A menos de dos meses de las elecciones legislativas, el presidente Barack Obama parece haber tomado conciencia de que, si no patea el hormiguero, las va a tener difíciles con los republicanos en noviembre.
"La guerra es padre de todos, el rey de todos”, decía Heráclito de Éfeso, según la mejor traducción de una de las pocas frases que se conservan de aquel misterioso filósofo presocrático que, a casi 25 siglos de su muerte, todavía cautiva a los jóvenes estudiantes de periodismo.
A menos de dos meses de las elecciones legislativas, el presidente Barack Obama parece haber tomado conciencia de que, si no patea el hormiguero, las va a tener difíciles con los republicanos, que vienen montándose en un discurso sinuoso y muy inclinado a la derecha, pero contundente detrás de errores, inconsistencias y limitaciones de su gestión.
Por supuesto que siempre es más fácil ser opositor, porque desde la vereda de enfrente basta contar costillas ajenas para encontrar audiencia. No por eso deben minimizarse gruesas fallas de los demócratas en esta primera parte del mandato de un presidente no blanco en la historia estadounidense. Porque justamente el principal déficit, de cara a la ciudadanía, pasa por la cuestión económica.
Tiene razón Obama en culpar a su antecesor George W. Bush y a los republicanos en general por la formación de la crisis y sus consecuencias actuales. Pero en política no basta con tener razón. También se necesita que los votantes estén de acuerdo con esa versión de los hechos.
Ese es uno de los motivos para que el inquilino de la Casa Blanca se haya puesto la ropa de candidato, y con la camisa arremangada (como correspondía al ámbito) diera un discurso de corte populista en Milwaukee, ante trabajadores y sindicalistas sorprendidos.
El Premio Nobel Paul Krugman, en su habitual columna para The New York Times y un sinfín de diarios internacionales, comentó entonces que este momento político podría ser asimilado al año 1938 de Franklin Roosevelt. Para el economista, el presidente Obama repitió el error que ya había cometido Roosevelt en 1937, “cuando retiró demasiado pronto los estímulos fiscales”. Y recalcó que en 2009 el gobierno federal alentó el crecimiento para salir de la crisis, pero que al dejar de lado demasiado pronto esa política, el país volvió a estancarse ni bien los actores económicos notaron que el viento de Washington dejaba de soplar. Por lo tanto, aplaudió este regreso a las fuentes keynesianas.
En aquel 1938, también de año de elecciones legislativas, habían prosperado cuestionamientos contra el New Deal y se generó un consenso importante como para sostener medidas en sentido contrario, a pesar de que ese acuerdo social había sacado a la Nación de una crisis terminal. Algunos biógrafos de Roosevelt –el único presidente reelecto cuatro veces en la historia de ese país– señalan que la decisión de volver a los estímulos económicos se basó en la evaluación de que la guerra europea era inminente. Y la guerra, padre de todas las cosas, fue “un arrebato de gasto gubernamental financiado con déficit, a una escala que en otras circunstancias jamás se habría aprobado. En el transcurso de la guerra, el gobierno federal pidió prestada una cantidad equivalente a aproximadamente el doble del valor de PBI en 1940”, explica Krugman.
No lo dice el Nobel, por políticamente incorrecto, pero también la economía de guerra había logrado terminar con la depresión y el estancamiento en la Alemania nazi, en el Japón, en Italia y en general en el resto de Europa, que encontró en la salida militar la forma de activar las economías sin sentir las culpas por los déficits presupuestarios y las críticas de los teóricos monetaristas.
Por estos días, Obama anunció un plan de construcción de infraestructuras ferroviarias y viales por 50 mil millones de dólares, un programa de incentivos fiscales por 100 mil millones a empresas que inviertan en investigación y desarrollo, otra tanda de beneficios impositivos para compañías que lo hagan en nuevos equipamientos y recortes en beneficios a los más ricos.
La semana estuvo cruzada por la amenaza de un cazador de spots televisivos, Terry Jones, el pastor radical de Florida que prometió quemar ejemplares del libro sagrado musulmán como un provocativo homenaje a las víctimas de los atentados a las Torres Gemelas, de los que hoy se cumplen 9 años. Jones se convirtió, con ese gesto amenazante, en la expresión pública de miles y miles de fanáticos en los Estados Unidos que manifestaron su rechazo a la construcción de una mezquita cerca del Ground Zero, el hueco que dejaron los edificios destruidos ese 11-S. Que alimentan el deseo de un combate final contra el Islam.
Luego de una alarma internacional por las presumibles repercusiones y dramáticas respuestas ante la incendiaria manifestación de intolerancia religiosa, y después de llamadas y presiones del gobierno federal, Terry decidió que era hora de guardar los fósforos, al menos por esta vez. Para los que lo tildaron de “cobarde”, dijo que le habían jurado que no se construiría el edificio sagrado en una zona no menos sagrada para el orgullo estadounidense, y que con eso se daba por satisfecho.
Esta noticia, en otro contexto, no pasaría de una boutade, una anécdota sin relevancia periodística. No más de un recuadrito mínimo en alguna columna de Breves, que sin embargo recibió una amplia cobertura en la gran mayoría de los medios de todo el mundo por sus implicaciones, aunque planteó cuestiones éticas para el periodismo. La agencia AP y la cadena Fox, de la derecha yanki, propiedad del magnate australiano Rupert Murdoch, por ejemplo, dijeron que si la quema se produjera no difundirían imágenes, para no hacerse eco de una provocación innecesaria.
En contraposición, a pocos días de que las últimas tropas de combate cruzaran la frontera de Irak, se conoció también un nuevo escándalo que involucra a efectivos militares estadounidenses, esta vez en Afganistán, aunque la noticia no recibió la misma difusión masiva que la posible quema del Corán. Y eso que se trata de un escándalo que no por repetido debe ser escamoteado. Según la información difundida por una revista que circula entre familiares de soldados estadounidenses, Army Times, un grupo de militares había armado un equipo que se dedicaba a matar civiles, a los que hacían pasar por talibanes, y que luego se quedaban con partes de los cuerpos como trofeos de guerra.
Si es verdad que, como decía el viejo Heráclito, la guerra es padre de todos, y que, “a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres”, es posible que el estadounidense promedio y los académicos conservadores, para aceptar medidas de reanimación económica, necesiten de una guerra que logre unificar a toda la sociedad detrás del esfuerzo bélico, como ocurrió en los años cuarenta.
Pero desde Vietnam a esta parte, cada nueva incursión de tropas estadounidenses no deja más que un reguero de atrocidades, desde la masacre de la aldea de My Lay, en 1968, hasta las cárceles de Abu Ghraib y Guantánamo, pasando por otros “daños colaterales” registrados en estos años. Tal vez sea buen momento, entonces, para que la gran guerra, el padre de todos los combates, no consista en recurrir a la épica para poner en marcha las economías, sino en aplicar las energías de la sociedad en construir una ética. Una ética de justicia y de igualdad social.
Tiempo Argentino
11 Setiembre 2010
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