jueves

El negocio de la paz

Parece, a la ligera, una frase típica de algún senador cordobés o de un jefe de Gabinete quilmeño. Pero fue la fórmula que encontró el ministro del Interior y Justicia colombiano, Germán Vargas Lleras, para definir el atentado frente al edificio de Radio Caracol, en Bogotá. “Quieren medirle el aceite al nuevo gobierno.” Un golpe, agregó, destinado a “inaugurar” la gestión de Juan Manuel Santos Calderón, asumido apenas hace una semana, en medio de un conflicto que él no había creado con el gobierno de Venezuela.
Sabe de qué habla el flamante funcionario, porque fue víctima de dos atentados en su vida política. Uno de ellos, muy cerquita de allí, en octubre de 2005, al salir de una entrevista en la misma radio, hoy propiedad del grupo español Prisa. Esa vez, resultaron heridas nueve personas, entre ellas, algunos miembros de su custodia.
Ese bombazo enfrentó al entonces senador del Partido Liberal con Álvaro Uribe, a la sazón presidente. El mandatario, fiel a su talante de fanático converso, se apuró a atribuir el golpe a las FARC, antes de haberle preguntado una opinión al seguro destinatario del ataque. Y resulta que Vargas Lleras tenía datos que ubicaban a los agresores en una posible alianza de dirigentes políticos con paramilitares.
Es interesante seguir la carrera de Vargas Lleras, miembro de una de las familias más tradicionales de Colombia. Porque este abogado por la añeja Universidad del Rosario, de Bogotá, y doctor en Gobierno y Administración Pública por la Complutense de Madrid, es nieto de Carlos Lleras Restrepo, presidente entre 1966 y 1970, el período en que nació y se fue extendiendo la guerrilla creada por Manuel Marulanda Vélez, “Tirofijo”.
Para 1998, Vargas Lleras fue reelegido senador por el PL, y devino en acérrimo crítico de las negociaciones de paz con las FARC que impulsaba el entonces presidente Andrés Pastrana. Esta posición lo acercó a Álvaro Uribe. En 2002, era senador por tercera vez –ahora con un partido independiente– cuando recibió un regalo fatal que le cambiaría la vida: abrió despreocupadamente un libro bomba que le enviaba un supuesto admirador y perdió varios dedos de la mano izquierda. Se lo alcanza a ver en algunas fotos con una prótesis muy ostensible en el dedo mayor, pero no suele hablar mucho del tema.
En las últimas elecciones fue de candidato a presidente. Proponía continuar con la política de mano dura contra la guerrilla, pero sin Uribe, de quien como se dijo, se había distanciado. Derrotado en primera vuelta al frente de su partido Cambio Radical, Vargas Lleras, sin embargo, fue una sorpresa, porque logró 1,4 millón de votos. No tantos como para entrar al ballotage, pero suficientes para que Santos lo llamara a formar parte de su equipo de trabajo en ese gabinete concebido como de unidad.
Fiel a su principio, Vargas Lleras no se apuró a atribuir el atentado del jueves a nadie en particular. Sólo apeló, al igual que Santos, a considerarlo genéricamente obra de “grupos terroristas”, y a calificarlo como un atentado muy bien planificado para, como quien dice, marcarle la cancha a la nueva administración. En línea con su actual jefe político, insistió en que están dispuestos a dialogar con todo el mundo, pero sobre la base del abandono de la lucha armada, para empezar.
En la Radio Caracol, en cambio, no demoraron en lanzar una hipótesis para la que no parecían, hasta ayer, contar con demasiados datos, según se desprende de un cable de la agencia Efe, que también sufrió el ataque: el atentado podría ser obra de un cabecilla de las FARC, Germán Briceño, alias “Grannobles”, “que según informes de inteligencia habría impartido la orden de atacar un medio de comunicación”. El detalle que faltaba es que “Grannobles”, según la denuncia de Uribe en la OEA que ahora Santos desactivó, estaría refugiado en Venezuela.
Como se dijo hasta al hartazgo en estas semanas, Colombia vive en situación de violencia extrema desde hace décadas y está atravesada por una maraña de grupos que se disputan cada uno parte del poder y de la economía, legal e ilegal. A las dos agrupaciones guerrilleras de izquierda, el ELN y las FARC, se suman las bandas de narcotraficantes, organizaciones paramilitares de ultraderecha, y también los equipos militares estadounidenses legales, ilegales, contratados, mercenarios y profesionales que pululan en las siete bases que aprobó Uribe. Un cóctel explosivo en el que, es fácil prever, son muchos los que basan su subsistencia en la permanencia del statu quo vigente.
También se dijo hasta el cansancio que muchos miembros de la clase política, entre los que están funcionarios del anterior gobierno y el propio Uribe, aparecen implicados en varias causas, por ligazones no siempre claras con paramilitares o negocios non sanctos con el tráfico de sustancias prohibidas.
Al actual mandatario le caben las generales de la ley. Fue denunciado por la incursión de tropas del otro lado de la frontera ecuatoriana para atacar un campamento de las FARC y por el caso de los falsos positivos, aquel horroroso negocio del asesinato de civiles inermes para hacerlos pasar por guerrilleros muertos en combate y cobrar la recompensa que ofrecía el gobierno. El anterior presidente aparece involucrado con los negocios de la droga en un lapidario informe de la DEA.
Uno de los grupos irregulares, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC, las Triple A caribeñas), de extrema derecha, fueron declaradas terroristas y, luego de muchos cabildeos, alcanzaron un acuerdo por el que unos 30 mil miembros aceptaron entregar las armas a cambio de impunidad, en 2003. Políticamente se habían convertido en una molestia luego del Plan Colombia, que derramó unos 7000 millones de dólares en “ayuda militar” estadounidense desde 2002.
Sin embargo, que muchos de ellos hayan aceptado una desmovilización formal no quiere decir que hayan abandonado el combate ilegal de la guerrilla. Hay vigentes un puñado de bandas organizadas a las que las autoridades colombianas agrupan bajo el nombre genérico de Bacrim (Bandas criminales emergentes). Para los servicios de espionaje, entran bajo esta denominación tanto paramilitares de derecha como narcos y miembros desviados de la guerrilla.
Algunos de estos grupos podría ser el autor del atentado. Y las razones no son muy difíciles de sospechar, al menos desde la perspectiva de ese escenario de violencia consuetudinaria. La guerra es un formidable negocio, y cualquier señal en contrario afecta intereses reales y concretos.
Entre ellos, los millones de dólares que se destinan al Plan Colombia y que embolsan las empresas bélicas privadas, los millones en seguridad que se van en protección y vigilancia de personas y haciendas. Los millones que se destinan a la lucha contra el cultivo de coca, marihuana y amapolas, y la elaboración y transporte de narcóticos. Y, quizás más importante, los millones de excusas para mantener bases desde las que desplegar tropas hasta Tierra del Fuego en pocas horas.
Es decir, si Santos y Vargas Lleras, a quienes nadie podría atribuir vecindad ideológica con la guerrilla y la izquierda en general, llegaran a consolidar acuerdos de paz duraderos, muchos deberían buscarse otra forma de vida o nuevas estrategias de ocupación.
¿Es posible que este Vargas Lleras –nieto de presidente y de prosapia liberal– junto con Santos Calderón –sobrino nieto de Eduardo Santos Montejo, también liberal y presidente, aunque entre 1938 y 1942– logren avanzar hacia acuerdos de paz?
Tienen una enorme ventaja sobre cualquier otro negociador. No son intermediarios, vienen del poder real de Colombia. Son el establishment, sin la menor duda.
Conviene recordar a esta altura que no fueron los demócratas estadounidenses los que lograron la paz en Vietman y se acercaron a la China de Mao Tsé-Tung. Fue con el republicano extremo Richard Nixon y el no menos derechista Henry Kissinger como secretario de Estado.
Un dato que seguramente no escapa a quienes pusieron la bomba en el Chevrolet Swift 1994 color gris, patente BOO 483, cargado con 50 kilogramos de explosivo anfo que estalló minutos antes de las seis de la mañana en Carrera Séptima con calle 19, como dicen los colombianos.
El caso es si para ellos la paz es negocio.

Tiempo Argentino
14 Agosto 2010

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