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La tentación de jugar con la línea roja



“Todo es mentira. Todo lo que sentimos, lo que vemos. Nos quieren muertos o viviendo su mentira", piensa el sargento Edward Welsh mientras el capitán Charles Bosche arenga a la tropa antes de una batalla. Welsh, interpretado por Sean Penn, es uno de los personajes de La delgada línea roja, la monumental película que en 1998 estrenó Terrence Malick sobre una novela de James Jones, con un elenco pocas veces reunido por Hollywood y que incluyó a George Clooney en el papel de Bosche, pero también a John Cusack, Nick Nolte, John C. Reilly, John Travolta, Woody Harrelson y James Caviezel.
Un film sanguinario para mostrar un trasfondo hondamente humanista, que fue multipremiado y marcó una época ya que debió competir con el heroísmo belicista de Buscando al soldado Ryan, de Steven Spielberg. Cuenta los horrores en que se ven sumidos un grupo de marines en Guadalcanal, en 1942, cuando Estados Unidos comenzaba su ofensiva contra el ejército japonés en la Segunda Guerra Mundial.
El autor de la novela había sido uno de esos infantes de marina y su libro forma parte de una trilogía junto con otra que fue llevada al cine con particular trascendencia, De aquí a la eternidad, de 1951, y Silbido, de 1978. La delgada línea roja fue publicada en 1962, cuando Estados Unidos comenzaba su escalada en Vietnam, aunque bastante antes de que aquel horror envolviera a toda una generación y dejara marcas indelebles en la sociedad estadounidense.
La frase no era nueva en la historia internacional. El primero en usarla fue el periodista inglés William H. Russell, corresponsal de guerra del periódico The Times, quien al escribir sobre la batalla de Balaclava entre tropas de la alianza franco-británica con los turcos en contra del imperio zarista, el 25 de octubre de 1854, escribió que en el campo de batalla sólo se veía  "una delgada línea roja culminada con una raya de acero". Eran los soldados del 93º Regimiento de Highlanders que cruzaban con sus uniformes rojos en una insólita formación de dos en fondo –audaz y temeraria para un enfrentamiento de esas características– entre la caballería rusa en el duradero sitio de Sebastopol, durante la Guerra de Crimea
La expresión hizo historia sobre todo en el Reino Unido, que la aplicó para simbolizar la sangre fría y el heroísmo británicos en la batalla. Aquella guerra –la primera, según el historiador Orlando Figes, en que la prensa fue decididamente influyente para justificar una intervención armada "civilizatoria" ante la opinión pública– no contó sin embargo con tantos momentos heroicos, sino más bien fue una operación decidida en las cúpulas de las potencias de entonces para "frenar las ansias expansionistas" de los zares sin por eso fortalecer al imperio otomano. Una delicada maniobra que se hizo al costo de millones de vidas. Del lado ruso, uno de los testigos de aquellas matanzas fue el novelista León Tolstoi.
Contra la certeza de que ya no alcanza con discursos bélicos y enunciados elocuentes para convencer a la población debe luchar el presidente Barack Obama en su intento por una "intervención ejemplarizadora" en Siria, como viene proponiendo con poco éxito de público desde hace semanas. Ahora recurrió a una figura conocida cuando habló de que el gobierno de Bashar al Assad cruzó "una línea roja" al utilizar gases tóxicos contra su población, algo que todavía no fue demostrado fehacientemente por los expertos de la ONU, el organismo multipolar creado en 1945 con el objetivo –declarado al menos– de terminar con las guerras mediante el debate civilizado de las controversias.
En su viaje a San Petersburgo para la cumbre del G-20, el presidente estadounidense hizo escala en Suecia, donde los periodistas le preguntaron por ese límite color sangre. "No fui yo quien determinó esa línea roja. Fue el mundo", se justificó Obama para explicar que el uso de armas químicas resulta inaceptable en cualquier circunstancia. Pero no alcanzó; y ante la insistencia de los periodistas argumentó que Washington había aprendido de errores del pasado, como las invasiones a Afganistán e Irak. El mandatario además recordó que él como senador había estado en contra de la aventura en tierras iraquíes y que entre sus primeros propósitos como gobernante estuvo el de retirar las tropas apostadas en ese país asiático.
En Rusia, la sede del encuentro de los países más desarrollados de la Tierra, mientras tanto, no son pocos los que juntan firmas para que le retiren el premio Nobel de la Paz que le dieron en 2009. Otros, más ácidos, sugerían que ya que pasaba por Estocolmo, lo devolviera en persona ante el cariz intervencionista que está tomando el último tramo de su mandato.
Estados Unidos ya no encuentra aliados tan fácilmente como antaño para inmiscuirse en soluciones militares. Los Tony Blair y José María Aznar de otras épocas se reducen hoy día a un escuálido François Hollande que quién sabe si podrá sostener en su propio Parlamento el ímpetu que su antecesor Nicolas Sarkozy mostró en Libia. Ni aun cuando se trate de buscar un consenso "occidental" para solucionar problemas de regiones que alguna vez ocuparon los otomanos, como pasaba cuando la Guerra de Crimea.
No es que las dirigencias hayan dejado de creerle al imperio, sino que ya no resulta tan fácil convencer a la opinión pública sobre las  razones para un ataque basado en denuncias graves pero con pocas comprobaciones imparciales hasta ahora. Así lo demuestra el apabullante rechazo en los sondeos realizados en los principales países europeos e incluso en América del Norte. Dato que hasta el Papa Francisco parece haber registrado y en sus discursos es más enérgico en favor de la paz que cualquiera de sus antecesores.
Existen argumentos para sostener que el poderío de Estados Unidos está en declive, lo que sería fácil de corroborar con estadísticas económicas o sociológicas. Pero se engañaría quien piense que eso es el fin de la Era Americana como la principal potencia de la civilización. De todas maneras, hasta para el establishment estadounidense es un período de cambios al que más temprano que tarde deberá adaptarse.
Mientras tanto, el resto de los países del mundo, con sus más y sus menos, intenta convencerse de que cualquier acción armada en alguna parte del mundo, y Siria es el caso más a mano que tienen, debería contar con el apoyo de la ONU. La lucha es, en el fondo, entre quienes pretenden convertir al organismo internacional en la expresión de las mayorías –y la posición de la Argentina en ese sentido es clara– contra los que buscan seguir manteniéndolo como un mero foro de debate sin la menor trascendencia efectiva.
De este lado del planeta, en tanto, el jefe de gobierno porteño puso en vigencia otro concepto que hizo furor, el del Círculo Rojo, un entorno privilegiado, parece, que lo conminó a buscar alianza con el intendente de Tigre en esta instancia política de la nación. Vaya uno a saber cómo se topó con ese eslogan. Quizás le venga de alguien que vio una película del francés Jean-Pierre Melville con ese título. Es de 1970 y fue protagonizada por Alain Delon, Gian Maria Volonté e Yves Montand, otro elenco de estrellas.
El film muestra la saga de Corey (Delon) cuando a la salida de la prisión recibe de buena fuente el dato preciso para intentar el robo del siglo a una joyería, otro clásico cinematográfico. El problema para Corey es que luego de unos cinco años a la sombra perdió la relación con sus cómplices. Cómo consiga otros y quiénes lo serán forma parte de la trama del último trabajo de Melville.
El título, El círculo rojo, le viene de una frase que aparece al inicio de la proyección: "Si los hombres, aun sin conocerse, tienen por destino cruzar sus caminos, no importa dónde estén o qué anden haciendo: cuando el día señalado llegue, inevitablemente se encontrarán en el círculo rojo." La expresión es atribuida a Siddhartha Gautama, el Buda, y tiene todo el estilo de una sentencia de tono profético del líder religioso de la India.
El detalle es que se trata de una parábola apócrifa. Sólo se trató de un recurso del guionista.

Tiempo Argentino
Setiembre 6 de 2013

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