No hay suficiente trabajo ni viviendas para regularizar la situación de todos los inmigrantes indocumentados. Por lo tanto, haré que los acompañen de regreso a sus países.” La frase salió de la boca de Nicolas Sarkozy, pero no en el marco del enfrentamiento con la Unión Europea por la expulsión de gitanos. Fue en junio de 2006, cuando era ministro del Interior de Jacques Chirac.
“No aceptaré a los clandestinos y haré que los envíen de vuelta a sus países”, prometió entonces, cuando ya estaba de lleno en la candidatura para llegar al Palacio del Elíseo. Y con muy poco más como propuesta, ganaría un año después, con el 53% de los votos.
Las posteriores muestras de xenofobia de Sarkozy no deberían sorprender a nadie que recordara esos compromisos de mano dura y orden surgidos en un momento crucial para la Francia del siglo XXI, como lo fueron los levantamientos en los suburbios empobrecidos y el rechazo a la Constitución europea, hace justo cinco años. Más si se registra la forma en que resolvió ambas cuestiones este pequeño hijo de un aristócrata húngaro exiliado de la persecución nazi.
Sarkó, como se lo conoce en su tierra, desde muy joven mostró dos virtudes que lo llevaron a los más altos cargos dirigenciales: la voluntad de poder y la grandilocuencia. Virtudes ambas que lo muestran como un hiperactivo y poco escrupuloso líder de la derecha democrática de Europa.
Protegido de Chirac, entonces líder de la Unión por un Movimiento Popular (UMP ), Sarkozy fue ministro de Presupuesto y vocero del premier Edouard Balladur. Fruto de su inexperiencia o de una mala evaluación política, en 1995 apoyó la candidatura de Balladur a la presidencia, pero el elegido resultó Chirac, que pasó a considerarlo un traidor sin moral.
Como en política nada es para siempre, en 2002 volvió al calor del poder, para el segundo mandato de Chirac, esta vez como ministro del Interior y posteriormente titular de la cartera de Economía, Finanzas e Industria. En ambos lugares mostró su hilacha de inflexible libremercadista.
Hasta que en 2005, dos hechos relacionados y casi simultáneos pusieron nuevamente a Sarkozy en las marquesinas, esta vez como protagonista destacado. En el referéndum del 29 de mayo de ese año la ciudadanía rechazó la Constitución de la Unión Europea y el 27 de octubre estallaron las graves revueltas en los banlieues parisinos.
Los franceses rechazaron un proyecto constitucional que ponía en negro sobre blanco algunas de las reglas básicas del neoliberalismo, entre ellas la baja en los beneficios sociales y laborales. Unos días más tarde, también los holandeses se mostraron contrarios a la Carta Magna continental y a los dirigentes paneuropeos les temblaron las piernas.
En este contexto, Chirac modificó el gabinete y llamó al moderado aristócrata Dominique de Villepin como premier. Para equilibrar la balanza, convocó a Sarkozy al Ministerio del Interior. Eran dos rivales implacables en busca de la sucesión y no se dieron tregua. Pero el pulcro y atildado Villepin no estaba hecho para disputar batallas como las que se le presentaban, y al día de hoy debe enfrentar cargos en la justicia por zancadillas que le tendió su impiadoso antagonista.
“Minucias” aparte, Sarkó comenzó a tejer alianzas con la derecha europea (la alemana Angela Merkel y el entonces presidente de gobierno español José María Aznar, entre otros) para sacar a la Unión Europea del atolladero legal.
Hasta que dos jóvenes musulmanes de origen africano murieron mientras escapaban de la policía en Clichy-sous-Bois, una comuna pobre al este de París, y durante varios días, literalmente, ardió Francia.
Lejos de poner paños fríos a la situación, el ministro Sarkozy prometió solucionar la cuestión “aunque sea a golpe de manguera”. Así, tildó a los jóvenes de racaille (gentuza) y agregó que iba a “limpiarlos con Karcher” (una conocida marca de aspiradoras francesa). Lo que exasperó aun más a multitudes indignadas por la desocupación y la falta de oportunidades.
Sin embargo, los sondeos demostraron que con ese perverso expediente, Sarkozy podía soñar con algo más grande. Así fue que en julio de 2006 envió una segunda ley “relativa a la inmigración y a la integración”, según la denominación oficial, que complementa la dureza de la de 2003.
Fue por estos meses que su situación matrimonial mostró signos de crisis terminal. La estocada final fue la foto de su esposa, Cécilia, en la tapa de Paris Match, muy de romance con Richard Attias, ejecutivo de una agencia de comunicación responsable de acontecimientos como el Foro de Davos. En su descargo podría decirse que ni Cécilia María Sara Isabel Ciganer Albéniz, nieta del músico español Isaac Albéniz, ni el propio Sarkozy, se habían caracterizado por respetar los votos maritales.
Al mismo tiempo, los principales líderes de la UE fueron pergeñando una salida a la demorada ley fundamental. Y la respuesta ostenta el sello del francés: el Tratado de Lisboa, aprobado por los representantes de cada país y votado en los parlamentos, tiene fuerza de ley y obliga a los estados miembros en los mismos términos que la fallida Constitución, pero sin que los habitantes del continente –y sobre todo los más rebeldes, como los franceses, holandeses o irlandeses– hubieran podido expresarse.
El tratado, sobre todo, institucionalizó las metas que lograr y elevó a la categoría de institución supranacional las leyes de mercado y el neoliberalismo. Desde la independencia del Banco Central hasta un juramento solemne por la libertad de competencia y de circulación de capitales.
Con ese perfil, Sarkozy llegó a la presidencia. La frutilla del postre fue su romance con la cantante y modelo italiana Carla Bruni, hija del compositor Alberto Bruni-Tedeschi. La prensa del corazón dijo que fue un flechazo, que el jefe de gobierno es un picaflor incorregible. Los analistas políticos la vieron como una estrategia para no poner a un flamante jefe de gobierno en la categoría de cornudo. Pero la pareja subsiste, a pesar de los dolores de cabeza mutuos de estas últimas semanas.
El Tratado de Lisboa entró en vigencia el 1 de diciembre de 2009 y, a poco de andar, estalló la crisis en Grecia y España. ¿Casualidades? Sarkozy y Merkel apelaron a recetas neoliberales. Recortes en los planes de salud y aumento en la edad jubilatoria, lo de siempre.
El francés, fiel a sus antecedentes, inició la expulsión de gitanos, primer paso en una escalada que incomoda a sus aliados allende las fronteras. Pero por eso de que quien avisa no es traidor, nadie puede decir que el exiguo presidente galo –1,65 m con tacos– haya sido una sorpresa para la orgullosa Francia y la no menos arrogante Europa.
Tiempo Argentino
18 Setiembre 2010
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