jueves

La industria bélica

La escalada de Uribe tiene hondas razones ideológicas y estratégicas. Pero también puede entenderse como una forma de crear razones para tranquilizar a los accionistas de un puñado de empresas privadas.

Las relaciones entre Colombia y Venezuela no eran una maravilla este jueves, cuando Hugo Chávez aprovechó la visita de Diego Maradona para anunciar la ruptura de relaciones diplomáticas. Ni lo habían sido días antes, cuando Álvaro Uribe prometió presentar pruebas de que en territorio venezolano reciben apoyo y protección efectivos de las FARC y el ELN, las dos organizaciones guerrilleras colombianas. De hecho, los presidentes se habían enfrentado el año pasado, cuando Uribe firmó la extensión de los acuerdos militares con los Estados Unidos, que implicaron la creación de siete bases militares en territorio colombiano. Lo que puede asegurarse ahora es que la llegada del nuevo gobierno de Juan Manuel Santos quedará fuertemente condicionada por lo que la mayoría de los medios tradicionales prefieren tomar como bravuconadas de Chávez y Uribe de cara a sus propios frentes internos.
Santos fue el ministro de Defensa que ordenó el ataque sobre territorio ecuatoriano en 2008, donde fue muerto el número 2 de las FARC, Raúl Reyes, junto con otras 16 personas. Desde entonces las relaciones con Ecuador también estaban rotas y Santos es investigado en relación con aquella incursión armada. Las tres son naciones bicentenarias surgidas bajo el influjo de Simón Bolívar, que comparten –con detalles– la bandera bolivariana y que alguna vez conformaron el intento de una gran nación construida sobre la base del virreinato de Nueva Granada. Naciones con las que Santos se comprometió a una política de buena vecindad.
Las relaciones de Colombia y los Estados Unidos no debieran ser precisamente amistosas, si se recuerda que Washington promovió la independencia de la provincia de Panamá porque no logró que el gobierno colombiano del 1900 aprobara que tropas estadounidenses vigilaran el flamante Canal. Sin embargo, por lo menos desde 1952 los lazos con la clase dominante colombiana se fueron estrechando y, desde 1974 –con el argumento de la lucha contra el narcotráfico y la guerrilla– culminaron en pactos militares.
En 1998, cuando faltaban pocos meses para que el canal fuera devuelto a los panameños tras los acuerdos Torrijos-Carter, el ex presidente Andrés Pastrana anunció el Plan Colombia, “un programa de desarrollo económico sin drogas”. La conducción estratégica de las fuerzas militares estadounidenses sabía que ya no habría espacio para nuevas camadas de militares formados en la Escuela de las Américas de Panamá, y Colombia ofrecía todos los condimentos para ser su avanzada en la región. Por la mezcla de fuerzas insurgentes y producción de narcóticos que sólo podrían verse en Afganistán o el Extremo Oriente, entre otras explicaciones.
La violencia se potenció de tal manera desde entonces –sin entrar en demasiados detalles bastante conocidos que involucran a tropas regulares, paramilitares, mercenarios, cárteles y narcotraficantes– que según la ACNUR, la organización de la ONU que atiende a los refugiados, desde 2004 el número de desplazados internos se incrementa en 250 mil personas por año hasta superar actualmente los tres millones, y los refugiados sobrepasan los 650 mil personas, sobre todo en Ecuador y Venezuela, por la obvia cercanía fronteriza.
Hasta el 11 de septiembre de 2001, las guerrillas colombianas eran catalogadas por el Departamento de Estado como “fuerzas políticas beligerantes”. Desde entonces están en el rango de “organizaciones terroristas”. Y a medida que en los Estados Unidos se fueron incrementando los presupuestos para la lucha contra el terrorismo en todo el mundo, también fue aumentando la injerencia de los civiles contratados por Washintgon, no sólo como fuerzas armadas sino como servicios de espionaje.
Para 2002, se modificó una cláusula del convenio original que permite el ingreso de “subcontratistas” de seguridad sin límite. Esa es figura legal para los mercenarios y agentes civiles con permiso y protección de las leyes estadounidenses que actúan en este país sudamericano.
Entre los contratados figura personal de compañías como DynCorp y XE, la antigua Blackwater, la más grande empresa de seguridad global privada, con ingresos de unos 1000 millones de dólares al año y 40 mil empleados, la mayor parte de ellos en Irak y Afganistán. Estos contractors son conchabados por el Departamento de Estado, el Pentágono o la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo.
El diario The Washington Post publicó durante tres días un profuso informe denominado “EE UU secreto”. Es una investigación sobre el mundillo de las agencias de inteligencia. Durante dos años, un equipo de unas 17 personas al mando de Dana Priest y William Arkin fue desmenuzando un conglomerado que, según publicaron en el tal vez más influyente diario de los Estados Unidos, desde los atentados a las Torres Gemelas creció hasta ocupar hoy a 854 mil agentes. Son pocas las ciudades argentinas que llegan a esa población (Buenos Aires, Córdoba y Rosario). De esa cifra, 265 mil son contratados y pertenecen a las 1931 empresas privadas del rubro, que compiten con 1271 organizaciones gubernamentales.
“La floreciente industria de la inteligencia corporativa se lleva a los trabajadores más calificados del gobierno con mejores salarios y bonificaciones. Los contratistas pueden ofrecer el doble de dinero a empleados experimentados del gobierno federal”, dice el Post. “Los contratistas componen el 29% de la fuerza de trabajo en las agencias de inteligencia, pero cuestan el equivalente del 49% de su presupuesto de personal”, concluye el matutino. Al mismo tiempo, se multiplicaron los edificios donde se realizan tareas secretas y se desarrolló toda una industria para la construcción de salas de seguridad equipadas con alarmas, sistemas de comunicación protegidos y aparatos para la vigilancia que recuerdan en mucho a las películas más imaginativas del género.
No es la primera investigación sobre el tema en los Estados Unidos, aunque sí la primera que aparece en alguno de los medios top. Porque el periodista Jeremy Scahill había investigado sobre Blackwater. Y su colega Tim Shorrock había hecho lo propio en un libro que llamó Spies for Hire (Espías de alquiler).
Precisamente fue Shorrock quien en un reportaje radial se asombró el jueves de que nadie haya protestado antes por lo que estaba ocurriendo. “Las empresas privadas venden acciones en el mercado, se ufanan ante sus inversores de las altas ganancias, tienen edificios lujosos con el logo en la puerta y páginas web donde vuelcan sus logros. Hacen todo a la vista del público”, dijo. Esto es tan así que a principios de este año el fundador de Blackwater, el ex marine Erik Prince, habló efusivamente de sus negocios en una nota de tapa de la revista Vanity Fair, como si fuera un divo.
Durante décadas, la economía de los EE UU funcionó sobre la base de la asignación de recursos del Estado a través de la industria bélica. Los analistas más sensatos venían advirtiendo sobre los riesgos que para la democracia implica este tipo de relación con el aparato industrial militar. Ahora se le agrega esta nueva variable del complejo empresarial del espionaje.
Un complejo de tal magnitud necesita incrementar su tasa de ganancia continuamente, como cualquier empresa privada. Y sus ingresos provienen de la capacidad que puedan ofrecerles a los gobiernos para la resolución de conflictos. Como le pasaría a cualquier sofisticado técnico que vende su mano de obra supercalificada, en la medida en que se solucionan las fallas desaparecería también su posibilidad de conseguir contratos y el negocio se termina.
Son muchos los funcionarios de las áreas de inteligencia de los Estados Unidos que pasaron por la actividad privada y al término de su gestión volvieron a su anterior empleo. Uno diría que son técnicos de los que conviene desconfiar.
La escalada de Uribe tiene hondas razones ideológicas y estratégicas que van más allá de la guerrilla y apuntan directamente al corazón del gobierno chavista. Pero también pueden entenderse como una forma de crear razones para tranquilizar a los accionistas de un puñado de empresas privadas.
Las mismas que acercaron las presuntas pruebas esgrimidas por su embajador en la OEA.

Tiempo Argentino
25 Julio 2010


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