente a los movimientos desestabilizadores del capital
financiero especulativo y a los intereses contrapuestos de los bloques más desarrollados,
amplificando nuestra voz en los diversos foros y organismos multilaterales». Y
al mismo tiempo que adhieren a lo que llamaron «nuestro compromiso histórico
con el fortalecimiento de un orden multilateral fundado en la igualdad soberana
de todos los Estados», rechazan «todo ejercicio de poder unilateral
incompatible con los principios y propósitos consagrados por la Organización de
las Naciones Unidas.»
Toda una declaración de principios que se fueron cumpliendo
durante el gobierno de Kirchner y Lula y que sus sucesoras, Cristina Fernández
y Dilma Rousseff, mantuvieron y hasta profundizaron. Es que más allá de
diferencias e, incluso, en algunas circunstancias, de divergencias, para hablar
de los últimos 12 años de política exterior argentina es inevitable recordar la
confluencia en los lineamientos con los gobiernos del
No es que el eje Buenos Aires-Brasilia haya digitado lo que
ocurrió en el resto del continente durante esos años. Pero el apoyo de Kirchner
fue importante, por ejemplo, para que el Frente Amplio ganara las elecciones
que llevaron al poder a Tabaré Vázquez en marzo de 2005, rompiendo así con 174
años de bipartidismo y abriendo un espacio para la centroizquierda del otro
lado del río. La relación se tiñó de sinsabores con el avance de las obras de
las plantas elaboradoras de pasta de papel frente a las costas de Gualeguaychú,
pero la situación se fue encauzando durante la gestión de José Mujica. La
vuelta de Tabaré en estos días encuentra a ambas naciones en otro momento
histórico.
También sería importante el apoyo argentino para el ascenso
y la permanencia de Evo Morales en el poder en Bolivia. Ganador de los comicios
de fines de 2005, Morales se calzó la banda presidencial en Tiwanaku el 22 de
enero de 2006, pero desde el inicio debió enfrentar todo tipo de boicots y
levantamientos de la oligarquía boliviana. Como el presidente boliviano se
encarga de repetir, fue crucial el envío de alimentos y combustible argentino
durante los aciagos días de la rebelión de la derecha del Oriente en 2008 para
que no se profundizara la crisis desatada en esos días, y también la postura
política de la recién creada Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), ante lo
que podría haber sido un golpe de Estado o una escisión territorial.
La entidad, una institución política supranacional impulsada
por el venezolano Hugo Chávez cuyo tratado constitutivo se firmó el 23 de mayo
de 2008 en Brasilia, cumplió un papel importante. Néstor Kirchner ocupó la
secretaría durante un corto lapso, desde el 4 de mayo de 2010 hasta el día de
su muerte, el 27 de octubre de ese año. El organismo nucleó a países con
gobiernos tan disímiles como la Venezuela bolivariana y la Colombia de Álvaro
Uribe; el Perú de Alan García con el Chile de Michelle Bachelet o de Sebastián
Piñera. Y fue Kirchner el que, en agosto de 2010, encabezó el acercamiento del
recién electo Juan Manuel Santos y Hugo Chávez, después de que Uribe hubiera
tensado peligrosamente las relaciones entre Colombia y Venezuela. También el ex
presidente argentino fue clave para abortar la intentona golpista en Ecuador
contra el presidente Rafael Correa en setiembre.
Mientras tanto, las Naciones Unidas se convertirían en estos
años en el foro internacional más importante para los mandatarios argentinos.
Desde allí, Néstor Kirchner y Cristina Fernández pidieron cada año la
reanudación de las negociaciones con Gran Bretaña por la soberanía en las islas
Malvinas, un reclamo con características de política de Estado que ambas
administraciones asumieron como desafío.
El estrado de la ONU en Nueva York también fue escenario del
constante pedido para que Irán extraditara a los acusados por el atentado a la
AMIA del 18 de julio de 1994. Luego lo sería para las negociaciones del más
alto nivel en torno del Memorándum de Entendimiento para lograr por la vía de
la negociación una solución al entuerto judicial. Pero esta agenda fue paralela
a la elaboración –sobre todo en el período de Cristina– de extensas
argumentaciones acerca del mundo multipolar que Néstor Kirchner y Lula da Silva
ya habían adelantado. La ONU sería, además, como se había establecido en el
programa del Consenso de Buenos Aires, el marco al cual se llevaría la disputa
con los fondos buitre. Allí se logró imponer una resolución contra el accionar
de los holdouts y otra para la resolución de la deuda soberana de los países
frente al embate de los grupos especuladores. Por otra parte, el G-20 fue el
lugar propicio para que la presidenta desplegara su visión de una economía
enfocada en la distribución y no en el ajuste presupuestario.
Esta posición, que en gran medida resulta confrontativa,
despertó airadas críticas de sectores políticos y mediáticos internacionales
afines a Washington pero también de dirigentes locales enrolados
ideológicamente en el establishment mundial. En ocasión de anunciarse la firma
del Memorándum con Irán, la diputada Elisa Carrió declaró que el gobierno
argentino cambiaba su política exterior «por influencia de Chávez».
Luego del último discurso de Cristina en la ONU, el jefe de
Gobierno porteño y aspirante al sillón de Rivadavia, Mauricio Macri, declaró:
«Salimos al mundo y en un par de horas nos peleamos con Estados Unidos, con
Alemania y con la comunidad judía. Ese no es el camino, el camino de la
Argentina es encontrar el lugar en el mundo que nos corresponde. Es absurdo
pensar que nuestro único lugar es peleándonos con todo el mundo». Macri no
explicó cuál sería ese lugar pero Diego Guelar, su jefe de Relaciones
Internacionales, embajador en los Estados Unidos, Brasil y ante la Unión
Europea de Carlos Menem –por lo tanto representante diplomático durante los
años de las llamadas «relaciones carnales»– asegura que lo que debe primar de
aquí en más es un «multipolarismo consensuado» con las nuevas potencias
internacionales, con sede en Washington, Beijing, Berlín, Moscú, Nueva Delhi y
Brasilia.
Otro postulante a la sucesión del kirchnerismo, el diputado
Sergio Massa, indicó oportunamente que «el destino económico de Argentina es
con el mundo, no contra el mundo». «Creo que Argentina –dijo–, si tiene que
diseñar su estrategia como país, tiene que mirar primero al Mercosur, por una
cuestión de relación histórica y de sinergias en las economías, después al
resto de América y establecer una relación madura, en la cual tenemos cosas que
consolidar». Y agregó: «Todo lo que
hagamos para salir de ese esquema por el cual el mundo solo nos ve ligados con
Venezuela e Irán, es bueno»
Los recientes acuerdos comerciales con China son un capítulo
más de este debate. Ni bien la presidenta partió hacia Beijing surgieron
críticas desde diversos sectores ante lo que consideran una relación
perjudicial con el gigante asiático. Desde grupos empresariales enrolados en la
Unión Industrial Argentina cuestionaron la presunta «sumisión» de un país
supuestamente débil como la Argentina a una potencia que hasta estaría en
condiciones de enviar su propia mano de obra para realizar trabajos
comprometidos en las represas de Santa Cruz o en la planta nuclear acordada en
Atucha.
La cuestión, desde lo económico, es bastante más intrincada.
De hecho, para algunos sectores productivos nacionales, China es lo mejor que
podría haber ocurrido desde la caída del Imperio Británico. Es así que, a pesar
de críticas feroces, el titular de la Sociedad Rural, Luis Miguel Etchevehere,
reconoce que a la segunda potencia económica mundial «año a año llega el 80% de
las exportaciones argentinas de soja». No ahorra críticas hacia la política
económica del Gobierno, al tiempo que pide medidas para poder exportar más
frutas y otros productos agroindustriales.
La preocupación del presidente de la SRA pasa por lo
económico. En tanto, la de Joaquín Morales Solá, sin dudas la principal espada
ideológica del diario La Nación, es de índole geopolítica. En este sentido, una
reciente columna de opinión del editorialista, que resume las principales
objeciones del establishment a la política exterior implementada en la última
década, podría entenderse como una suerte de ultimátum a cualquier potencial
futuro gobierno. Luego de anotar ciertas diferencias actuales con Brasil,
señala que «los amigos actuales de Cristina Kirchner son China, Rusia e Irán.
No son amigos para presentar en ninguna sociedad democrática del mundo (se
trata de países gobernados por regímenes autoritarios que violan derechos
humanos esenciales), pero son los únicos que soportan amablemente las
extravagancias del cristinismo argentino. Esa será otra herencia que le dejará
al próximo gobierno: reordenar la dirección de la política exterior de acuerdo
con los alineamientos históricos del país». Se trata, precisamente, del
alineamiento que Lula y el propio Kirchner buscaron clausurar hace 12 años.
El senador mendocino Ernesto Sanz, uno de los precandidatos
a la presidencia de las alianzas que se proponen desde la Unión Cívica Radical,
no le va en zaga al columnista de La Nación y, en un artículo publicado por el
portal Infobae, inscribe a las relaciones con China en el mismo marco que las
que en otros tiempos el país tuvo con naciones del bloque socialista. «Así como
en aquella época fue la Unión Soviética, por estos años los elegidos han sido
Angola, Azerbaiján, Rusia, Irán y China. Muchos de esos acuerdos son
pintorescos, porque sencillamente no tienen más efecto que el publicitario.
Otros son graves por lo que transmiten, y allí podemos inscribir esos abrazos
amistosos con Putin, tal vez el líder global más cuestionado en estos momentos.
Pero el caso de China es especialmente grave, por lo que muestra, por lo que
esconde y por lo que proyecta».
Una visión diametralmente opuesta es la del diputado por
Nuevo Encuentro porteño, Carlos Heller. «Tanto la relación con China como con
Brasil son procesos importantes de integración comercial, y también
complicados, dado que cada país desea obtener las máximas ventajas; se trata
entonces de ir avanzando y persiguiendo el beneficio mutuo en estos acuerdos,
en especial, una fórmula equilibrada que permita incrementar el comercio y que
genere potencialmente nuevas oportunidades de exportación con alto valor
agregado para nuestro país, asociado con un incremento en la capacitación y
utilización de nuestra fuerza laboral», señala Heller.
Tras la denuncia y posterior muerte del fiscal Alberto
Nisman, sumadas a la ola de atentados que se registran en Europa luego del
ataque a la redacción del semanario Charlie Hebdo, la política exterior
ocupará, como pocas veces en la historia, un lugar central en la campaña. Los
discursos sobre la necesidad de alinearse con Europa y Estados Unidos serán,
seguramente, un componente clave de la discusión política. El rechazo a Irán, a
Venezuela y a Rusia también. Pero el país bolivariano es miembro pleno del
Mercosur, mientras que tras las sanciones contra Moscú, Rusia representa una
oportunidad de negocios que a la hora de la verdad pocos podrían desestimar.
China es una cuestión aparte: si bien la relación comercial es deficitaria,
para el complejo agroindustrial el comercio con esa milenaria nación es
ineludible. En tanto, mientras las empresas familiares de uno de los candidatos
tienen fuertes negocios tanto en Argentina como Uruguay con empresas chinas, y
sectores como los representados por Sociedad Rural se ven beneficiados por las
millonarias exportaciones de soja al gigante asiático, las declaraciones
públicas parecen ir por otro carril. Sobre todo en tiempos preelectorales,
cuando formadores de opinión y dirigentes políticos van marcando la cancha
acerca de sus intenciones frente a la cercanía del fin del mandato de Cristina
Kirchner. Sin dudas, la campaña no girará, como es previsible en toda elección,
en torno de la economía, sino también acerca de los alineamientos en los que el
país debería encolumnarse en los próximos años.
Consensos y alianzas
La firma del Consenso de Buenos Aires entre Néstor Kirchner
y el presidente Lula da Silva, en octubre de 2003, fue un claro ejemplo de
hacia dónde pensaba dirigir sus esfuerzos el mandatario recién asumido. Hubo
otros dos reclamos permanentes en la agenda del Gobierno: la soberanía de
Malvinas y el reclamo a Irán por el atentado a la AMIA.
Pero sin este acuerdo argentino-brasileño, cuando aún el
gobierno de George W. Bush estaba en su esplendor –a dos años de los atentados
a las Torres Gemelas–, los gestos de independencia regional tomados con
posterioridad resultarían difíciles de contextualizar.
Esa alianza permitió que en noviembre de 2005 se clausurara
en Mar del Plata el proyecto neoliberal de un Área de Libre Comercio de las
Américas (ALCA). Un mes más tarde, en otra operación coordinada, Lula anunció
el pago total de la deuda que Brasil tenía con el FMI y dos días después, el 12
de diciembre, hizo lo propio Kirchner. En el caso argentino, sería el comienzo
del proceso de reestructuración de la deuda externa.
Sin embargo, mientras se iba fortaleciendo el proyecto
regional, una nube ensombreció las relaciones con Uruguay. La instalación de
plantas elaboradoras de pasta de celulosa frente a Gualeguaychú, tras varias
marchas y cortes de los pasos a Uruguay, generó un piquete que interrumpió
entre 2007 y 2010 el paso hacia el puente internacional a Fray Bentos. El
conflicto enturbió la relación de Kirchner y el presidente uruguayo Tabaré
Vázquez y terminó en la Corte de La Haya, que laudó por Uruguay. Pero también
motivó la intervención del rey español Juan Carlos y del entonces primer
ministro José Luis Rodríguez Zapatero, ya que una de las pasteras ese origen.
Más allá de este entuerto, la integración regional se fue
plasmando en organizaciones como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur),
que desde su constitución, en mayo de 2008, fue clave para el apoyo a los
procesos constitucionales en esta parte del continente y logró contener a
gobiernos de signos disímiles, cuando no contrapuestos.
Unasur fue clave para evitar un golpe de Estado en Bolivia
cuando los sectores oligárquicos del Oriente –Santa Cruz de la Sierra, Beni y
Pando– propugnaban la escisión territorial. El país acompañó, en conjunto con
las demás naciones de la región, cada una de las votaciones en la ONU por el
levantamiento del bloqueo a Cuba y por el reconocimiento del Estado Palestino,
en 2012. Y un año más tarde, en ese foro repercutió el Memorándum de
Entendimiento firmado con Irán por la causa AMIA. De inmediato, la embajada
argentina solicitó que se incluyera el tema en las negociaciones entre
Washington y Teherán por el plan nuclear iraní, algo a lo que el gobierno de
Barack Obama se negó.
Con Cristina Fernández, además, el G20 fue escenario de
fuertes reclamos contra los fondos especulativos. Y cuando se conoció el fallo
del juez Thomas Griesa, la ONU sería nuevamente el sitio donde Argentina
encontraría apoyo, al lograr que se aprobara por amplia mayoría una resolución
que condena a los fondos buitre, en setiembre pasado.
Paralelamente, el país se fue acercando a China y Rusia,
miembros del grupo BRICS, en la búsqueda de socios comerciales y estratégicos.
Las visitas de Cristina a Moscú y Beijing y la devolución de gentilezas de
Vladimir Putin (julio de 2014) y Xi JInping (febrero de 2015) son muestras de
ello.
Revista Acción
Febrero 1 de 2015
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario