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Obama: La paz armada

Con un puñado de gestos y otras tantas frases cargadas de contenido, el presidente Barack Obama terminó por definir de qué lado se ubica en el intrincado juego en que se metió el día que asumió la presidencia, hace un año. El apoyo solapado al golpe de Estado en Honduras, la instalación de bases en Colombia, el rol en la cumbre de Copenhague y el anuncio del envío de más refuerzos militares a Afganistán fueron apenas el prólogo para lo que, de un modo más explícito, expresaron el mandatario al recibir el Premio Nobel de la Paz y su secretaria de Estado ante el acercamiento de algunos gobiernos sudamericanos al presidente Mahmud Ahmadinejad.

«Los instrumentos de la guerra tienen un rol a jugar en la preservación de la paz», sostuvo Obama en Oslo, sin inmutarse ninguno de los presentes, en el meduloso discurso con que intentó explicar las razones que asisten a Estados Unidos para usar la violencia en conflictos internacionales. Hillary Clinton no le fue en zaga, días más tarde, cuando amenazó a los mandatarios del sur del río Bravo: «Si desean coquetear con Irán, deben observar cuidadosamente cuáles podrían ser las consecuencias».
«Podría decirse que Obama ha avanzado todo lo que se podía avanzar desde la perspectiva tímidamente progresista que planteó, que es bastante poco –dice Gabriel Puricelli, analista político– Porque el consenso político en EE.UU. en la era Bush, pero sobre todo desde el 11 de setiembre de 2001, se corrió tan a la derecha que ni en la época del macartismo puede encontrarse un cuadrante tan radicalmente conservador, tan reaccionario como el actual».
Profesor de Historia de Estados Unidos en la UBA, Pablo Pozzi es fuertemente crítico de la gestión del demócrata, aunque considera que Obama «no puede hacer otra cosa. Estamos a casi 30 años de Ronald Reagan. No se debe perder de vista que en este período cambió el gobierno federal en EE.UU., que es fuertemente privatizado y que no tiene poder decisorio en gran parte de los temas en discusión. Baste pensar simplemente que la cantidad de mercenarios en Irak y en Afganistán, es casi el doble que la de soldados norteamericanos».
Francisco Corigliano, doctor en Historia y docente en Política Internacional en varias instituciones de la Argentina y el exterior, también observa un Obama esquivo a los cambios. «Tanto en política doméstica como externa los elementos de continuidad respecto del segundo mandato de Bush hijo son más notorios que los de ruptura. Y esta continuidad no sólo se debe al peso del complejo industrial-militar, sino también a la necesidad del Partido Demócrata de no aparecer demasiado concesivo en temas de defensa y seguridad nacional respecto a los republicanos».
Es curioso, pero ese concepto fue acuñado por el general Dwight Eisenhower, comandante de las tropas aliadas en la Segunda Guerra mundial, en su discurso de despedida de la presidencia, el 17 de enero de 1961. «La conjunción de un inmenso establecimiento militar y una gran industria armamentística es nueva en la experiencia americana. La influencia total –económica, política, incluso espiritual– se deja sentir en cada ciudad, cada capitolio estatal, cada oficina del gobierno Federal. (...) Nunca debemos permitir que el peso de esta combinación haga peligrar nuestras libertades o procesos democráticos. (...) Sólo una ciudadanía alerta e informada puede imponerse al engranaje propio de la enorme maquinaria industrial y militar de defensa con nuestros pacíficos métodos y objetivos, para que la seguridad y la libertad prosperen juntas». Su sucesor, John Kennedy, sería víctima de ese mismo aparato en 1963. A su manera, todos los gobiernos demócratas que lo siguieron también resultaron acosados por este inmenso poder, en términos económicos, pero también como proveedores de mano de obra y desarrollo tecnológico.
«Es un karma con el que lidian al menos desde la administración demócrata de Jimmy Carter, defenestrada por la derecha republicana por su falta de eficacia en un operativo de rescate de rehenes norteamericanos en la embajada en Teherán, en 1979. Fracaso que, entre otros muchos factores, catapultó a Ronald Reagan a la presidencia en 1980», recuerda Corigliano. Obama decidió muy pronto no alejarse de esta línea, y sin haber mostrado demasiada lucha.

Política del garrote
En un capítulo de la vieja serie Sledge Hammer (virtualmente «garrote de madera»), que por estas tierras se llamó Martillo Hammer el protagonista, un detective brutal enamorado de su Magnum 44, hace un allanamiento no autorizado. Ante una prenda íntima encontrada en un mueble del sospechoso, su compañera policía pregunta: «¿Estás pensando lo mismo que yo?».
–No sé tú, estoy pensando en invadir Afganistán yo solo –responde, mientras mira embelesado su arma. Graciosa para la época, 1987, cuando ese país era una piedra en el zapato de la Unión Soviética y Washington apoyaba a los jefes tribales que se oponían a la invasión.
La comedia, que todavía puede verse en algún canal de cable, refleja no solamente el placer irracional por las armas, sino el deseo de expansión imperial que finalmente concretó Bush Jr. luego de los atentados del 11S. Obama también explicó «su» guerra, en una conferencia en la academia militar de West Point: más tropas, más acciones contra los talibán, instrucción a las fuerzas armadas locales y una fecha para el retiro total en 18 meses. «No sea otro presidente de la guerra», le había rogado Michael Moore en una carta abierta. De nada sirvió el pedido del cineasta.
«Plan McCrystal light», lo denominaron los medios estadounidenses. El general Stanley McCrystal comanda las fuerzas de EE.UU. y la OTAN en Afganistán. A fines de agosto presentó a Robert Gates, secretario de Defensa, el Commander’s Initial Assessment (Evaluación Inicial del Comando) ante el pedido de Obama de discutir una retirada más o menos honrosa. El acrónimo refiere al COIN strategy (Estrategia de Contrainsurgencia, aunque juega con un término que podría entenderse literalmente como «estrategia de la moneda»), el plan explicitado en 66 páginas que se plantea el envío de refuerzos para terminar con los talibán y el apoyo a políticas «antisubversivas», poniendo foco en la población más que en los militantes «insurgentes». Un método que diseñaron los franceses para Argelia y enseñaron a las fuerzas armadas sudamericanas en los años 70 con resultados demasiado conocidos. El «McCrystal light» sería una versión mínima: en lugar de 40 mil soldados pedidos, 30.000; en lugar de entrenar 240.000 tropas afganas, 120.000 y así.
Para completar el cuadro, el número de enero de la revista Vanity Fair publica un extenso perfil al creador y dueño de la agencia de «servicios militares» más grande del mundo: Blackwater. Erik Prince, heredero de una fábrica de autopartes en Michigan y ferviente militante católico, fue «comando especial» de la Marina en Irak en los 90 y allí trabó amistad con muchos Sledge Hammer. Desde entonces convirtió a su emprendimiento en una rentable empresa que facturó 1500 millones en Irak y en Afganistán.
El reportaje fue escrito por Adam Ciralsky, un ex abogado de la CIA, que le hizo juicio a la agencia porque, dice, trabó su ingreso al gobierno central por su origen judío. Prince (40 años y siete niños) se jacta de su método de enseñanza. Para el que aplica una escena de la película Taken (conocida aquí como Venganza), en la que Liam Neeson hace de un viejo agente secreto al que le secuestran su hija adolescente.
–No tengo el dinero. No sé qué hará usted, pero si no deja a mi hija lo buscaré, lo encontraré, y lo mataré –dice el personaje Bryan Mils, el espía retirado, a los secuestradores.
«Quiero que mis hijos entiendan los peligros que hay por allí. Y que sepan cómo respondería yo», explica Prince a Vanity Fair.
Esta nota provocó revuelo en los círculos progresistas ligados a los demócratas. La sospecha es que, tratándose del dueño de una agencia de mercenarios reporteado por un ex CIA, habría un intento de chantajear al gobierno.

Burocracia bélica
Dana Priest es periodista en el The Washington Post y ganó dos Pulitzer por trabajos de investigación, uno de ellos con su libro The Mission. Waging War and Keeping Peace with America’s Military. Allí muestra que la política exterior de Estados Unidos es dictada por el aparato militar. Porque tiene más cantidad de personal, está altamente capacitado y dura en su gestión mucho más que cualquier secretario de Estado.
«Mientras que a mediados de los ochenta el gasto militar de Estados Unidos no alcanzaba al 30% de los gastos militares mundiales, hoy es casi el 50%. El presupuesto de defensa equivale a la suma del resto de los 191 países miembros de Naciones Unidas», dice Juan Gabriel Tokatlián, doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad John Hopkins y docente en la Universidad Torcuato di Tella.
Las cifras de este conglomerado son abrumadoras: más de 800 bases en todo el mundo, 440.000 soldados, un presupuesto 15 veces más grande que el destinado al resto de los asuntos exteriores y 200 veces más personal en el Pentágono que en el Departamento de Estado, sin contar a las tropas privadas, dan una idea de lo que se está hablando.
«Si hay un sector que creció en los últimos 20 años fue la burocracia militar. Y lo hizo invadiendo áreas de competencia de otros sectores del Estado. Además, tiene planes que van mucho más allá de los años que le pueden tocar a Obama. Es un ente autónomo que permanentemente tensiona con las autoridades civiles para tener mayores grados de autonomía», señala Puricelli, co-coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.
Corigliano añade otro elemento a tener en cuenta. «La incidencia de los lobbies étnicos, económicos y religiosos, y particularmente la derecha cristiana evangélica y los judíos ortodoxos, es muy fuerte. Sin dejar de lado el peso e influencia que la red de medios, los intelectuales y los think-tanks conservadores y neoconservadores tienen sobre la opinión pública. Algo que no es suficientemente contrapesado por la red de medios e intelectuales liberales (progresistas)».
Esta influencia se manifiesta en la concepción privatista predominante en la sociedad. «Cuando sucedió lo del huracán Katrina, la Armada no podía rescatar a las víctimas. Terminaron alquilando los barcos de Circle Line, una empresa turística, para que saquen a los tipos, turísticamente», ironiza Pozzi, para agregar luego que nada cambió desde entonces.
Algo que a Obama le quedó claro no bien quiso aprobar la Ley de Salud, que propone ampliar la cobertura para el 15% de la población de menores recursos. Para Corigliano, hay dos fuerzas opuestas que se juegan en ese tema. «Por un lado, el presidente pertenece a un partido que está claramente identificado con las medidas de estado de bienestar adoptadas por Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt, Harry Truman, John Kennedy y Lyndon B. Johnson, quien prometió erradicar la pobreza y dejó programas sociales como Medicare y Medicaid». Pero muchos de esos logros fueron barridos por la revolución conservadora de los 80 «a tal punto que Clinton y ahora Obama no pueden volver al grado de intervencionismo estatal y medidas progresistas que se adoptaron entonces. En buena medida por el impacto de la crisis económica pero también por el peso del Estados Unidos conservador».
Pozzi, doctorado en la State University of New York, lo analiza a su manera: «El plan de Salud que en 1992 quiso aprobar Bill Clinton era por lejos mucho mejor». Reconociendo también que el plan de Hillary Clinton era más ambicioso, Puricelli explica que Obama propuso una reforma que apenas subsidia a los privados para dar cobertura a 36 millones de norteamericanos que no la tienen. Aun así, «los lobbies particulares introdujeron cambios en la Cámara Baja, como el diputado Bart Stupak, que planteó una enmienda para que ningún subsidio del Estado pueda ser utilizado en el financiamiento de abortos».
«Actualmente los Estados Unidos tienen la distinción nada envidiable de ser la única gran nación industrial sin el seguro médico obligatorio», recordaba un artículo del diario Washington Post. Agregando que la frase pertenece al economista de Yale Irving Fisher «y fue dicha en diciembre. En diciembre de 1916».

Camino de centro
El mote de encabezar una gestión de corte socialista le cabe a Obama –según las usinas ultraconservadoras– por su postura ante la crisis económica. Se lo acusa de haber convertido a la General Motors (GM) en Government Motors, por ejemplo. Pero en sus últimos meses Bush había destinado varios miles de millones de dólares más para el salvamento de los principales grupos financieros.
«En términos económicos, Obama es claramente un centrista –dice Puricelli– y de hecho es donde ha demostrado más continuidad con la política de un centrista como Bill Clinton. Todo el equipo económico de Obama es de ahí». Podría agregarse que los colaboradores más íntimos de Obama creen firmemente en el libremercado «y entienden que el estado capitalista está para evitar las crisis del capitalismo».
Pozzi añade que tanto republicanos como demócratas «han gastado casi un billón de dólares en subsidios al mundo financiero y todos dicen que la cosa mejoró. Pero no hay control, no se ha creado una Comisión de Seguridad de Acciones como hizo Roosevelt en su momento para controlar bonos basura o acciones truchas. ¿Cómo saben que el balance de Citibank mejoró si no tienen controles?».
El historiador sostiene luego que «la suposición de que Obama pueda hacer una política distinta nombrando a los mismos tipos que vienen haciendo la política económica en los últimos 30 años es inocente». Lo peor es que, según esta perspectiva, no puede hacer mucho más. «Cuando él dice “vamos a entregar dinero para paliar la crisis” dice algo equivocado. No tiene los canales para que ese incentivo llegue a los pobres. Todo pasa por los punteros municipales, hay un plata para gente que promete repartirla y la esperanza de que eso funcione. Pero sin instituciones estatales para lograrlo», agrega Pozzi.
«El Partido Demócrata es un aparato que se pone en funcionamiento sólo cuando hay elecciones», señala Puricelli. Recién en estos últimos años, dice, algunos estamentos liberales se han puesto a trabajar en una militancia más consecuente. Sobre todo en los estados de mayor tradición sindical y de luchas civiles. Pero, paradoja de los tiempos que corren, los republicanos siguen contando con el apoyo del electorado de mayor poder adquisitivo y también con el de los más pobres.
El premio Nobel de Economía de 2008, hasta no hace mucho ferviente apoyo de Obama, resumió el momento de un modo bastante sintético: «Pasó algo raro camino a un nuevo New Deal. Hace un año lo único que debíamos temer era el temor mismo; hoy la doctrina dominante en Washington parece ser “tengan miedo, mucho miedo”», analiza Paul Krugman.
En eso están.

Revista Acción
1 Enero 2010

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