Hubo un tiempo en que Europa era un paraíso, pero como suele suceder, no
lo sabía. Hasta que la crisis económica se extendió desde el sur del
continente a raíz de la explosión de la burbuja inmobiliaria, y quedaron
al descubierto ciertas inconsistencias macroeconómicas que los
intereses neoliberales se encargaron de magnificar para llevar agua
hacia su molino.
En ese tiempo dorado, los europeos, que acababan de levantarse de las
ruinas que había dejado la Segunda Guerra Mundial, construían a pasos
agigantados un Estado de Bienestar que era mirado desde este lado del
mundo con "la ñata contra el vidrio", como quien dice.
Ese arquetipo ideal se formó en torno a sociedades dispuestas a superar
diferencias históricas que habían dejado millones de cadáveres y bajo
el influjo de dirigencias políticas que apostaban a un modelo que
repartía para conservar. Dirigencias que habían decidido que era mejor
negocio aceptar que todos estuvieran económicamente mejor al precio de
mantener la paz y el progreso como posibilidades de futuro.
Con la crisis, el modelo cambió rotundamente y ahora muestra un
neoliberalismo extremo, que expresa muy bien la alemana Angela Merkel
pero que se monta sobre consensos tecnocráticos que van de Bruselas a
Frankfurt, de la sede del gobierno europeo a la del Banco Central, sin
escalas. Y que castigan a los que, dentro de ese marco conceptual,
aparecen como menos eficientes. En esa "bolsa" colocan a las naciones
del sur del continente, como España, Portugal e Italia.
Antes, en aquellos buenos viejos tiempos, ganara quien ganara una
elección daba lo mismo para las grandes mayorías, porque las garantías
sociales eran inconmovibles. Nadie les iba quitar los derechos
laborales, o a la salud y la educación, o a una jubilación digna.
No es que con la crisis se perdieron consensos, más bien que los
acuerdos inconmovibles ahora son en perjuicio de los que menos tienen.
Da lo mismo quien gane una elección, el caso es que siempre van a
implementar un plan de ajustes permanentes y darán de baja conquistas
sociales afianzadas en la sociedad.
Lo saben ya los socialistas franceses, que pensaron que François
Hollande era la esperanza de recuperar viejas consignas y ahora llegan a
decir que apoyan a otro François, el Papa Jorge Bergoglio, toda una
señal en un partido que tiene entre sus fundamentos la creación de una
sociedad laica. Los van sabiendo también los italianos, que comienzan a
develar el camino que emprende Mateo Renzi, por ahora algo más
tímidamente.
Como contrapartida a todo eso, surgen movimientos que por ultraderecha
rechazan la construcción paneuropea. Porque ante la imposibilidad de
cambiar el curso de las cosas por medio de las urnas, son pocas las
alternativas a las que puede aspirar una sociedad que por primera vez en
décadas ve que sus hijos vivirán peor que ellos. Son grupos que
promueven retirarse de la Unión Europea y azuzan tendencias xenófobas de
las distintas sociedades. Así crecen el UKIP en Gran Bretaña, el Frente
Nacional en Francia y grupos más o menos extremos de Holanda y Grecia,
sin ir más lejos.
América Latina, y especialmente los países del Cono Sur, padecieron las
políticas del consenso de Washington, aquel proyecto que la Casa Blanca
acometió durante los '90 y que extendió el proyecto neoliberal por todo
el continente, con las consecuencias que se conocen sobremanera.
En lo que va del siglo, la región cambió su eje y creó instituciones que
se convirtieron en herramientas de cambio, a instancias de un puñado de
mandatarios que supieron interpretar el momento y fueron consecuentes
con las medidas que se necesitaban. En el caso del Mercosur, Lula y
Néstor Kirchner fueron esenciales para modificar el enfoque aduanero de
los '90 por una línea más inclinada a la defensa del trabajo local y del
crecimiento con inclusión social. Algo que, por consiguiente, llevó a
mantener políticas comunes y posiciones coordinadas en las relaciones
exteriores.
Se cumplen nueve años desde que con el apoyo de Hugo Chávez se le dijo
No al ALCA, aquel proyecto de mercado común para único beneficio de las
multinacionales y el poder financiero.
Las elecciones en Brasil y Uruguay y el clima preelectoral que se vive
en Argentina son un espejo donde contrastar la idea de integración que
aún mantiene su llama ardiente en Europa y la que defienden los
candidatos de las derechas locales.
Aparecen en ese marco electoral voces que claman por abandonar los
organismos regionales y que basan su discurso y propuesta en soluciones
individualistas. Cierto que la crisis económica deja sus consecuencias
incluso de este lado del océano, lo que provocó un menor crecimiento en
los principales países y cierto debilitamiento externo en el bloque en
general.
Esta realidad permite que empresarios poderosos de todos los rincones
del continente ensalcen las posibles ventajas de acomodarse con los
centros de poder, como han hecho toda su vida. Un mensaje explícito que
distribuyen los medios de comunicación, acicateados por los grupos
concentrados que se beneficiaron en los '90 y son conscientes de que su
única posibilidad de mantener los privilegios sería la "desintegración"
regional.
No es casualidad que la derecha más acérrima fomente la condena a muerte
del Mercosur y que sostenga, sin poder dar una sola prueba consistente,
las ventajas que habría en ceñirse a las reglas de los organismos
internacionales.
Es preocupante, por otro lado, que los grandes fogoneros ideológicos
apuesten a destruir eso que con paciencia y oportunidad se fue
construyendo desde que Raúl Alfonsín y José Sarney dieron el puntapié
inicial al Mercado Común del Sur cuando firmaron el Tratado de
Asunción, en noviembre de 1988.
Es preocupante que esa idea de salvación individual haya prendido como
para que propuestas como esas hayan alcanzado importantes cuotas
electorales en Brasil y en Uruguay y que incluso se presenten como
panaceas electorales. En momentos en que la influencia de los estrategas
de campaña es tan determinante para las diligencias políticas, sobre
todo entre los candidatos de la derecha, se sabe que nadie se peina sin
antes consultar a su asesor de imagen. Los hay que cambiaron la
dentadura con la ilusión de ganar un voto.
De modo que ese mensaje antiintegración, que sin dudas busca endulzar
los oídos del establishment –que aporta a los fondos electorales y
sustenta los medios de comunicación amigos–, también llega a importantes
capas de la población. Seguramente no todos los que votaron por Aécio
Neves el domingo pasado lo hayan hecho por su promesa de acercarse a la
Alianza del Pacífico y de firmar tratados de libre comercio con Europa
por fuera del Mercosur. Pero esa información no los detuvo a la hora de
depositar la papeleta. Y fueron más de 50 millones de personas.
También en Europa son muchos los que se quieren bajar del colectivo y de
hecho en Gran Bretaña el líder conservador David Cameron promete un
referéndum para determinar si los británicos quieren seguir dentro de la
Unión Europea. Los grupos xenófobos buscan en el fondo algo parecido,
pero en Europa ellos son la derecha de la derecha y no representan a las
abrumadoras mayorías. El consenso, con las críticas que cosechan los
planes de ajuste, es que la Europa será unida o no será. Hay quienes lo
dicen de un modo algo más brutal: "al fin de la Segunda Guerra, el
continente estaba cubierto con 25 millones de cadáveres. Ahora son 25
millones de desocupados. Es duro y cruel, pero es un avance."
En América Latina no hubo guerras como esas y las diferencias culturales
y nacionales son mínimas. No hay que construir una nacionalidad, hay
que reconstruir una Patria Grande que contenga a "todos los hombres de
buena voluntad que quieran habitar este suelo", como dice el preámbulo
de la Constitución.
Cierto es que en Brasil y en Uruguay, al fin y al cabo, las elecciones
mostraron un consenso mayoritario a favor de la integración y en contra
de los medios y de la derecha. Y que además todos y cada uno de los que
votaron sí saben lo que eso significa. Pero sigue siendo un dato a tener
en cuenta el perfil pro dependiente en muchos sectores de la
ciudadanía, acicateados por un establishment que se indigna con el
populismo, pero en estos años dorados latinoamericanos "la juntó en
pala" sin rubores. Sigue siendo preocupante, en definitiva, esa
sensación de que aspiran a llegar al poder para tirar todo abajo y
volver al pasado, disfrazado de "cambio de ciclo".
Tiempo Argentino
Octubre 31 de 2014
Ilustró Socrates
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