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Lo que deja la ley de salud de Obama

La intrincada aprobación de la ley de Atención Accesible y Protección del Paciente, o más sencillamente ley de Salud, puso foco en algunos personajes que sin dudas serán protagonistas de la política estadounidense en los próximos años. El primero en esta lista es Marcelas Owens, ese chico que muchos confundieron con el inefable Gary Coleman, el pequeño Arnold de la serie Blanco y negro de fines de los 70. En segundo plano, pero con una importancia decisiva para torcer voluntades en la áspera votación en el Congreso fue la líder de la bancada demócrata, Nancy Pelosi. Otro «invitado especial» al estrellato es el pediatra y sanitarista Donald Berwick, candidato oficial para ocupar el puesto de director de los programas Medicare y Medicaid, vacante desde 2006, los organismos que llevarán a la práctica la nueva cobertura.

Tangencialmente, la ley también revitalizó a los grupos ultraconservadores nucleados en el Tea party que a regañadientes van encolumnándose detrás de la ex candidata a vicepresidenta, Sarah Palin, una de las abanderadas de la oposición, que se proponen judicializar la ley para trabar en los tribunales lo que no pudieron –por escaso margen– conseguir en el Capitolio.
Porque más allá de la polémica desatada en EE.UU. por las nuevas reglas de juego en el multimillonario negocio de la atención sanitaria, lo que sin dudas está en disputa es el rol del Estado en la atención de la población en general y especialmente la de menores recursos. Y, de paso, la vieja lucha en las antiguas colonias británicas entre el más crudo individualismo y la idea de que la intervención estatal representa un contrapeso a las fuerzas más despiadadas del mercado en favor de la ayuda solidaria a los más pobres.
Ese y no otro es el fundamento de la tremenda oposición a la ley y del empecinado esfuerzo de los grupos progresistas por apoyar al presidente Barack Obama, a pesar de las críticas que su política exterior despierta dentro y fuera de los Estados Unidos. No es casual que coincidan tirios y troyanos en que la ley podría representar el fin de la era neoliberal que comenzó en la época de Nixon y se consolidó siete años después de su estrepitosa caída, en 1981, cuando asumió la primera magistratura el actor de Hollywood, Ronald Reagan.

Pequeño militante
Marcelas Owens tiene once años y perdió a su madre hace cuatro. Tiffany Owens murió de una enfermedad curable, pero con un tratamiento que no pudo costear porque no tenía seguro médico. En un demencial círculo vicioso, había perdido ese beneficio porque se había quedado sin trabajo. La echaron porque estaba demasiado enferma como para poder cumplir horarios y rutinas de servicio en un restaurante en Seattle. Era una de los 32 millones de estadounidenses sin cobertura sanitaria. Tenía 27 años y era madre de tres niños que habían crecido sin padre. Demasiadas ausencias al mismo tiempo.
Marcelas y sus hermanitos quedaron a cargo de la abuela. Pero él llevó adelante su empecinada lucha por cambiar las cosas, a una edad en que otros chicos piensan en juegos electrónicos o deportes. De alguna misteriosa manera, los tiempos de Marcelas coincidieron con los de su país. Y su lucha llegó a oídos de la senadora demócrata por Washington, Patty Murray, en un mitin por la ley organizado en Seattle en octubre pasado. Ella lo presentó al presidente Obama, quien también había quedado huérfano al cabo de una tenebrosa lucha contra las aseguradoras de salud por parte de la mujer que le había dado la vida y lo crió en un hogar sin padre. Por eso el niño fue símbolo de lo que estaba en juego con la ley. Y por eso estuvo junto al presidente en el Salón Este de la Casa Blanca cuando Obama promulgó la ley y se quedó con una de las 22 lapiceras que utilizó para tan magno acontecimiento.
El mandatario dijo entonces que la reforma era una deuda pendiente con su propia madre, Stanley Ann Dunham, muerta en 1995 a los 51 años, de cáncer. Pero ese toque de dolor personal molestó sobremanera a la oposición. Y quien mejor mostró el cariz del rechazo fue Russ Limbaugh, un conductor radial de extrema derecha tan ingenioso como corrosivo: «Marcelas, tu madre se habría muerto de cualquier manera, porque el Obamacare no empieza sino hasta 2014». Pero no se quedó allí. «Esto es simplemente explotación de un niño de 11 años forzado a contar su historia para beneficio del Partido Demócrata y de Barack Obama», insistió.
«¿Dónde estaba la abuelita cuando la mamá estaba enferma?», se preguntó desde la misma trinchera Glenn Beck, presentador de la Fox, la cadena enfrentada a Obama desde su nominación en las internas demócratas. «¿Dónde estaban todos esos izquierdistas que ahora pasean a Marcelas cuando su madre vomitaba sangre?», agregó, tan brutal como se puede ser en Estados Unidos sin que tiemble el pulso.

El Tea party
La ceremonia del té es un rito que se cumple religiosamente en Japón, China y hasta a su manera en Inglaterra. Para los estadounidenses, sin embargo, el Tea party es una liturgia ligada con el más profundo nacionalismo. Es un sello de identidad. Porque recuerda el Motín del té (otra versión de la frase) que se produjo el 16 de diciembre de 1773 en Boston, cuando un grupo de colonos enardecidos lanzaron al mar un cargamento de la valiosa infusión en protesta por el aumento de gravámenes a la importación en Gran Bretaña. Ese es uno de los principales antecedentes para la Declaración de Independencia, tres años más tarde.
Los grupos Tea Party, y en general la derecha estadounidense, reivindican este acto como fundante de la nacionalidad, lo mismo que el de portar armas. Valores sagrados que debe defender todo ciudadano que se precie de good american. Por eso promueven como virtud patriótica el individualismo, la responsabilidad fiscal, la limitación en los poderes del gobierno y la libertad de mercado. «Estas ideas de libertades individuales que Dios nos ha dado han sido escritas por los padres fundadores», dice uno de estos grupos, TPN. A esto agregan «la libertad de expresión, la Enmienda 2 (relativa al uso de armas), nuestras fuerzas armadas y fronteras seguras para Estados Unidos de América». Sobre estos ideales es que se sustentó el neoliberalismo en los 80. Y subsiste a pesar de triunfos escuetos como la ley aprobada por Obama luego de muchas concesiones a propios y ajenos para lograr la sanción.

Mamma a la antigua
Se llama Nancy Patricia D’Alesandro Pelosi y acaba de cumplir 60 años. No hace mucho que se dedica a la política. Recién a los 47, cuando sus hijos ya estaban criados, decidió involucrarse en una actividad que siempre le había atraído, herencia de su padre Thomas, que había sido alcalde de Baltimore, o de su madre, feminista cuando la sola palabra escandalizaba al vecindario.
Pero buena continuadora de la estirpe italiana y del rito católico y apostólico romano, a Nancy le tocó el gen de la maternidad a la antigua. Hasta que el menor de sus cinco hijos terminó el secundario y a coro le dijeron: «Mamá, es hora de que hagas tu vida».
En poco tiempo esa vida propia la llevó a la Cámara Baja y en mucho menos a liderar el bloque demócrata. Casada con Paul Pelosi –empresario inmobiliario y dueño del equipo Sacramento, de la United Football League–, Nancy tiene dos virtudes que cotizan en cualquier parlamento. Es flexible, pero dura. Suave, pero persistente. Suele lograr lo que se propone, aunque en el camino tenga de dejar algunos jirones. Así consiguió sumar los votos para aprobar la ley e impidió la dispersión de los demócratas de la derecha. La reforma pasó la Cámara de Representantes por 219 votos contra 212. Ningún republicano votó a favor. En contra lo hicieron 34 demócratas.
En el camino, la ley perdió contundencia: ya no hay una opción pública, es decir, un sistema de salud estatal que compita y fije precios al privado. El precio para que Obama consiguiera lo que no pudieron Bill Clinton ni Harry Truman.

Revista Acción
15 Abril 2010

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