Si algo dejó la VI Cumbre de las Américas de Panamá fue la comprobación
de que Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad sobre el resto de
los países del continente como solía hacerlo hasta hace 10 años. Lo supo
Barack Obama, quien en su último encuentro como mandatario
estadounidense debió aceptar no solo que Cuba existe, sino que debía
hacerse cargo del reclamo de los gobiernos latinoamericanos para una
nueva relación con los vecinos a los que despectivamente su secretario
de Estado, John Kerry, todavía llama «patio trasero».
Como una parábola perfecta para el inquilino de la Casa Blanca, en su
primera participación en este encuentro de presidentes, en 2009, recibió
de Hugo Chávez un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina,
libro clave de Eduardo Galeano para entender el despojo que durante
siglos padecieron los pueblos al sur del Río Bravo. En Panamá, varios de
sus colegas le recordaron en diferentes tonos y sin mencionarlo
explícitamente que América Latina había cambiado. Como para que la
muerte de Galeano, unos días más tarde, sonara a cierre de una etapa que
ya parece irreversible para la región.
Esta serie de rondas de jefes de Estado americanos, que comenzó en Miami
en 1994 para poner en marcha el proyecto neoliberal expresado en el
Consenso de Washington, viró 180 grados en Mar del Plata en 2005. Allí,
al enterrar el Área de Comercio de las Américas (ALCA), frente al propio
George W. Bush, la integración latinoamericana comenzó a andar.
Hay varios acontecimientos que no se pueden entender sin ese paso
inicial. En principio, sería justo preguntarse hasta qué punto la crisis
que se desató primero en Estados Unidos y que luego se extendió a
Europa no tuvo su origen en la clausura de ese proyecto pensado para
beneficio de la economía estadounidense en detrimento de los pueblos
latinoamericanos.
Es más evidente, en cambio, que la creación de la Unión de Naciones
Suramericanas (UNASUR) hace 8 años, y luego la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) es la consecuencia más directa e
irrefutable de este avance. En ambos casos, las organizaciones
cumplieron un rol destacado en defensa de la democracia y del
estrechamiento de lazos entre los pueblos sin la participación de los
países sajones, Estados Unidos y Canadá. Un hecho del que tomaron en
cuenta los estrategas de Washington para decidir que Obama diera un paso
que los 10 presidentes que lo antecedieron no se atrevieron a dar:
sentarse a conversar con el gobierno de la Revolución Cubana para
intentar restablecer relaciones diplomáticas.
Esta nueva era convirtió la OEA, el organismo del que había sido
expulsada Cuba en 1962, en una cáscara vacía. Lo mismo que las cumbres
presidenciales. ¿Qué sentido tiene un encuentro de jefes de Estado de
países que poco y nada tienen en común, salvo que comparten la región
con la principal potencia económica y militar del planeta?
El sentido se lo dieron en Panamá los líderes regionales que le pusieron
al presidente estadounidense «los puntos sobre las íes», como se dice
popularmente. Fueron categóricos especialmente Rafael Correa, Daniel
Ortega y Evo Morales. Obama se ausentó en dos ocasiones, una cuando
Nicolás Maduro le reclamaba por haber calificado a Venezuela como una
«amenaza a la seguridad de Estados Unidos». La otra cuando habló
Cristina Fernández, que hizo una encendida defensa de la dignidad cubana
para soportar el embate norteamericano durante más de 60 años pero que
también habló de Malvinas, otra causa latinoamericana contra un aliado
de Washington.
A los pocos días, Obama envió al Congreso la recomendación de retirar a
Cuba de la lista de naciones patrocinadoras del terrorismo. Y prometió
hacer lo necesario para levantar el embargo. No las tiene fácil el
presidente de los Estados Unidos con un Legislativo opositor en el
último tramo de su gestión. Sobre todo porque la voz cantante entre los
republicanos la tienen representantes extremos del Tea Party, como Marco
Rubio y Ted Cruz –precandidatos a suceder a Obama en 2017– e Ileana Ros
Lehtinen, de origen cubano.
Se entiende entonces el pedido de Raúl Castro de creer en las buenas intenciones de Obama.
Revista Acción
Mayo 1 de 2015
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